jueves, 28 de mayo de 2020

ALFREDO M. CEPERO, ¿POR QUÉ LOS PUEBLOS COMETEN SUICIDIO?


En mi opinión, el mejor antídoto contra el suicidio de cualquier pueblo es crear ciudadanos que tengan el coraje de confrontar los mitos, el sentido común de cuestionar las nuevas ideas y la capacidad de pensar por sí mismos. En esto cuento con el aval de aquel iluminado que fue José Martí, quién dijo: "Creen hombres quien quiera pueblos".


Una pregunta difícil de contestar pero digna de tomar en consideración porque una respuesta acertada impactaría la felicidad y la prosperidad de muchas personas. Una incógnita que se remonta a los primeros pasos del hombre sobre la Tierra. ¿Por qué se dejó Eva cautivar por la serpiente para que desobedeciera el mandato divino de no comer la fruta prohibida?  ¿Por qué se dejó Adán seducir por Eva para que comiera la manzana que lo condenó a él y a su descendencia al destierro y al sufrimiento? Dos preguntas para las que nadie, que yo sepa, ha proporcionado una respuesta satisfactoria; pero que demuestran la gigantesca incógnita que es el hombre.

Y, hablando de incógnita, el francés Alexis Carrel, en su muy difundida obra "La Incógnita del Hombre", ensayó una respuesta cuando dijo: " El hombre que conocen los especialistas no es pues el hombre concreto. El hombre real no es más que un esquema compuesto con esquemas construidos por las técnicas de cada ciencia. Es, a la vez, el cadáver disecado por los anatomistas, la conciencia que observan los psicólogos y los amos de la vida espiritual, y la personalidad que la introspección revela en cada uno de nosotros".

Al mismo tiempo, el ser humano no siempre sabe discernir conforme a la razón y por esa causa no aprende de la experiencia y vuelve a equivocarse en una situación semejante. Si a eso sumamos la fatídica mezcla de la ignorancia con la arrogancia nos encontramos con que, combinando dos refranes, podemos decir que: "El hombre es el único animal que no aprende por cabeza ajena y que tropieza dos veces en la misma piedra". En nuestra América hay ejemplos de pueblos que se creyeron inmunes al virus del comunismo y hoy sufren opresión y miseria bajo la bota de la tiranía cubana.

Otro francés, Gustavo LeBon, en su libro "Psicología de las Multitudes", afirma: "La masa es más que la simple adición de los individuos que la componen y es siempre intelectualmente inferior al hombre aislado". Por otra parte, el anonimato del que disfrutan como parte de un grupo numeroso, produce en sus integrantes un sentimiento de impunidad que los impulsa a una conducta belicosa y destructiva.

Por ejemplo, la masa criminal que asesinó, el 14 de julio de 1789, a Launay, gobernador de la Bastilla, estaba compuesta por honrados tenderos, boticarios y artesanos. Lo mismo puede decirse de la noche de San Bartolomé, de los comuneros, de los cubanos que en 1959 pedían "paredón" para los miembros del gobierno anterior y de toda suerte de manifestaciones públicas que terminan en orgías de sangre, saqueos y destrucción.

En tal sentido, podemos decir, sin temor a exagerar, que acontecimientos como estos son motivados por la renuencia de los ciudadanos a asumir la responsabilidad de velar por la honestidad del gobierno y el bienestar de su pueblo. Porque cuando la ciudadanía asume una actitud de indiferencia, el pueblo se convierte en una tribu dispuesta a seguir al primer  líder que le señale cualquier camino por equivocado que éste sea.

Ese fue el caso inaudito de un pueblo supuestamente educado y pragmático como el alemán. Los estudiosos del tema concuerdan en que el régimen de Adolfo Hitler fue el gobierno más popular en la historia alemana. Pero, todos sabemos que, después de la guerra, muy pocos alemanes admitieron haber colaborado con el Partido Nazi. Y esto no era una mentira sino parte del engaño perpetrado por todos los regímenes fascistas sobre sus víctimas.  

Otro ingrediente manipulado por los déspotas para someter a sus víctimas es la creación del mito. El líder valiente, inteligente e infalible que los conducirá a la tierra prometida.  Tales han sido los ejemplos de líderes carismáticos como el propio Adolfo Hitler, Benito Mussolini, Fidel Castro, Mao Tse Tung,  José Stalin, Hugo Chávez y  Juan Domingo Perón.  El Che Guevara fue un fenómeno diferente pero digno de analizar.

