Cuando
la oscuridad se instala, cuando metida en la piel de las horas que corren se
vuelve cosa de todos los días, es difícil alzar la vista para ver más allá del
presente. Equivale a estar perdidos en un bucle de tiempo, un instante que
nunca pasa, que aprisiona. Es retornar al martirizado Tántalo, cuya eternidad
se ha atorado en un hambre sin certezas ni cura, en el anhelo del fruto que ve,
pero que ni siquiera logra tocar. ¿Cómo, dónde se consumó el extravío? Para el
desesperado eso cada vez importa menos. El futuro, incluso el pasado, remiten a
una noción exótica y distante, algo que pierde significación en virtud del
nudo, el aquí y ahora triturando cualquier expectativa.
El
entorno hostil, fuente de insatisfacción endémica para el venezolano, se volvió
una tarasca que todo lo arropa, y que en la medida en que progresa tiende a
crear nuevas brechas, a tender nuevas celadas. Entre otras cosas porque la
polis ha perdido su rostro constructivo y sanador, mermada en su capacidad de
oponer cedazo al conflicto y dar curso a la necesidad de asociarnos; desplazada
por la sensación de que la básica supervivencia es asunto que hoy precisa cada
respiro (acá es inevitable recordar a Huntington: aquellos a quienes solo
preocupa su próxima comida no se inquietan demasiado por las grandes
transformaciones de la sociedad). Sí, “la maldita circunstancia” -frase con la
que el cubano Virgilio Piñera retrató los nítidos atascos de la insularidad-
nos ha dejado a merced de un espacio y un tiempo finitos, ambos también castigados
por el desgaste en el tenor de nuestras apetencias.
Hay
que decirlo, sí, para librarse de una buena vez de ese íncubo que se sienta en
el pecho y no deja ni respirar: tanto despojo nos va quitando las ganas de
resistir. Se trata del estropicio íntimo, la procesión que no se ve, que
adentro se abre paso como clavo candente. A santo de la imagen de un niño
desnutrido (otro, otro cuerpecito seco dando cuenta del descomunal abandono por
parte de un Estado que a nadie garantiza nada) alguien concluía recientemente:
“da lo mismo que sea diciembre, en esta situación todos los días son igual de tristes”
… se pide unidad, esperanza, solidaridad, tolerancia, pero, “¿cómo dar lo que
no se tiene?”
Más
que un terminante epitafio, hay allí un reto. “Todas las pasiones, hasta las
más desagradables… nos hacen más conscientes de nuestra existencia, nos hacen
sentir más reales”, reflexionaba Lessing. Ya que el mundo exterior opera esta
vez como un carcelero diestro en el arte de taladrar nuestra interioridad para
hacerse también de ella, aún agujereada, sería un sinsentido ceder esa última
atalaya. Perdernos a nosotros mismos es, incluso, estratégicamente inexcusable.
Pero, atención: pues tal defensa pasa además por evitar la pérdida de los
referentes de humanidad. El “cuidado del Yo” del cual habla Foucault, práctica
ética per se; el cultivo de la resistencia individual en situaciones límite
debería hablar menos de una psiquis ensimismada que de un sujeto que al
conocerse y ser capaz de cuidar de sí, se ejercita también en la eventual tarea
de acoger al otro, de reconocer su dolorosa presencia.
Maniobrar
con la tensa puja entre el mundo externo e interno, entonces, parece
especialmente crucial cuando se sufren estos tránsitos, esta suerte de
tenebroso déjà vu. Recordemos que los tiempos de oscuridad -lo advierte Hannah
Arendt en su célebre compilación de ensayos sobre figuras que trajinaron con
las sombras de la primera mitad del siglo XX- ”no solo no son nuevos sino que
no son una rareza de la historia”. Sin embargo, “aún en los tiempos más oscuros
tenemos el derecho a esperar cierta iluminación”.
Hablamos
de los alcances de esa humanidad que florece inadvertidamente en las horas
menguadas; de esos seres capaces de arrojar una “luz incierta, titilante y a
menudo débil” sobre una época signada por la incredulidad en el porvenir, por
el desencanto y el retroceso anímico. Hombres y mujeres de excepción, sin duda,
capaces de trascender la catástrofe, el descalabro moral del momento en el que
están inmersos para revelarse -incluso a pesar de sí mismos- con ideas, con
obras, con su transgresora aparición. Nunca faltan personas así cuando el
escepticismo aprieta, y la historia lo confirma. Una mirada atenta a nuestro
contexto, de hecho, nos dice que Venezuela no es la excepción.
Quizás
cueste verlo, sitiados como estamos por la empalizada de la “maldita
circunstancia”. Pero si algo debería movilizarnos es ese llamado a ser hombres
y mujeres empeñados en encender al menos una vela para debilitar la penumbra
que porfía, y reconocernos. Todo indica que “nuestro presente es enfáticamente,
y no solo lógicamente, el suspenso entre un no-más y un no-todavía”, como diría
Arendt; no es sencillo juntar bríos frente a tal incertidumbre, pero recomponer
la esperanza a punta de sensatez, no rendirse, siempre será una bendita
obligación.
Que
el nuevo año nos ayude a descifrar cómo hacerlo.
Mibelis
Acevedo Donís,
@Mibelis
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