domingo, 28 de febrero de 2021

MIBELIS ACEVEDO DONÍS, MÁS POSIBILISMO, MENOS ÉPICA

La discusión sobre la pertinencia de las sanciones internacionales y sus inciertos aportes a favor de la democratización de países atenazados por el autoritarismo, vuelve a ocupar nuestra atención. Sabiendo que las vapuleadas oposiciones a estos regímenes podrían beneficiarse de una idónea, efectiva presión diplomática, no pocas veces los resultados de tales políticas acaban generando desazón. En especial cuando, lejos de solucionar problemas, parecieran sumar inopinados peñones al camino del cambio político. 

Los casos de Cuba, Corea del norte, Siria, Libia o Irán ya resultan emblemáticos. A contrapelo de lo esperado, son regímenes que sorteando la restricción impuesta por EEUU, UE y ONU hacen gala de anti-fragilidad, mantienen niveles de represión altos y no emiten señales de liberalización política. Igual ocurre con Bielorrusia, donde un Lukashenko cercado por la UE sigue amenazando con “romper el cuello” a los desestabilizadores. La creación y vigorización de redes de cooperación entre gobiernos autoritarios, además, aparece acá como otra ingrata faceta del autogol. 

La investigación académica, de hecho, abunda en hallazgos relevantes al respecto. Wood (2008), Peksen y Drury (2010), observan que los países autoritarios se vuelven menos democráticos cuando son objeto de sanciones. Y que, en respuesta a ellas, los gobiernos optan invariablemente por recrudecer la represión y la cooptación de la disidencia. 

En atención a esos datos y dada la mencionada restricción del menú diplomático, se insiste en barajar otros enfoques. Ante la necesidad de buscarle la vuelta “virtuosa” a estas políticas de intervención de procesos foráneos, las sanciones “inteligentes”, selectivas, tienden a verse como mejor alternativa que las dramáticas sanciones sectoriales, por ejemplo. Otros, como Eric Farnsworth, indican que usadas como medio para lograr reformas puntuales y objetivos alcanzables y no como fin en sí mismas, no como estrategia para forzar rupturas -esto es, lo opuesto al plan de “máxima presión” de Trump para Venezuela- pudiesen arrojar algunos saldos aprovechables. 

En el caso venezolano, no obstante, nada indica todavía que la mala reputación de las sanciones pueda ser conjurada. Tampoco hay indicios de que estas operaciones hayan reagrupado y fortalecido al anémico campo democrático, cada vez con menos pertrechos para plantear exigencias. O que hayan optimizado las gestiones de OEA, Estados Unidos, la UE, el Grupo de Lima, el Grupo Internacional de Contacto, la ONU o el Vaticano para evitar el atornillamiento del gobierno madurista. 

Sin entrar a sopesar la potencialidad -aún no evidente- del incentivo democratizador asociado a sanciones, conviene recordar nuevamente algunas experiencias que dan fe de esa esquiva, casi inasible intervención virtuosa. Que orientarían, por cierto, a ese buen deseo que acá deambula dando palos de ciego. Es el caso de la Centroamérica de los años 80, cuando descuellan las diligencias de Contadora a favor de la resolución de conflictos en una región asolada por la violencia. 

En tiempos marcados por las tensiones de la Guerra Fría, lo primero fue separar la paja del grano. Preconcepciones en torno al abordaje de conflictos como el nicaragüense (visto por EEUU como mera expansión local del conflicto Este-Oeste) fueron puestas a un lado. El intento por reconocer la identidad, posiciones e intereses de las partes involucradas, de interceptar la escalada gracias a una mediación que no robase protagonismo a los actores internos, fue crucial. También lo fue comprender que era necesario impactar condiciones socio-económicas que sólo fomentaban el éxodo caótico y los flujos de refugiados. Más posibilismo y menos épica, en fin. Una aproximación respetuosa que contribuyó a reducir actitudes defensivas, restó fuelle a la relación agónica, allanó obstáculos que antes anularon el alcance de otras iniciativas. 

Las negociaciones confiadas por ONU a países latinoamericanos (y que no excluían la cooperación de otros Estados) fueron una innovación diplomática en su momento. En 1983, los cancilleres de México, Colombia, Panamá y Venezuela llegan a un acuerdo sobre la necesidad de explorar “posibles nuevas acciones” compatibles con principios de no injerencia, y de eliminar a “los factores externos” que agudizaban los conflictos en la región. 

La multilateralidad fue esgrimida con tenacidad, empatía y prudencia. El mecanismo sentó bases para la paz y la democratización que coronan con el Acuerdo de Esquipulas; influyó en la moderación de posturas duras como la de Ortega en Nicaragua, o en la contención de la agresiva política de intervención que el gobierno norteamericano desplegaba con su sostén a la “Contra”. 

La preocupación que entonces movió a los artífices de Contadora se conecta con esta sospecha de que la ayuda externa, torpe e inoportunamente administrada, agravaría las dolencias políticas que pretende remediar. Y que, por contraste, un abordaje orientado a evitar atrincheramientos de los extremos anti-democráticos y debilitar su influjo, sería más útil a la hora de deshacer un apretado nudo como el venezolano. 

Lo ideal, por supuesto, es que la acción interna ofrezca una base de trabajo a los aliados. Que la oposición, en lugar de ceder a la molienda del locus de control externo, procure identificar el método que garantice y promueva la anhelada acumulación de fuerzas, la rehabilitación de la autonomía perdida. 

Eso no se logrará si la tentación abstencionista reaparece para agusanar renovados impulsos. Entonces, si se quiere ayudar a Venezuela, la “phronesis” será necesaria, esa sabiduría práctica que convoque a todos los actores. Habrá que poner redoblada atención a las nuevas realidades y expectativas, y facilitar caminos -no llenarlos de minas- para que los pequeños o grandes avances sean posibles.

Mibelis Acevedo D.
mibelis@hotmail.com
@Mibelis
@ElUniversal

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