Entre los defectos de
Fidel Castro no figura la disimulación. En los 45 años que lleva en el poder
-la dictadura más larga en la historia de América Latina- nunca ha pretendido
engañar a nadie sobre la naturaleza de su régimen ni sobre los principios en
que se funda su manera de gobernar.
Cuba vive bajo un
sistema “comunista” (son sus palabras), que, según él, es más justo, más
igualitario y más libre que las putrefactas democracias capitalistas, a las que
en todos sus cacofónicos discursos el “comandante” manifiesta siempre el
soberano desprecio que le merecen, y a las que les pronostica que más pronto
que tarde se desmoronarán bajo el peso de su corrupción y sus contradicciones
internas. Es posible que Castro sea la única persona en Cuba que todavía crea
esas sandeces, pero, sin duda, se las cree, y como en la isla reina un totalitarismo
vertical donde el Jefe Máximo tiene poderes omnímodos y es la única fuente de
la verdad, el sistema funciona en razón de semejantes convicciones, machacadas
por la propaganda unidimensional ante los cubanos como si fueran axiomas
revelados. (Es por esta razón que Reporteros Sin Fronteras acaba de situar a
Cuba en el lugar 166, entre 167 países examinados, en lo que concierne a la
libertad de prensa, es decir, en el penúltimo lugar: el último le corresponde a
Corea del Norte).
El “comandante” lo ha
hecho saber hasta la saciedad: como el régimen comunista cubano es superior a
las democracias occidentales no va a cometer la debilidad de incurrir en
aquello que le piden sus enemigos con el solo propósito de destruirlo; es
decir, admitir elecciones libres, libertad de expresión, de movimiento,
tribunales y jueces independientes, alternancia en el poder, etcétera. Esas
instituciones y prácticas son cortinas de humo para la explotación y la
discriminación que proliferan en las democracias “social-pendejas”, exquisita
vulgaridad inventada por Castro para denigrar a los socialistas y
socialdemócratas que lo critican y que son blancos constantes de sus diatribas.
¿Para qué convocaría a
elecciones libres un Gobierno que cuenta con el 99,9% de la población? ¿Para
sembrar la división y el caos en esa hermosa unidad sin cesuras que garantiza
el régimen de partido único? Quienes piden aquellas consultas electorales,
libertad de partidos políticos, prensa independiente y cosas por el estilo,
quieren, en verdad, abrir las puertas de Cuba a los imperialistas empeñados en
acabar con las grandes “conquistas sociales” de la revolución -¿debe incluirse
entre ellas el haber enviado a los homosexuales junto a delincuentes comunes a
campos de concentración en los tiempos de las UMAP?- y convertir a Cuba en una
democracia neocolonial, seudoliberal y social-pendeja, donde once millones de
cubanos serían explotados sin misericordia por un puñado de capitalistas
yanquis.
Quienes piden semejantes
cambios son, pues, pura y simplemente, enemigos de la revolución, agentes del
imperialismo y deben ser tratados como delincuentes, criminales y traidores a
su patria. No son meras palabras de un paranoico megalómano sino una convicción
respaldada por 45 años de conducta rectilínea, en los que Castro no ha dado un
solo paso atrás en semejante profesión de fe. Ésta se ha visto materializada
una y otra vez en encarcelamientos masivos, una represión sistemática, brutal y
desproporcionada ante la más mínima manifestación de disidencia, con escarmientos
periódicos en los que reales o supuestos desafectos al sistema son juzgados y
condenados, en juicios tan grotescos como los que se llevaban a cabo en la URSS
estalinista, a penas feroces, entre las que, de cuando en cuando, figura la
pena de muerte por fusilamiento. Que, a pesar de esta política de terror
sistemático y desprecio supino a los más elementales derechos humanos, haya
todavía cubanos, como el poeta Raúl Rivero y sus 75 compañeros encarcelados en
la última oleada represiva, que, desde las cárceles donde se pudren en vida,
mantengan vivo el espíritu de resistencia, no sólo asombra y llena de
admiración: además, demuestra, como lo ha subrayado Vaclav Havel en el homenaje
que acaba de rendirles, que aun dentro de las sociedades devastadas por el
oscurantismo más prolongado y el horror más abyecto, la libertad encuentra
siempre la manera de sobrevivir.
Que este régimen tenga
todavía partidarios en el extranjero no tiene por qué sorprender. El odio que
la sociedad abierta inspira a muchos, los lleva a preferir una dictadura
“social” a la democracia, y por eso deploran la caída del muro de Berlín, la
desintegración de la Unión Soviética y la conversión de China Popular a un
capitalismo desenfrenado y “salvaje” (aquí sí es admisible la expresión). Desde
luego, yo creo que quienes piensan así están equivocados y que muchos de ellos
no podrían soportar 24 horas en una sociedad como la que defienden, pero, si
creen eso, es lógico que se muestren solidarios de una satrapía que encarna sus
propios ideales y aspiraciones políticas. Hay que reconocerles cuando menos una
indiscutible coherencia en su proceder.
