Era esta la
sabiduría robada al pueblo cubano mientras eran encarcelados, como mi suegro,
torturados y asesinados miles y miles de anónimos seres humanos durante la fase
de implantación del socialismo en la isla antillana.
Mi suegro fue
a dar con sus huesos hasta una de las tantas mazmorras del régimen castrista
por ser técnico calificado y, además, por trabajar en una trasnacional
‘yanqui’; era a ojos revolucionarios un enemigo, un potencial traidor a la
revolución. Mi suegra debía visitarlo diariamente, para llevarle la comida y
con esa excusa, pedía le entregaran la ropa sucia y dejaba una nueva, así se
aseguraba de que su esposo estuviera vivo. –Yo escuchaba de noche los quejidos
–me comentaba-, los llantos de mis amigos a quienes torturaban. –Todas las
noches había fusilamientos o ‘teatro’ de ajusticiamiento. –Te sacaban del
calabozo, junto con otros, te llevaban al paredón. -Te ponían al frente unos
milicianos quienes apuntaban, luego daban la orden y disparaban; tú seguías de
pie mientras veías a tu lado caer, uno o el otro, y tenías que pasar por sobre
los cadáveres. –Así se vivía en las prisiones castristas. -Pero mi ideología,
mi política, mi única pasión era jugar béisbol.
Les tocó,
luego de varios años, salir de la isla y refugiarse, primero en España y
después en Venezuela. A mediados de los años 60 el país era el refugio de miles
de familias cubanas que habían salido sin otro propósito que salvar sus vidas.
Mi suegro encontró la solidaridad anhelada y con su esfuerzo logró levantar de
nuevo su familia y vivir dignamente. Sin embargo, hasta el último aliento,
nombró diariamente a su Cuba y su cubanía en todo momento y cualquier
circunstancia. Bien en chistes, comentarios, anécdotas, siempre había un
pretexto en su hogar para que Cuba y lo cubano estuvieran presentes.
Aprendí a
celebrar la navidad incorporando a la festividad la gastronomía antillana, con
el suculento pernil a lo cubano, mojo, yuca, congris en el centro como un
espectáculo, mientras las conversaciones de sobremesa acentuaban el anhelo por
aquello tan lejano y presente en la memoria de los días. Después de más de 50
años en Venezuela, con mi suegra que también murió esperando ver libre a su
tierra, la familia se vuelve a distanciar, unos en Australia, otros en
Argentina, en México. A ellos, sumamos ahora los nuestros; en Uruguay y
Argentina.
Nosotros
encerrados doblemente, por la pandemia y por la casi imposible salida –o huida-
del territorio ocupado por bandas y pandilleros, donde apenas podemos circular
no más de 50 kilómetros a la redonda, sea por falta de combustible, sea por
carecer de salvoconducto para pasar de una región a otra, sea por falta de
dinero, sea por el peligro de las vías.
En la práctica
somos prisioneros en un extenso campo de concentración donde nos
malacostumbramos a sobrevivir en el país de la escasez, aprendiendo a ser
corruptos, aprovechando las malas maneras de eso llamado ‘vivir un día a la
vez’, en la fragilidad de la incertidumbre, en lo quebradizo del juego de la
oferta y la demanda, fortaleciendo la mirada que se endurece de ver tanto dolor
en nuestro semejante. Inventando momentos de distracción para no enloquecer de
tedio y aburrimiento.
Vivir en
socialismo es estar instalado en el puro infiernogris, en el mero centro del
dolor permanente. Vivir en socialismo es aprender todas las malas mañas para
sobrevivir, pero sabes que no saldrás completamente ileso de semejante
experiencia. Quedan trazas, huellas, pedazos de escombros, como siempre los
observé en la mirada de mi suegro, de queja silenciosa, de humor negro, de
sentimiento de soledad que no se podrá olvidar. Queda en la piel la amargura
del dolor, sea ajeno o personal, pero dolor al fin que se cuela entre las
manos.
Pienso en la
diáspora venezolana, huida por el mundo, regada en los cuatro puntos
cardinales. Unos mejores que otros. Otros más quebrados, otros pegando sus
historias, completando la carne, la sangre y los recuerdos para saberse
humanos, y volver a sentir eso que llaman amor, deseos de estar vivos, sentir
el sol en la frente. Saber que todos los días son diferentes y que cada uno de
ellos tiene un nombre. Aquí, en el socialismo venezolano o cubano, todos los
días son exactamente iguales. Yo los llamo domingos. Antes les decía ‘miércoles
de humillación’ por tener que madrugar y hacer las kilométricas colas para
comprar pollo o azúcar o arroz.
Creo que
moriré como mi suegro, lejos de la libertad. Él, doblemente perseguido por el
fantasma del socialismo, yo, prisionero en un espacio llamado país que
desconozco. Ambos grises, escasos en todo, igualmente corrompidos en sus
estructuras institucionales, copados por las sanguijuelas de oportunistas,
pillos y dirigentes obscenos, inmorales y crueles. Sadismo caribeño, puro y
duro.
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