“No es el despotismo militar el que puede instaurar la felicidad de un pueblo (…) un soldado feliz no tiene ningún derecho para mandar a su patria”. Simón Bolívar, año 1814.
Hugo Chávez se hace presente en el escenario histórico venezolano con el expreso propósito de restaurar para la corporación militar el control del poder político nacional, interrumpido en 1958, cuando fue derrocada la dictadura presidida por el general del ejército, Marcos Pérez Jiménez. Para este último año los gobiernos militares en nuestro país sumaban, desde 1830 cuando se inicia la historia republicana de nuestro país, unos 112 años. El poco tiempo restante de apenas 16 años fueron de gobiernos civiles, con la advertencia de que estos últimos se resintieron de las respectivas intentonas golpistas lideradas por militares.
Chávez entronca así con una línea de continuidad histórica que arranca con José Antonio Páez, continúa con José Tadeo Monagas, Julián Castro, Antonio Guzmán Blanco, Joaquín Crespo, Cipriano Castro, Juan Vicente Gómez, Marcos Pérez Jiménez y culmina con el teniente coronel barinés. Todos estos fueron hombres provenientes del estamento militar, caudillos uniformados con pistola al cinto que se apropiaron del gobierno nacional basados en la creencia de que Venezuela debía ser administrada y dirigida por hombres pertenecientes al sector militar. Y todo porque tales uniformados han creído, y han hecho creer a los venezolanos, que son ellos los legítimos herederos del Ejército Libertador, ese que condujo Simón Bolívar por tierras venezolanas y suramericanas en procura de liberarlas del dominio colonial español y para organizar en cada caso gobiernos republicanos. Se trata entonces, de acuerdo con esa mentalidad militar, de continuar y comandar la gesta libertadora que Bolívar no pudo completar, gesta que no ha terminado aún en el siglo XXI, y que como tarea pendiente los uniformados tienen la obligación de culminar.
Muy caro le ha salido a nuestro país el tener una corporación militar con esa mentalidad mesiánica y con esa propensión al golpismo. Las glorias bien merecidas alcanzadas por el Ejército Libertador se las han cobrado los autodesignados herederos, a precio de oro, sin que tengan ellos ningún mérito para pasarle esa costosa factura a la nación. No son ni herederos ni son gloriosos, pues como bien dijo Gustavo Tarre Briceño en su libro El espejo roto, “después de Ayacucho la gloria (de las fuerzas armadas venezolanas) ha sido poca y muchos los desaciertos y fracasos”. Además, las fuerzas armadas contemporáneas de nuestro país no tienen nada que ver con el Ejército Libertador, pues el ejército de Carabobo, de Boyacá, de Ayacucho, fue disuelto por los gobiernos instalados en Venezuela al morir El Libertador. Los felones caudillos militares del siglo XIX, se encargaron de extinguir las tropas bolivarianas, las licenciaron al conocerse en Caracas y demás ciudades capitales la muerte de Bolívar, siendo ocupado su lugar, primero, por las montoneras del Centauro, luego por las montoneras monaguistas, después por las guzmancistas, y a comienzos del siglo XX por los chácharos andinos que invadieron Caracas con la Revolución Restauradora dirigida por Cipriano Castro y juan Vicente Gómez.
Fueron los compadres, Castro y Gómez, los creadores de las fuerzas armadas venezolanas contemporáneas. Debido a que los recién llegados andinos montañeses no eran conocidos en la capital de Venezuela e ignoraban el entramado de relaciones de poder entre los grupos familiares, económicos y políticos más influyentes de la capital del país, se vieron obligados con urgencia a construir un ejército moderno, muy bien armado, formado de acuerdo con la doctrina militar moderna. Su interés era la propia sobrevivencia de la Revolución Restauradora, amenazada por todos los flancos, pues para ese momento en nuestro país existían numerosos ejércitos armados, cada uno a disposición de un caudillo militar, prestos todos a hacer una revolución y deponer a los gobernantes recién instalados en Miraflores. Esto era lo que venía sucediendo en el país desde hacía un siglo y, por tanto, ahora contra Castro y Gómez tal posibilidad también estaba presente.
