“A López se
le conoce por el lema “Calma y Cordura”, decía en entrevista reciente la
doctora Mercedes López de Blanco, hija del presidente Eleazar López Contreras.
“Pero yo lo recuerdo por su frase favorita: no hay talento que sustituya al
sentido común”. En tiempos como los que corren, tan marcados por el apego al
error, la perplejidad, el miedo de toda índole, los ecos de aquella frase
resultan especialmente relevantes. Esa capacidad natural para juzgar de modo
razonable lo que ocurre y aplicar métodos que funcionan; eso que,
inmerecidamente, algunos reducen (lo denunció un polemista Voltaire) a “razón
tosca, sin pulir, primera noción de las cosas ordinarias”, ha terminado siendo
un bien esquivo, casi exótico entre venezolanos. El sentido común del cual
deberíamos valernos -según sugería el piloto de la transición postgomecista-
para no cometer disparates, se subestima como brújula a la hora de elegir
ciertas rutas y descartar otras.
No poco se
ha disertado sobre la utilidad de tal brújula, sin embargo. A pesar de la
tensión que a menudo interpuso el propio pensamiento filosófico, a pesar del
prejuicio que malea en buena medida la percepción de lo político, no en balde
el sentido común ha bailado a lo largo de la historia junto a cualidades como
la “phronesis”, el “bon sens”, la “prudentia”, el “comnon sense”, el
“Urteilskraft”. Discernimiento, buen juicio, talento discursivo, comprensión
imaginativa, sabiduría práctica, para más señas. Atributos que, vigorizados por
el mundo de la experiencia, se oponen al descarrío de la sensatez.
Sobre el
“Koine aisthesis” dice Aristóteles que es el primero de los “sentidos internos”:
una función del conocimiento sensible que al asociar la información que aporta
el resto de los sentidos, permite distinguir lo verdadero de lo falso, lo bueno
de lo malo, lo cauto de lo absurdo. Del Sensus Communis hablaron también los
romanos, aludiendo con ello a la humildad, la sensibilidad, la disposición para
captar lo justo y sublime. Un valor social que, anudado a las costumbres,
habilitaría eficazmente la convivencia.
Tomás de
Aquino, por su parte, distingue allí una verdad intuitiva a la que se
inclinaría la naturaleza racional de todo hombre. Vico, a su vez, propone una
visión de la Historia llevada por un criterio universal de validez, esa
“sabiduría vulgar de los pueblos" que regula la necesaria “concordancia de
las mismas cosas humanas”; un sentido que funda la comunidad. La perspectiva de
Henri-Louis Bergson apunta a una consciencia inmediata, a noción de la materia,
una “facultad para orientarse en la vida práctica”. Todo ello borda, en fin,
provechosa pista para entender el impacto del sentido común en la esfera
pública.
¿Y a qué
remite el sentido común en la política? El enfoque de Arendt, su concepto sobre
mentalidad extendida, es pródigo al respecto. A este se vincula la capacidad de
imaginarse en el lugar del otro, aceptar la diferencia, gestionar la ruptura
que existe entre el “yo” y los otros, trascender el interés privado para
zambullirse en el nosotros. Esa base de realidad compartida destinada a generar
cierta lógica fundada en vivencias comunes, funge de referente para la auto-interpelación
implícita en la deliberación, lo que a su vez “nos permite juzgar como
espectadores” comprometidos desde nuestra experiencia. Arendt tilda de “locura”
prescindir del sentido común, ese producto de la intersubjetividad que, al
aportar elementos de comparación, sirve de base para que los ciudadanos
juzguen, deliberen, decidan correctamente y actúen. Su pérdida, advierte,
conduciría a la banalidad que abre puertas a la invalidación de la conciencia,
al aislamiento, a la imposibilidad de generar lazos políticos.
Entonces,
avivar ese “buen sentido” que, según Descartes, es la facultad mejor repartida
en el mundo, supone también luchar contra el solipsismo que impide percibir a
los demás, que no sabe sino licuar la diferencia en una uniformidad caníbal.
Dicha perspectiva gana peso si se considera que la pandemia amenaza con
acentuar la desintegración con la que la sociedad venezolana lidia desde hace
rato. Invocar esa base de conocimiento y valores tendiente a construir espacios
de comunidad humana, es más que una simple rogativa para un país sumido en la
incertidumbre, abandonado a su suerte. En medio de este tenaz no-saber,
cultivar nexos se vuelve forzoso. Rehabilitar el carácter “commonsensical” de
la política -y que hoy lleva, por ejemplo, a promover acuerdos para la
concreción de planes de vacunación masiva- es apremio para atender armados no
de furia, sino de prudencia.
Sí: ante el
dilema práctico, lo deseable será contar con sensibilidades capaces de sacar
provecho al ojo, al oído, al tacto, al olfato aguzado por el peligro que nos
pone entre la espada y la pared. Un don “perfectamente corriente, empírico y
casi estético” que Isaiah Berlin asocia al juicio político, y cuya virtuosa
emergencia antes ha permitido que la humanidad salga más o menos entera de sus
tremebundos atascos.
Mibelis Acevedo D.
mibelis@hotmail.com
@Mibelis
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Venezuela
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