El 4 de mayo, el editorial de Analítica tocó un aspecto que caracteriza “el ánimo” del régimen: el nihilismo. Apoyándose en Ayn Rand, la escritora ruso americana, para quien “esta corriente es una abdicación de la razón y de la búsqueda de la felicidad”, quien escribe concluye que no parece posible “lograr que los nihilistas entren en razón si su esencia es precisamente la de ser irracionales”, pues está visto que el objetivo es destruir.
Unos días después, el 7 de mayo, el editorial de El Nacional explicó con bastante claridad un término que define bien lo que está resultando ser el régimen actual y el país al que pretende gobernar: “un Estado loco”. Llamó mi atención que la “irracionalidad” equivale aquí a una racionalidad que no es “normal”. Y es que a todos nos confunde la racionalidad que subyace a la alta capacidad de generar caos. ¿Es o no es esta locura irracional? ¿Por qué entonces la efectiva racionalidad que dificulta comprender con claridad?
Pienso que la patente racionalidad orientada a dañar implica a un corazón pervertido. El hombre no puede prescindir de su razón, pero esta puede verse afectada, bien sea por una enfermedad psiquiátrica (excepción que considera el editorial “Estados locos” y que no aplica al régimen), o por una “anormalidad” que uno no sabe bien cómo se asocia a la “racionalidad” (por eso es “no normal”). Para mí, ese algo “no normal” anida en la malicia del corazón. La “racionalidad”, efectivamente, se mantiene, pero se orienta a destruir porque es maligna y fría: no está teñida de afectividad. Por eso asombra y es “imprevisible”; por eso a nadie se le ocurrían los planes de Hitler o Stalin, pues tal lucidez se explica por provenir de corazones endurecidos, inhumanos: disociados de una razón “normal”, que Zubiri llamaría “inteligencia sentiente” (porque al conocer, también ama y sufre: siente). Esta racionalidad “no normal” no siente.
Lo del nihilismo es interesante, porque efectivamente el mal no tiene centro de unidad: su índole es síntoma de una fractura interior que le impide tener un objetivo unificador que confiera sentido a la vida, a nuestros esfuerzos, sufrimientos e intentos por salir adelante como sociedad. Por eso fragmenta, divide, destruye, fracciona: despedaza y escinde. Un régimen así no puede ser fuente de felicidad para sus ciudadanos porque él mismo, encapsulado en su obsesión por el poder, se autodestruye al tiempo que lo destruye todo. Todo en él deriva en una especie de “autofagia espiritual” (con efectos materiales, por supuesto), como diría Gabriel Marcel.
Yo no sé de política, pero como venezolana pienso en mi país como tantos otros y me parece ver lo siguiente: si la anormalidad que nos parece subyacer como un misterio en esa “racionalidad” que advertimos está afectada por el corazón, es también en ese centro donde debe repararse la fractura si vamos a procurar algún tipo de transición. Si el quiebre está en ese centro de unidad (de integración) que confiere sentido a la historia (a las vidas), desatenderlo podría conducirnos a uno de esos extremos probables impregnados de nihilismo: un orden rígido que asfixie (una dictadura más feroz que pretenda acabar con el desorden) o una anarquía que derive en una disolución grave y en un caos más profundo.
Una eventual transición debe contemplar una sincera atención a nuestro corazón. Y lo que digo no es poesía. Evidentemente no es el modo convencional de ofrecer una solución política, pero esta es la manera en que puedo explicar lo que veo. Al final, somos seres humanos y hay sociedad porque hay hombres. Por eso pienso que san Agustín podría iluminar las mentes de quienes sí saben de política y serían eventualmente los responsables de un cambio en el país.
Sus dos ciudades, la de Dios y la terrena, se han interpretado muchas veces de un modo erróneo. La primera no puede identificarse literalmente con la Iglesia, así como la segunda tampoco se identifica con el Estado. Ambas ciudades, fundadas por dos amores, son “místicas”, pues anidan en los corazones humanos que van de camino hacia la eternidad. Se entiende así que un no bautizado o un preso en la cárcel puedan estar más cerca de Dios si sus intenciones son más puras, que un cristiano o un hombre en apariencia “justo”, pero de corazón perverso, cuyos intereses (amores) se orienten a la avaricia de bienes pasajeros, a satisfacciones efímeras y a la destrucción del prójimo.
Agustín intenta transmitir que, en esta vida, el trigo se confunde con la paja. Ningún hombre es absolutamente bueno ni absolutamente malo. Es cierto que hay corazones endurecidos y otros muy nobles, pero las malas tendencias se anidan en todos los seres humanos; por eso la lucha es ante todo interior, pues es allí, en la intimidad, donde ambas ciudades se confunden. La decisión de esmerarse por tender a una de las dos es una especie de alianza entre la conciencia y su amor al bien y la verdad. Algo que en su total transparencia solo ve Dios y que en lo relativo a la intimidad de los demás, desconocemos en profundidad.
Salvando todas las distancias, Viktor Frankl dice algo parecido en su libro El hombre en busca de sentido. Su experiencia del mal en un campo de concentración, le llevó a descubrir que esas dos ciudades agustinianas (analogía que hago yo) están efectivamente mezcladas en esta vida, pues aunque por fuera veamos un objetivo cúmulo de situaciones injustas concentradas en un grupo humano (en este caso, los nazis), en el interior de las conciencias camina paralelamente otra historia que no nos resulta de modo inmediato evidente. En el campo vio sufrir a mucha gente, pero un dolor añadido fue ver las mezquindades de algunos de sus hermanos judíos que hacían lo que fuera con tal de salvar su pellejo. Algo no esperado fue haber experimentado comprensión y manifestaciones de bondad por parte de algunos soldados nazis, a quienes protegió junto con otros compañeros, para responder por ellos ante la llegada de los aliados.
Comprender que la bondad y la maldad humana no califican de modo absoluto a ninguna de las partes implicadas en un conflicto es difícil, pues a veces es patente la ineficacia intrínseca (una anormalidad impregnada de nihilismo) en uno de los grupos implicados, a la que se debe poner fin por el bien de todos.
Lo que intento decir es que en medio de tanta gente debe haber algunos, tal vez atrapados en su conciencia, fundamentalmente entre los militares, que vean, con una racionalidad “normal”, que la actual metáfora del país es un avión que se viene abajo con el oro de una tierra de gracia que parece haber sido violada por el demonio.
No habrá verdadera paz, sin embargo, sin justicia, porque el amor “se devalúa” sin esta última, como escuché decir a alguien. Tampoco hay verdadera justicia sin perdón, porque también es cierto que “la letra mata y el espíritu vivifica”.
Como todo es bastante complejo y precisamente porque no vemos mucho de lo que ocurre en los diversos ambientes ni en la intimidad de tantas conciencias, pienso que nos ayudaría pedir a la Virgen de Coromoto lo mismo que le pidió Juan Pablo II en 1985 en ese acto en que ofreció a su persona a todos los hijos de esta tierra: “ilumina los destinos de Venezuela”, porque somos simples hombres tratando de resolver grandes problemas.
Ofelia Avella
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