Este "atorrante" fue exaltado de la mediocridad a la idolatría por una prensa comprometida con el castro comunismo. No se graduó de médico, no sabía una "papa" de economía, ni tenía habilidad de escritor. Sin embargo, era tratado como médico, fue presidente del Banco Nacional de Cuba y plagió el libro sobre guerrillas escrito por Mao Tse Tung. Pero el error de competir con Fidel Castro en sus proyecciones políticas le costó la vida en el pueblucho de La Higuera, en Bolivia.

Ahora bien, en la región donde el mito adquirió proporciones galácticas fue en la América Latina. El venezolano Carlos Rangel lo describió en forma magistral en su obra "Del buen Salvaje al buen Revolucionario". El principal mito a rebatir por Rangel es lo que él identifica como una versión adaptada del mito del buen salvaje y la Edad de Oro —mitos del Viejo Mundo— en la que los latinoamericanos serían personas buenas pero corrompidas por la sociedad occidental. Esta mitología sería el resultado de un proceso compensatorio ante el fracaso histórico de las naciones hispanoamericanas frente al progreso de la europea y la norteamericana que en algunos casos partieron de iguales o peores condiciones.

Pero, a pesar de todos sus progresos, las naciones desarrolladas no cuentan con un seguro que las proteja contra el suicidio. Tal es el caso de la propia capital del capitalismo en el mundo. El control de los claustros universitarios por la izquierda vitriólica y la ignorancia de la juventud americana sobre la realidad de los regímenes totalitarios de izquierda ponen en peligro a la democracia en los Estados Unidos. Esos jóvenes, ignorantes del fracaso y de la maldad de los regímenes comunistas, creen en la fábula del socialismo idealista y teórico que les venden el obsesivo Bernie Sanders y la alucinada Alexandria Ocasio-Cortez.

Esa juventud desorientada y desarraigada no ha tenido el beneficio de una sólida educación de historia. Y los pueblos sin historia son una macilla moldeable en las manos de demagogos y tiranos. Sus profesores le han ocultado esa historia para llevarlos con mayor facilidad hacia el abismo de un comunismo disfrazado de socialismo democrático. No se han enterado que el socialismo, en cualquiera de sus formas, es un camino que siempre termina en el comunismo.

Si estos jóvenes hubieran escuchado las advertencias de Churchill, o Thatcher sus profesores no habrían podido envenenarles las mentes. Margaret Thatcher describió la doctrina diabólica con muy pocas palabras: "El problema con el socialismo es que fracasa cuando se le acaba el dinero de los demás". Pero fue Winston Churchill, el hombre de hierro que salvó a Inglaterra de la furia destructiva del nazismo, quien lo describió en forma brutal en un discurso pronunciado en la Universidad de Fulton, en los Estados Unidos, el 5 de marzo de 1946. "Por cuanto he visto de nuestros amigos los rusos durante la guerra, estoy convencido de que nada admiran más que la fuerza y nada respetan menos que la debilidad". Después de esto, no es  necesario decir mucho.

Sin embargo, no es posible mantener silencio en cuanto a esta compleja situación de los pueblos que cometen suicidio. Aún cuando no exista una solución total contamos con medios para reducir el riesgo. Dos de ellos me vienen a la mente en este momento. Primero, poner fin a la primacía de una ideología sobre otras en nuestros centros de educación y enseñar a los estudiantes a optar entre varias. Segundo, establecer límites de tiempo en el ejercicio de los cargos de los miembros de los gobiernos a todos los niveles. Dos metas ambiciosas que demandarán tiempo y esfuerzo pero la alternativa es tan devastadora que no puede ser ignorada.

En mi opinión, el mejor antídoto contra el suicidio de cualquier pueblo es crear ciudadanos que tengan el coraje de confrontar los mitos, el sentido común de cuestionar las nuevas ideas y la capacidad de pensar por sí mismos. En esto cuento con el aval de aquel iluminado que fue José Martí, quién dijo: "Creen hombres quien quiera pueblos".

Alfredo M. Cepero
alfredocepero@bellsouth.net
@AlfredoCepero
La Nueva Nación  
Director de www.lanuevanacion.com
Estados Unidos

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