MUCHO RUIDO Y POCAS NUECES
A esta altura del año y en especial en estas
latitudes, los dirigentes sindicales aparecen en los medios de comunicación
exigiendo incrementos salariales, los gobernantes intentan moderar esas
aspiraciones, y los educadores promueven sus mezquinos intereses preparando el
terreno.
El tema parece eterno. Se trata de la
inagotable controversia acerca de cuáles deben ser los parámetros de las
remuneraciones de los docentes. Sobrevuelan la polémica aspectos éticos,
consideraciones subjetivas y una aureola que convierte el asunto en algo
solemne, sagrado e incuestionable.
De un
lado del mostrador los profesores y maestros se ocupan de exaltar su labor
convirtiéndola en el eje absoluto de la vida en comunidad. Bajo el paraguas de
una interminable lista de trilladas frases hechas pretenden colocar el debate
en un pedestal de opinable majestuosidad.
Del otro lado, un Estado paternalista,
siempre políticamente correcto y extremadamente culposo, intenta hacer
malabares para encontrar ese punto intermedio que no coloque a los gobernantes
en un lugar incómodo y que los muestre genuinamente preocupados con el futuro
del país.
Toda esta parodia, repleta de hipocresía y
ausencia de sentido común, finalmente se resumirá en un frio número que surgirá
de la negociación entre las dos despiadadas corporaciones. Sindicatos y Estado,
fumarán la pipa de la paz, a regañadientes, alcanzando un acuerdo salarial que
pagarán todos los contribuyentes y regirá hasta el año entrante, cuando vuelva
a reeditarse esta patética escena circular.
No existe duda alguna que la educación es
trascendente para una sociedad, pero también se sabe que su calidad no depende
de los niveles salariales de los actuales docentes. Abundan pruebas al
respecto. Un fabuloso salario no convierte a un pésimo educador en uno
excelente, ni tampoco al revés.
El problema de fondo sigue siendo que estas
pulseadas están lideradas por dos enormes monopolios legales. Esa palabra es
detestada por la mayoría pero paradójicamente en estos asuntos se acepta sin
pudor. Es extraño que la gente aborrezca las posiciones dominantes en las
actividades lucrativas y en estos menesteres aplauda vigorosamente que el
Estado y los gremios manejen todo sin competencia alguna.
Suponer que la educación mejorará como
consecuencia de una discusión sobre como se actualizarán los salarios es una
falta de respeto a la inteligencia cívica. Nada evoluciona mágicamente de ese
modo, sin embargo los docentes siempre reiteran la desgastada cantinela de que
si no están bien pagados no pueden ser eficientes a la hora de dar clases.
Que alguien deba destacar la relevancia de
los incrementos a su propio sueldo es un hecho vergonzoso. Son los usuarios,
directos e indirectos, del sistema los que tienen autoridad moral para afirmar
eso. Nadie aceptaría que un comerciante diga que merece mayores utilidades. El
debe ganarse, como todos, ese derecho ofreciendo buenos servicios, a un
excelente precio y conseguir que los consumidores lo hagan alcanzar sus
pretensiones.
Tiene muy poco de ético, presionar a la sociedad,
tomar de rehenes a padres y alumnos, para conseguir una mejora en los ingresos.
Aun cuando las metas sean conquistadas y esas herramientas fueran efectivas, la
inmoralidad del proceso deslegitima cualquier argumento utilizado.
No toda la culpa la tienen los
desprestigiados líderes sindicales y los manipuladores políticos de siempre.
Buena parte de la responsabilidad recae en esos docentes que se ufanan de una
supuesta superioridad que hace que toda la comunidad tenga el deber moral de
protegerlos y de una sociedad hipócrita que recicla crónicamente su inocultable
doble discurso.
Esos ciudadanos que repiten hasta el
cansancio que hay que mejorar el sistema educativo, son los mismos que luego
respaldan aumentos lineales, donde no existen criterios que evalúen méritos
profesionales, exijan mayor compromiso o establezcan resultados mínimos
razonables.
Nadie, en la vida cotidiana, quiere pagar
mucho por algo malo. Sin embargo en temas educativos, la gente parece estar
dispuesta a alentar reclamos salariales, a sabiendas de que el alumno que
egresa de la escuela no tiene el nivel esperado. Un absoluto sinsentido
gobierna el debate.
No parece razonable deliberar acerca de los
salarios sin incorporar a la discusión el producto final que se espera a cambio
de esa compensación. No se pagan retribuciones mejores o peores con
independencia del servicio que se presta, sino justamente para lograr un óptimo
rendimiento deseado
.
Demasiados docentes creen con convicción que
“merecen” un buen salario y que hacen lo que pueden, y por lo tanto no se
sienten responsables de cómo culmina todo el proceso. Que alguien egrese del
sistema, sin saber leer, escribiendo con errores ortográficos y con visibles
dificultades para comprender textos simples o hacer operaciones matemáticas, no
es un tema que para muchos de ellos tenga vínculo con sus remuneraciones.
Sería deseable que la misma pasión que los
docentes, sus representantes gremiales y la sociedad le ponen a lo salarial,
puedan invertirse en demandar una calidad equivalente para que los alumnos que
emergen del sistema sean una satisfacción para todos y no un grupo de personas
que terminen resignándose a convivir con la mediocridad.
En esta ocasión todo culminará como siempre.
Unos se enojarán, los otros buscarán apaciguar los ánimos y luego de toda esa
pantomima, alcanzarán el ansiado nuevo acuerdo. Demasiado esfuerzo para
contentar a la tribuna, para que los salarios docentes finalmente se adecúen,
pero el sistema siga funcionando igual. En definitiva, la educación en clave
salarial.
Alberto Medina Méndez
amedinamendez@arnet.com.ar
albertomedinamendez@gmail.com
@amedinamendez
Argentina
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