Dice Henry Kissinger que “el mundo nunca será el mismo después del coronavirus”. Supone que la pandemia alterará para siempre el orden mundial. No lo creo. La verdad es que el mundo cambia constantemente. Todas las generaciones modifican la ropa, la música, las ideas, las cosas, pero la sustancia sigue ahí.
Más han hecho Internet o la inteligencia artificial que el Covid-19 para trasformar la realidad. Jamás amanecemos en un mundo similar al de la víspera. Es como el “río de Heráclito”: no nos bañamos dos veces en el mismo río. Las aguas son otras. La civilización es otra, aunque la cercanía nos impida percibirlo, de la misma manera que los árboles nos ocultan el bosque.
La civilización continúa por otros vericuetos. No cancelamos del todo los antecedentes. Hipócrates y Galeno estuvieron presentes hasta el siglo XIX. Aristóteles aún tiene cierta vigencia. Las tragedias griegas y las comedias romanas siguen vivas. Esto sólo es un tropiezo. Un gran tropiezo, mas sabemos cómo evitarlo desde que el médico inglés Edward Jenner inventó la vacuna en 1796, y a fines del siglo XIX Louis Pasteur sistematizó su elaboración. La discusión gira en torno a cuándo volvemos a la normalidad. Los restaurantes abrirán en breve. Les seguirán los hoteles, los cines y las salas de fiesta, etcétera, etcétera.
¿Quién recuerda la angustia de la pandemia de la mal llamada “Gripe española”? Mató entre 50 y 100 millones de personas entre 1917 y 1920. En Estados Unidos hasta afectó al presidente Woodrow Wilson, pero le abrió la puerta a los “roaring twenties”, los espléndidos y ruidosos años veinte, culminados el “martes negro” de octubre de 1929, cuando la Bolsa de Wall Street cayó en picado, punto de partida de la gran depresión. Durante esa pandemia, sólo en España murieron 300,000 personas, y se contagió, incluso, el rey Alfonso XIII, bisabuelo del actual Felipe VI.
Cuando el virus del SIDA infectó a miles de personas en los años 80 y 90 del siglo pasado, y se llevó de encuentro a buenos escritores como Reinaldo Arenas (y probablemente a Julio Cortázar), o a notables actores como Rock Hudson, parecía que llegaba el fin del mundo, pero la farmacología solucionó el problema y convirtió el terrible mal en una enfermedad crónica. Hace casi 30 años que Magic Johnson, el jugador de baloncesto, rodeado con su mujer y su abogado, contó que había contraído SIDA. Parecía una despedida. Afortunadamente, no lo fue. Sigue enorme y robusto. Lo salvó la Ciencia.
Nos sucederá lo mismo. Pronto habrá pruebas para saber si uno tiene o tuvo el virus. Pronto habrá medicinas para combatir la pandemia y vacunas para prevenirla. ¿Cuándo? En los próximos días, semanas o meses. No se sabe con precisión. Pero es notorio que algunas de las mejores cabezas del planeta están detrás de esos esfuerzos. Unos piensan en la gloria y otros en los beneficios. La mayoría se mueve debido a ambos. Incluso la rivalidad es un gran acicate. No se puede explicar a Louis Pasteur sin Robert Koch o a Jonas Salk sin Albert Sabin. O viceversa.
¿Quedará algo positivo de esta pandemia? El periodista Andrés Oppenheimer opinaba que esta desgracia serviría para acelerar los estudios a distancia. Sospecho que acertó. Es la forma de abaratar las universidades. Pero hay mucho más: aumentará la tendencia a trabajar desde la casa, que venía ocurriendo desde hace al menos tres décadas, cuando comenzó a reinar su majestad Internet y las empresas comenzaron a “tercerizar” sus procesos creativos.
En el terreno espiritual nos queda la experiencia. Opinaba el gran tanguista Enrique Santos Discépolo que “el mundo fue y será una porquería”. Se equivocó. No es poca cosa saber que un microscópico enemigo puede poner a temblar a toda nuestra especie, pero consuela saber que la respuesta es global. Todos contra el virus y el virus contra todos. Complace ver en la misma trinchera a Israel, Eurasia y al Continente americano, desde Canadá hasta la Patagonia. Hay que gritarlo: ¡Viva la globalización! ¡Muera el absurdo nacionalismo!
Carlos Alberto Montaner
montaner.ca@gmail.com>
@CarlosAMontaner.
Desde España
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