Era
una persona discretísima, que no sentía la necesidad de comunicar continuamente
sus opiniones. Por ello, precisamente, despertaba gran interés cuando expresaba
su punto de vista, cosa que no era frecuente. En esas ocasiones, sus palabras
cobraban el peso de sentencias, normalmente asistidas por la razón, y ponían en
luz una inteligencia privilegiada.
No
le era ajena, sin embargo, la cultura popular, y, así como comprendía
perfectamente el papiamento (se había educado en un internado holandés en
Curazao), estaba permeada por las más gráficas expresiones de la maracuchidad,
que afluían inesperadamente a su boca para refrendar algunos de sus juicios.
Fue así como escuché por primera vez la expresión “hablar por la tapa de la
barriga”.
Infinidad
de imágenes acudía a mi mente. ¿Cómo sería aquello de hablar por la tapa de la
barriga? ¿Tendría algo que ver con la ventriloquía, arte que yo conocía gracias
a la para entonces popular Maricarmen y sus muñecos?
Hoy,
inmersa en la segunda mitad de mi vida, percibo con mayor contundencia la carga
expresiva de la frase: hablar por la tapa de la barriga tiene que ver con
hablar sin que las palabras te pasen por la cabeza. Y traigo esta frase a
colación, porque me maravilla la seguridad con la que algunas personas,
pretendidamente brillantes, hacen afirmaciones que, además, llevan implícita
una descalificación del punto de vista de los otros. Basta darse un paseo por
esa miniexpresión del mundo que es el Facebook para comprobar a lo que quiero
referirme.
Toda
persona, con un mediano coeficiente intelectual, es capaz de hilar ciertas
premisas y de arribar a conclusiones lógicas. El asunto es que esas
conclusiones no están necesariamente reñidas con otras, emanadas de otras
cabezas que tienen otras historias. Es simple: a veces se nos escapan variables
que inciden en una situación y que, al incorporarlas, cambian sustancialmente
la comprensión de la misma. Es por eso que tenemos que juzgar con la conciencia
de que nuestro parecer es apenas una aproximación a la realidad, susceptible de
sufrir modificaciones, a) porque es incompleto, pues siempre hay factores que
no están incluidos en nuestro juicio; y b) porque la realidad en sí misma es
cambiante.
Eso,
en lenguaje común, se llama prudencia y humildad: estar abiertos a que nuestro
punto de vista se pueda ver enriquecido por los factores que incorporen otras
personas. Se llama, asimismo, respeto, cuando se trata de las preferencias o
las elecciones del otro, porque nada es gratuito: todo comportamiento tiene una
razón de ser, que quizá no conozcamos, derivada de otros aprendizajes y otra
historia personal.
Por
eso, independientemente de lo razonable de su contenido, toda aseveración que
se realice en un tono incuestionable pierde validez para mí. Es sospechosa,
además, toda actitud que intente “ganarle” al otro. Cuando buscamos entender,
no es importante tener la razón: se agradece cada aporte que nos ponga sobre la
pista de qué es en realidad lo que está ocurriendo. Finalmente, es presuntuoso
asumir que podemos dar lecciones a los demás.
No
transijo con la arrogancia que, lejos hacernos más iguales, más bondadosos, más
humanos, nos conduce a machacar al otro en un alarde de competitividad,
revelando rigidez mental y poca empatía.
No hay comentarios:
Publicar un comentario