“Solamente vieron un pedacito de lo que
estamos dispuestos a hacer por defender los derechos legítimos de Venezuela”,
ha declarado, sonrisa mediante, Delcy Rodríguez. En efecto, tras lo visto el
23F es justo que un escalofrío nos traspase: ¿cuánto daño más calcula causar el
gobierno de Maduro con tal de seguir en el poder? Otras angustias, no menos
acuciantes, arremeten: ¿cuánto más estamos dispuestos a resistir los
venezolanos antes de alcanzar, finalmente, una solución decente para el
naufragio que nos acogota? ¡Ah! Sin duda, atizar los temores sobre los límites
de ese aguante forma parte de la jugada desesperanzadora del chavismo.
Invocando
la “patriótica” convicción de que la violencia (“partera de toda sociedad vieja
preñada de una nueva”, escribía hermosamente Marx) ayudaría a despachar al
enemigo, los restos del “Ancien Régime”, la revolución no ha tenido reparos
para hacernos partícipes a juro de su dinámica de guerra permanente: la guerra
de cerco, la guerra comprimida, esa que pretende sustituir a la política, que
la proscribe. La del chavismo es una praxis siempre a merced del peligro
inminente y la emergencia, donde no hay espacio para la mesura, para los
“miramientos” de la civilidad.
Así
fue desde el inicio, cuando contaban con una mayoría dispuesta a aplaudir la
distorsión. Todavía hoy, despojados de apoyos pero ahítos de excusas, pretenden
revivir la fullería y convencer al mundo de que, víctima de la agresión
imperial, el Estado tiene razón para defenderse. Su apuesta más fuerte, no
obstante, sigue anudada a la recomendación de Von Clausewitz: golpear sin
pausa, desmoralizar, doblar la voluntad del adversario hasta imponer la propia.
Con
todo y sus menguas, esa estrategia de desgaste sigue siendo metralla letal en
manos del régimen. No sólo porque este cuenta con obvio poder fáctico -y un
brazo armado que, amén del ejército regular, incluye cuerpos paramilitares y
elementos de dudosa procedencia-; también porque se mueve cómodo en un solar
que conoce y estruja al máximo, el de una suerte de guerra civil “sin balas”
pero no menos despiadada: la guerra de opinión.
Así,
desde múltiples plataformas comunicacionales que trascienden el coto de lo
doméstico -como demuestra la exótica piara de opinadores afectos a la “marea
rosa” que han aparecido últimamente- el gobierno sigue allí, fraguando de la
nada su “otra” verdad, sus orwellianos “hechos alternativos” (“falsedades”,
como en su momento Todd llamó a la fallida “boutade” de Conway). El tratamiento
de la noticia sobre el incendio del camión cargado con ayuda humanitaria sirve
de trágico ejemplo. Con la habilidad de una garrapata para extraer vida a una
única gota de sangre, y omitiendo los episodios de violencia que se registraban
al sur del país, el hecho de marras fue aislado, deformado, amplificado al
punto de convertirse en pivote de la comunicación oficial que tuvo lugar tras
la compleja jornada. Aunque entrampado por el alto costo de cualquiera de sus
dos decisiones, dejar pasar la ayuda o no, el régimen no dudó en tomar el
atajo, propiciar la confusión, cerrar fronteras y declararse vencedor, resuelto
a enlodar la narrativa de una oposición que, a despecho del frenesí
cortoplacista, ha logrado mantener la adhesión en torno al plan de avance
gradual.
Sí:
con el claro propósito de desarmar al oponente, de desangrarlo hasta que se
vacíe, la estrategia de desgaste busca infligir roturas, bajas progresivas, de
reducir las fuerzas del otro hasta que, blanco de su aturdimiento y su debilidad,
sea incapaz de continuar. Pero, atención: porque a eso -aunque su índole, modos
y designios sean radicalmente distintos- estaría apostando también la
oposición.
Sabemos
que no es posible ni sensato forzar el jaque-mate, eso que remite a la
intervención leoninamente solicitada por algunos sectores (y ya abiertamente
negada por los aliados). Así que se trata de apelar no sólo a la confianza que
inspira un liderazgo fresco como el de Guaidó, sino a la paciencia -que no
sobra, es cierto- para estirar los efectos de la amenaza creíble, seguir
sumando aliados y explorar las alternativas políticas que el gobierno evade;
esos caminos en los que se sabe extranjero, que nunca han estado en su menú.
Pero que, dado el acelerado colapso y el creciente cerco, podrían aparecer.
Esto
es un duelo que a diario se redefine, uno que opone el escabroso “vale todo” a
la meta de largo aliento que suscribe el Grupo de Lima, la de lograr una
transición a la democracia “conducida por los propios venezolanos,
pacíficamente, apoyados por medios políticos y diplomáticos, sin uso de la
fuerza”. Aunque seduzca el ampuloso efugio cinematográfico, la idea del final
súbito y sin reveses, es mejor tener consciencia plena del momento, de todas
esas fuerzas que hoy convergen a nuestro favor y de las que conviene
apropiarse, pues del otro lado persiste una tarasca que no desaprovechará
ningún parpadeo. Quizás comprender eso hará que pedir paciencia resulte menos
irritante, mucho menos doloroso.
Mibelis
Acevedo Donís
@Mibelis
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