No la hay, en cambio,
sino incongruencia y confusión, en que intelectuales, políticos o Gobiernos que
se dicen democráticos, sirvan los intereses de un régimen que es el enemigo
número uno de la cultura democrática en el hemisferio occidental y, en vez de
mostrarse solidarios con quienes en Cuba van a prisión, viven como apestados,
sometidos a toda clase de privaciones y tropelías o dan sus vidas por la
libertad, apoyen a sus verdugos y acepten jugar el lastimoso papel de
celestinas, cómplices o “putas tristes” -para emplear un término de actualidad-
de la dictadura caribeña.
Es un insulto a la
inteligencia pretender hacer creer a cualquiera que haya seguido someramente el
casi medio siglo del régimen cubano, que la manera más efectiva de conseguir
“concesiones” de Castro es el apaciguamiento, el diálogo y las demostraciones
de amistad con su tiranía. Y lo es porque el propio Fidel Castro se ha encargado
de manera contundente de disipar cualquier malentendido al respecto: él tiene
cómplices, cortesanos, sirvientes, que colaboran con su política, sus
designios, su Gobierno y su modelo político-social, de los que ninguno de sus
numerosos “amigos” lo ha hecho apartarse jamás un milímetro. Es verdad que, a
veces, algunos de esos politicastros convenencieros o intelectuales en pos de
credenciales progresistas que van a retratarse con él y a echarle una mano
publicitaria reciben como regalo un preso político, que luego exhiben como
coartada de su duplicidad. Pero esa asquerosa trata de presos en vez de mostrar
un ablandamiento del régimen -que reemplaza casi en el acto los que regala por
otros nuevos- es más bien una señal flagrante de su vileza e inhumanidad.¿A qué
viene todo esto? A que el Gobierno español de Rodríguez Zapatero acaba de hacer
pública su intención de apandillar un movimiento para que la Unión Europea,
que, luego de los fusilamientos y condenas a los 75 disidentes había optado por
una política de firmeza ante la dictadura cubana mientras no hubiera progresos
reales en la isla en materia de derechos humanos, rectifique y opte más bien
por el acercamiento y el diálogo amistoso con Castro, es decir, por cortar toda
vinculación y apoyo a sus opositores. El pretexto es que la “firmeza” no ha
dado resultados. ¿Qué resultados han dado la cobardía y la complicidad con el
régimen cubano de todas esas “democracias” latinoamericanas que votan a favor
de Fidel Castro en las Naciones Unidas y multiplican los gestos de simpatía
hacia él con el argumento de que es preciso ser solidarios con “el hermano
continental”? Por lo menos la política adoptada por la Unión Europea ha enviado
un mensaje claro a los millones de cubanos que no pueden protestar, que no pueden
votar, que no pueden escapar, de que no están solos, que no han sido
abandonados y que las democracias occidentales están moral y cívicamente de su
lado en ese combate en el que, como ayer los checos, los polacos, los rumanos,
los rusos y tantos otros, tarde o temprano vencerán.
Acercamiento, diálogo,
diplomacia privada, son eufemismos mentirosos para lo que, hablando claro, es
una abdicación vergonzosa de un Gobierno que, en clara contradicción con sus
orígenes y su naturaleza democrática, decide contribuir a la supervivencia de
una dictadura tan ignominiosa e innoble como la de Franco, y una puñalada
trapera a los innumerables cubanos que, como los millones de españoles bajo el
franquismo, sueñan con vivir en un país sin censuras, ni torturas, ni fusilamientos,
y sin la asfixiante monotonía del partido único, la mentira, la vigilancia y el
caudillo omnipresente.
Lo más criticable en
este caso es que, los gobernantes españoles, a menos de haber caído víctimas de
una súbita plaga de angelismo pueril, saben perfectamente que el cambio que
proponen a sus aliados europeos respecto a Cuba, si prosperara, no conseguiría
la más mínima apertura del régimen, y, por el contrario, echaría a sus
desfallecientes pulmones una bocanada de oxígeno (Fidel Castro ya dijo públicamente
que la decisión del Gobierno español era “la correcta”). ¿Por qué lo hacen,
entonces? Para consumo interno. Para probar que también en este ámbito hay una
ruptura radical con el Gobierno anterior. O para dar un poco de aliento a esos
remanentes tercermundistas y estalinianos que, aunque felizmente muy
minoritarios, existen todavía dentro del socialismo español, muy rezagado en
este respecto de sus congéneres británicos, franceses, alemanes y nórdicos,
donde los socialistas no tienen el menor complejo de inferioridad frente al
Gulag tropical cubano.
Mi esperanza es que esos
magníficos “social-pendejos” europeos impidan que esta iniciativa lamentable se
materialice. Ella debe ser denunciada y combatida como lo que es: un acto
demagógico e irresponsable que sólo servirá para apuntalar a la más longeva
dictadura latinoamericana. No debemos permitir que la España democrática,
moderna y europea que en tantos sentidos es un ejemplo para América Latina se
convierta en la “puta triste” de Fidel.
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