Los casos de Cuba, Corea del norte, Siria, Libia o
Irán ya resultan emblemáticos. A contrapelo de lo esperado, son regímenes que
sorteando la restricción impuesta por EEUU, UE y ONU hacen gala de
anti-fragilidad, mantienen niveles de represión altos y no emiten señales de
liberalización política. Igual ocurre con Bielorrusia, donde un Lukashenko
cercado por la UE sigue amenazando con “romper el cuello” a los
desestabilizadores. La creación y vigorización de redes de cooperación entre
gobiernos autoritarios, además, aparece acá como otra ingrata faceta del
autogol.
La investigación académica, de hecho, abunda en
hallazgos relevantes al respecto. Wood (2008), Peksen y Drury (2010), observan
que los países autoritarios se vuelven menos democráticos cuando son objeto de
sanciones. Y que, en respuesta a ellas, los gobiernos optan invariablemente por
recrudecer la represión y la cooptación de la disidencia.
En atención a esos datos y dada la mencionada
restricción del menú diplomático, se insiste en barajar otros enfoques. Ante la
necesidad de buscarle la vuelta “virtuosa” a estas políticas de intervención de
procesos foráneos, las sanciones “inteligentes”, selectivas, tienden a verse
como mejor alternativa que las dramáticas sanciones sectoriales, por ejemplo.
Otros, como Eric Farnsworth, indican que usadas como medio para lograr reformas
puntuales y objetivos alcanzables y no como fin en sí mismas, no como
estrategia para forzar rupturas -esto es, lo opuesto al plan de “máxima
presión” de Trump para Venezuela- pudiesen arrojar algunos saldos
aprovechables.
En el caso venezolano, no obstante, nada indica
todavía que la mala reputación de las sanciones pueda ser conjurada. Tampoco
hay indicios de que estas operaciones hayan reagrupado y fortalecido al anémico
campo democrático, cada vez con menos pertrechos para plantear exigencias. O
que hayan optimizado las gestiones de OEA, Estados Unidos, la UE, el Grupo de
Lima, el Grupo Internacional de Contacto, la ONU o el Vaticano para evitar el
atornillamiento del gobierno madurista.
Sin entrar a sopesar la potencialidad -aún no
evidente- del incentivo democratizador asociado a sanciones, conviene recordar
nuevamente algunas experiencias que dan fe de esa esquiva, casi inasible
intervención virtuosa. Que orientarían, por cierto, a ese buen deseo que acá
deambula dando palos de ciego. Es el caso de la Centroamérica de los años 80,
cuando descuellan las diligencias de Contadora a favor de la resolución de
conflictos en una región asolada por la violencia.
En tiempos marcados por las tensiones de la Guerra
Fría, lo primero fue separar la paja del grano. Preconcepciones en torno al
abordaje de conflictos como el nicaragüense (visto por EEUU como mera expansión
local del conflicto Este-Oeste) fueron puestas a un lado. El intento por
reconocer la identidad, posiciones e intereses de las partes involucradas, de
interceptar la escalada gracias a una mediación que no robase protagonismo a
los actores internos, fue crucial. También lo fue comprender que era necesario
impactar condiciones socio-económicas que sólo fomentaban el éxodo caótico y
los flujos de refugiados. Más posibilismo y menos épica, en fin. Una
aproximación respetuosa que contribuyó a reducir actitudes defensivas, restó
fuelle a la relación agónica, allanó obstáculos que antes anularon el alcance de
otras iniciativas.
Las negociaciones confiadas por ONU a países
latinoamericanos (y que no excluían la cooperación de otros Estados) fueron una
innovación diplomática en su momento. En 1983, los cancilleres de México,
Colombia, Panamá y Venezuela llegan a un acuerdo sobre la necesidad de explorar
“posibles nuevas acciones” compatibles con principios de no injerencia, y de
eliminar a “los factores externos” que agudizaban los conflictos en la región.
La multilateralidad fue esgrimida con tenacidad, empatía
y prudencia. El mecanismo sentó bases para la paz y la democratización que
coronan con el Acuerdo de Esquipulas; influyó en la moderación de posturas
duras como la de Ortega en Nicaragua, o en la contención de la agresiva
política de intervención que el gobierno norteamericano desplegaba con su
sostén a la “Contra”.
La preocupación que entonces movió a los artífices de
Contadora se conecta con esta sospecha de que la ayuda externa, torpe e
inoportunamente administrada, agravaría las dolencias políticas que pretende
remediar. Y que, por contraste, un abordaje orientado a evitar
atrincheramientos de los extremos anti-democráticos y debilitar su influjo,
sería más útil a la hora de deshacer un apretado nudo como el venezolano.
Lo ideal, por supuesto, es que la acción interna ofrezca una base de trabajo a los aliados. Que la oposición, en lugar de ceder a la molienda del locus de control externo, procure identificar el método que garantice y promueva la anhelada acumulación de fuerzas, la rehabilitación de la autonomía perdida.
Eso no se logrará si la tentación
abstencionista reaparece para agusanar renovados impulsos. Entonces, si se
quiere ayudar a Venezuela, la “phronesis” será necesaria, esa sabiduría
práctica que convoque a todos los actores. Habrá que poner redoblada atención a
las nuevas realidades y expectativas, y facilitar caminos -no llenarlos de
minas- para que los pequeños o grandes avances sean posibles.
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