Históricamente los grandes cambios que se han escenificado en Venezuela, por no decir en el mundo, se han materializado como consecuencia de una unificación de fuerzas políticas y sociales desplegadas con suprema inteligencia y habilidad. Pese a que esos fueron los rasgos dominantes en Angostura (1819), donde se forjó la doctrina y práctica de la emancipación conducida por el Libertador, me atrevería a decir que la más depurada expresión de un movimiento unitario exitoso fue la encarnada por la Junta Patriótica (1957) y el Pacto de Nueva York, firmado por los grandes líderes Rómulo Betancourt, Jóvito Villalba y Rafael Caldera, el 20 de enero de 1958.
La JP integró los cuatro partidos que habían sobrevivido a la feroz dictadura militar: URD (Fabricio Ojeda), AD (Silvestre Ortiz Bucarán), PCV (Guillermo García Ponce) y COPEI (Enrique Aristeguieta Gramcko). Desde Nueva York la unidad fue perfecta y eficaz, los líderes que se habían enfrentado, a ratos, con ferocidad, se dieron la mano de cara a la comunidad democrática internacional.
Demostraron así que no guardaban, entre ellos, vestigios de acrimonia o reservas de ningún tipo. Esa unidad material y espiritual fue como la palanca que pedía Arquímedes para mover el mundo y, efectivamente, la palanca de Nueva York movió al mundo.
En Venezuela, los cuatro partidos que se habían desgarrado por rivalidades y pugnas desconcertantes, por iniciativa de Alberto Carnevali, un brillante merideño de AD, iniciaron el restañamiento de las heridas y la más sorprendentemente fraterna unidad que pueda concebirse. Por desgracia la dictadura detuvo a Carnevali y, según se dijo, lo dejó morir en la cárcel. En su honor, Betancourt dijo que se había llevado a la tumba su gran secreto de estadista y estratega revolucionario.
Para evidenciar su sincera disposición unitaria, el ilustre merideño propuso a Pompeyo Márquez, lo que Márquez y los demás presentes jamás hubieran imaginado, que fuera Pompeyo el encargado de presentar el boceto del primer manifiesto de la unidad nacional.
La unidad nacía en medio de una danza de gestos afectuosos, sin intercambiar recibos de cuentas por cobrar y bajo la encendida convicción que el anuncio del encuentro de las organizaciones de la resistencia, en medio de un espíritu de fraternidad, sin zancadillas, descalificaciones mediocres y haciendo gala de una solidaria nueva relación que cristalizará el 23 de enero de 1958 con la clamorosa victoria de la unidad democrática. Mientras el movimiento se limitara a ser una suma material de factores los avances serían bastante limitados, pero cuando aquel sentimiento tocó el alma de los rudos combatientes, se convirtió en una fuerza volcánica sin otro destino que triunfar.
En el oficialismo el deterioro abría su marcha y la pregonada unidad opositora, sin esguinces, sin cartas escondidas y exhibiendo una amistad profunda, incidió sobre los estremecidos cimientos de la dictadura. No puedo olvidar que poco antes de ser encarcelado y maltratado por feroces torturadores, las organizaciones de la Junta Patriótica y el Frente Universitario actuábamos como los mosqueteros de Dumas (padre), ¡Uno para todos y todos para uno! Recuerdo, específicamente, que distribuimos una carta del joven líder de Copei, Luis Herrera Campins, titulada Frente a 1958, y lo hicimos con la misma emoción de nuestros compañeros copeyanos, en la misma tónica, las otras organizaciones del Frente Universitario, JCV y Vanguardia Urredista.
Nadie halaba la brasa para su sardina porque estábamos bajo una guía superior: la libertad, la democratización y la prosperidad de Venezuela.
Otra esencial lección emanada de esa épica fue que la unidad está destinada a crecer o, en su defecto, a estancarse y desaparecer. En función de la necesidad de crecer, centramos la dirección de la política contra un objetivo visible y comprensible. Tres figuras dominantes sostenían el edificio de la dictadura, Marcos Pérez Jiménez, Laureano Vallenilla Planchart y Pedro Estrada Albornoz, es decir, solo un militar y dos civiles. Pedíamos, en forma infatigable, la salida de ese trío y llamábamos a militares y civiles a unirse a la libertad de Venezuela.
Mano tendida hacia todos ellos, no importa las posiciones que hubiesen ocupados bajo la dictadura, siempre que estuviesen dispuestos a salvar la Patria. Luchábamos por la unidad nacional, que no cierra puertas sino que las abre.
Sin odios, con amplio sentido de reunificación, sin destrozarnos en la guerra. Nadie tenía que renegar de nada, porque todos tenían mandatos superiores emanados de la Constitución, incluso la de Pérez Jiménez. No alentábamos derramamientos de sangre, aunque estábamos dispuestos a verter la nuestra en favor de tan luminosa causa.
Como si estuviera escrito en el cielo, al mitigar los odios recíprocos, se abrieron los caminos hacia la negociación y los acuerdos de paz. El 1º de enero, los propios militares se pronunciaron atraídos por esas robustas consignas. No había células políticas entre ellos, simplemente habían comprendido que la diversidad política era la garantía para el pluralismo democrático y la alternabilidad en el mando. Decíamos también que la intransigencia era un mecanismo perverso y los venezolanos, que tan firmemente se unieron para fundar su República, tendrían que volver a hacerlo.
Es insólito que Venezuela, después de sus grandes momentos de prosperidad, creatividad, generosidad y solidaridad con los condenados de la tierra, haya sido reducida a una miseria avasallante, sin libertad y en acelerado deterioro en el más amplio y pleno sentido. Torino Capital, la Encovi y Fedecámaras coinciden al definir los perfiles de nuestra desgracia, lo que resalta la urgencia de la unidad nacional sin perseguidos ni perseguidores.
Se trata, pues, de alcanzar juntos las condiciones de transparencia para una solución política-electoral. Así como estamos obligados a devolver los derechos a los ciudadanos, es preciso que asuman la responsabilidad de su propio destino utilizando las mejores experiencias del pasado.
Américo Martín
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