SUELE TERMINAR MUY MAL
Vivimos
en tiempos de la ira del hombre común. Uso la palabra hombre en el sentido
tradicional de “ser humano”, como la usa Aaron Copland para titular su famosa
fanfarria, aunque no se me escapa que hablo de una ira que afecta más que todo
al género masculino. De hecho, las mujeres fueron las primeras en reaccionar
contra Donald Trump al día siguiente de su posesión. No sé si exista la ira de
la mujer común, pero en todo caso será distinta y menos potente que su
contraparte masculina.
En
aquellas épocas que llamamos normales sin saber muy bien a qué nos referimos,
el hombre común se muestra más o menos tranquilo y se contenta con ejercer sus
prejuicios en privado. Pero, sin previo aviso, puede saltar de la pasividad al
frenetismo, de la indolencia al deseo de aplastar al diferente, de la
insignificancia al peligro. Lo que desata la ira del hombre común es alguna
frustración constante, el desprecio reiterado de alguna élite, una acumulación
de detalles aparentemente insignificantes, eso siempre y cuando surja un
caudillo que canalice su ira, un ídolo sobre el cual el hombre común pueda
volcar sus pasiones, un hombre poco común al que el hombre común pueda
entregarse.
El
alemán que se afilió al partido nazi y cometió atrocidades vistiendo el
uniforme gris rata era un hombre común; los comisarios que enviaban a miles al
paredón durante la Revolución bolchevique eran de lo más comunes; tanto los
militares que en Colombia torturaban, como los paramilitares que masacraban y
los revolucionarios que secuestraban y aplicaban un tiro en la nuca a sus
secuestrados eran todos gente común.
El
hombre común —según lo hemos visto hace poco en los seguidores de Trump y un
poco antes en los de Chávez— se aferra a una serie de “verdades” inamovibles
con una irracionalidad a prueba de balas. El hombre común resiente como lo peor
que gente más educada, más elocuente que él, o simplemente diferente, le
explique sus errores o le señale sus prejuicios. Considera que esas
explicaciones y señalamientos son afrentas inaguantables; debe haber algo en
extremo perverso, algo diabólico en un discurso de apariencia sólida que
contradice sus “verdades”.
Los
caudillos que tienen éxito en los tiempos de la ira del hombre común son
aquellos que aprenden a hablar en el idioma de esa ira, que retroalimentan esas
“verdades” con explicaciones maniqueas y descaradas. Quienes intentan
reflexionar, matizar o desmenuzar lo que pasa son unos mentirosos y unos
traidores. Y se notará que lo son porque se exasperan ante la irracionalidad
del hombre común, ante su testarudez. Sí, lo verde es amarillo, el círculo es cuadrado,
¡y qué!
Por
todo lo anterior, la ira del hombre común suele terminar muy mal. Un día, sin
embargo, el hombre común tal vez regrese a su antigua pasividad y se alce de
hombros. Dejará su ira, al tiempo que no sentirá remordimiento por el daño
causado. No querrá explicar nada, no aceptará ninguna culpa, volverá a enjaular
sus demonios y entrará a hibernar para años después, quizá, volver a despertar,
si no le llega antes una muerte común, que lo sorprenderá rodeado de otros
hombres, mujeres y niños comunes.
Tratados
uno a uno y lejos de los caudillos que los enloquecen, estos hombres comunes
pueden ser agradables y serviciales. De nada sirve vociferar contra el hombre
común. La gente común es la mayoría de la humanidad. Uno, ufano o no, a veces
también puede ser de lo más común.
Andrés Hoyos
andreshoyos@elmalpensante.com,
@andrewholes
Colombia
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