Sostiene el budismo que la extinción
del sufrimiento depende de suprimir el deseo, de desbrozar el alma de apegos.
Vivir sin desear, sin embargo, luce como una aspiración prácticamente
incompatible con la naturaleza humana. Al respecto, Freud acude para darnos
luces: en suerte de ineludible arreglo con la pulsión de muerte, la pulsión de
vida –identificada tempranamente con la libido, la energía psíquica, el “yo deseo”–
invita a la autoconservación, da piso a la existencia, entendida primero como
vida biológica; aunque no sólo vida biológica, como también vislumbraría Jung.
Ambas pulsiones, las que alientan Eros y Tánatos, son fuentes generadoras de
deseos que se interpelan y nos retan, que azuzan la voluntad o la refrenan, en
una intensa dialéctica de la que no podemos sustraernos.
Somos seres deseantes, sí: hombre y
deseo integran una dupla que difícilmente pueda desanudarse. Y es el deseo, la
tenaz búsqueda de su satisfacción lo que, para bien y para mal, planta su
decidida tiranía en nuestras vidas. Pero veamos, incluso, más allá de lo
individual: eso lleva a ubicarnos en espacios de interacción donde la procura
del placer se enfoca en trajinar con lo inmediato, por ejemplo, a contramano de
aquellos que exigen negociar un amplio, constante y racional acomodo de nuestro
deseo en relación con el de otros.
En el ámbito privado, el reino de la
necesidad, ese pulso entre el básico apetito y la consecución del objeto que lo
alivie quizás sea trámite menos intrincado. La dinámica de la esfera doméstica,
en tanto marcada por el imperativo de garantizar el sustento para la vida,
plantea una meta esencial: sobrevivir. No en balde Hannah Arendt confina a esa
esfera el “Yo” biológico y psicológico; allí donde el impulso, la pasión, el
sentimiento y la emoción encuentran refugio idóneo. Allí, donde el “yo deseo”
nos delata, donde se le gestiona y contiene de forma indiferenciada. No ocurre
otro tanto, claro, con la esfera pública, lugar donde respira la política.
Sobre la base de la pluralidad de
esos hombres libres que concurren a la polis, podría decirse que la esfera
pública obliga a organizar el deseo privado y lo transforma en expectativa
redimensionada por lo colectivo. Ello no significa mutilar la pasión implícita
en él, por supuesto, no supone exterminarla, pero sí darle un nuevo y más vasto
sentido. Así, cuando la realidad del otro delimita conscientemente el propio
impulso, la finitud de nuestros apetitos se vuelve una nítida certeza; es una
ganancia entonces comprender que sólo hablando y actuando concertadamente, esas
divergencias propias de la lucha agonal, los bríos de los muchos “yo deseantes”
pueden ser aprovechados.
Pero, ¿qué pasa cuando un deseo sin
traílla asalta el ámbito público? ¿Qué ocurre cuando el principio de realidad
que compensa el principio de placer deja de señalar cauces y procurar
equilibrios; cuando la irracional tentación por salir del curso preestablecido
-el de-lirare- colapsa el entendimiento?
No hace falta mucha imaginación para
adivinarlo. La de Venezuela es fotografía de esa intrusión de la lógica de lo
privado en el espacio de lo público. En desmedro de la oportunidad para
contactar con esa realidad “que proviene de ser visto y oído por los demás”
(Arendt), la arena política es acaparada por el oscuro conflicto de las almas.
Una distorsión que, gracias al pathos autoritario de Chávez, se impuso desde el
poder y se esparció como un virus en el resto de la sociedad.
Inermes ante el deseo que no se cura
ni se sacia si no hay forma de advertir el coto de lo real, parece que la
desesperación lleva a creer que es preferible abrazar la fe ciega, sumergirnos
en la elipsis y así evitar la desazón que supone hacer política. Pero es
Tánatos quien acecha: no nos engañemos. En vez de organizarnos desde lo modesto
y para lo posible, algunos optan por entrever milagros en otro dead-line, uno
que providencialmente ahorrará sangre, esfuerzo, sudor y lágrimas y conjurará
la excepcional bête noire que nos acogota. Como a uróboros adictos al
espejismo, ahora el 10-E brinda nueva excusa para mordernos la cola, para
desactivarnos electoralmente, para sortear la responsabilidad.
La visión de un famélico Tántalo, hundido
hasta el cuello en el agua que se le vuelve esquiva, sometido al pinchazo de la
fruta que se aleja de su boca, nos recuerda no obstante lo que es estar
expuesto a la eterna tentación sin goce ni resolución. Pasar de ser sujetos
deseantes, plenos de potencia y voluntad, a tornadizas víctimas de las ganas
que nos desangran sin ton ni son, podría acabar dilapidando esas candelas tan
necesarias para gestar lo nuevo.
Nada hay tan peligroso como la crónica
desconexión en tiempos de cólera, nada tan políticamente inútil. Ante ese
paisaje, lo que cabe es enfrentar el dolor, ajustar la expectativa; aferrarse
al hilo cierto que lanza la política, gestora de deseos, dice Remo Bodei. Los
laberintos están a la orden del día, y los más intrincados son los que armamos
a punta de frustraciones.
Mibelis Acevedo D.
@Mibelis
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