martes, 5 de enero de 2021

LINDA D'AMBROSIO, LA TAPA DE LA BARRIGA

Mi abuela, Rosario, ha sido un referente favorito a lo largo de mi vida. Estupenda dueña de casa, era además una señora refinada y culta, en torno a la cual gravitaba multitud de personajes. Se graduó de normalista alrededor de 1915, cuando no era común que las mujeres estudiaran, y hablaba con fluidez al menos tres idiomas. 

Era una persona discretísima, que no sentía la necesidad de comunicar continuamente sus opiniones. Por ello, precisamente, despertaba gran interés cuando expresaba su punto de vista, cosa que no era frecuente. En esas ocasiones, sus palabras cobraban el peso de sentencias, normalmente asistidas por la razón, y ponían en luz una inteligencia privilegiada. 

No le era ajena, sin embargo, la cultura popular, y, así como comprendía perfectamente el papiamento (se había educado en un internado holandés en Curazao), estaba permeada por las más gráficas expresiones de la maracuchidad, que afluían inesperadamente a su boca para refrendar algunos de sus juicios. Fue así como escuché por primera vez la expresión “hablar por la tapa de la barriga”. 

Infinidad de imágenes acudía a mi mente. ¿Cómo sería aquello de hablar por la tapa de la barriga? ¿Tendría algo que ver con la ventriloquía, arte que yo conocía gracias a la para entonces popular Maricarmen y sus muñecos? 

Hoy, inmersa en la segunda mitad de mi vida, percibo con mayor contundencia la carga expresiva de la frase: hablar por la tapa de la barriga tiene que ver con hablar sin que las palabras te pasen por la cabeza. Y traigo esta frase a colación, porque me maravilla la seguridad con la que algunas personas, pretendidamente brillantes, hacen afirmaciones que, además, llevan implícita una descalificación del punto de vista de los otros. Basta darse un paseo por esa miniexpresión del mundo que es el Facebook para comprobar a lo que quiero referirme. 

Toda persona, con un mediano coeficiente intelectual, es capaz de hilar ciertas premisas y de arribar a conclusiones lógicas. El asunto es que esas conclusiones no están necesariamente reñidas con otras, emanadas de otras cabezas que tienen otras historias. Es simple: a veces se nos escapan variables que inciden en una situación y que, al incorporarlas, cambian sustancialmente la comprensión de la misma. Es por eso que tenemos que juzgar con la conciencia de que nuestro parecer es apenas una aproximación a la realidad, susceptible de sufrir modificaciones, a) porque es incompleto, pues siempre hay factores que no están incluidos en nuestro juicio; y b) porque la realidad en sí misma es cambiante. 

Eso, en lenguaje común, se llama prudencia y humildad: estar abiertos a que nuestro punto de vista se pueda ver enriquecido por los factores que incorporen otras personas. Se llama, asimismo, respeto, cuando se trata de las preferencias o las elecciones del otro, porque nada es gratuito: todo comportamiento tiene una razón de ser, que quizá no conozcamos, derivada de otros aprendizajes y otra historia personal. 

Por eso, independientemente de lo razonable de su contenido, toda aseveración que se realice en un tono incuestionable pierde validez para mí. Es sospechosa, además, toda actitud que intente “ganarle” al otro. Cuando buscamos entender, no es importante tener la razón: se agradece cada aporte que nos ponga sobre la pista de qué es en realidad lo que está ocurriendo. Finalmente, es presuntuoso asumir que podemos dar lecciones a los demás. 

No transijo con la arrogancia que, lejos hacernos más iguales, más bondadosos, más humanos, nos conduce a machacar al otro en un alarde de competitividad, revelando rigidez mental y poca empatía. 

Linda D´ambrosio 
linda.dambrosiom@gmail.com 
@ldambrosiom
@ElUniversal 
España-Venezuela

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