Y así, para evitar su inminente derrocamiento los compadres iniciaron bien temprano la tarea de organizar un poderoso cuerpo militar que le proporcionara al gobierno andino la garantía de victoria frente a cualquier levantamiento armado de alguna de las tropas de los caudillos enemigos. En julio de 1903, siendo Cipriano Castro presidente de Venezuela, decreta éste la construcción y apertura de la Academia Militar, como centro de formación profesional de los futuros oficiales que integrarían la institución armada. Y en junio de 1910, su sucesor en la presidencia del país, Juan Vicente Gómez, promulga otro decreto donde ordena dar inicio de forma definitiva a las actividades docentes en dicha academia. Las mismas arrancaron formalmente el 5 de julio de ese año en un edificio levantado en los altos de la planicie, muy cerca del Palacio de Miraflores. En los años siguientes el general Gómez perfeccionará su obra militar, con la creación de la Escuela de Ingenieros de la Armada Venezolana, la Escuela Naval de Venezuela, la Escuela de Cabos del Mar, cabos cañoneros y timoneles, la Escuela de Aplicación Militar para la nivelación académica de la vieja oficialidad, la Escuela de Clases para la formación de sargentos y cabos de tropa, y la Escuela de Oficios de Tropas. Al mismo tiempo, los compadres presidentes, cada uno en su momento, adquirieron cuantioso parque militar, uniformaron la vestimenta de las tropas, suboficiales y oficiales, mejoraron sus sueldos, establecieron políticas de ascenso en la jerarquía, todo con el fin de contar con una fuerza militar con alto poder de fuego, además de satisfecha, agradecida y dispuesta a enfrentar cualquier intentona golpista proveniente de los enemigos de La Causa Restauradora.
Desde entonces tiene Venezuela las fuerzas armadas nacionales. Tal es el origen histórico de esa corporación militar. Fue allí en esa institución donde se formó Hugo Chávez Frías, una institución donde, desde los inicios mismos de su creación arraigó con fuerza la tesis, también gomecista, del gendarme necesario, postulada por el ideólogo más destacado del gomecismo, Laureano Vallenilla Lanz. Decía éste al respecto: “Yo creo en el buen tirano (…) y lo digo con convencimiento de que Caliban nos presta más servicios que Próspero”. Ese “tirano bueno” es el Cesar democrático, un militar sabio y justo, protector del pueblo que con mano dura arregla todo desorden, garantiza la paz y promueve el progreso. “Yo compruebo con la historia en la mano, reitera Vallenilla Lanz, que el caudillo ha representado entre nosotros los venezolanos una necesidad social” (LVL). Ese lastre ideológico es el principal magma identitario de la corporación militar venezolana, según lo comprueban los hechos históricos de nuestro país.
Allí en esa Academia formadora de muchos “déspotas buenos” se graduó, de oficial del ejército en 1974, Hugo Chávez Frías, lugar donde fue escalando posiciones de mando que le fueron abriendo su apetito por el poder. Cuando adquirió ascendencia sobre otros oficiales de la institución organizó el golpe de estado contra el presidente de la república de Venezuela y contra el sistema democrático, ejecutado en febrero de 1992. Un golpe militar de factura parecida al consumado en 1835 por el comandante Pedro Carujo contra el médico presidente José María Vargas, y parecido también al ejecutado por el Teniente Coronel Marcos Pérez Jiménez contra el escritor presidente Rómulo Gallegos, en 1948.
En estos tres casos se esgrimieron argumentos similares para justificar la felonía de los uniformados. Según sus protagonistas, los militares golpistas venían a salvar a Venezuela, a limpiarla de corruptos, a proteger al pueblo, a ampliar la democracia, a gobernar con los mejores venezolanos.
En el famoso careo verbal entre Carujo y Vargas, aducía el primero que los gobiernos se originan de los hechos, que luego el derecho se encarga de legitimar. Los hechos, seguía diciendo el parricida, ejecutados por hombres valientes son los que ponen y quitan gobiernos. Tales hombres valientes hacen el derecho mediante hechos de fuerza. Y lo hacen porque los laureles obtenidos en la recién terminada guerra le otorgan el derecho para gobernar este país cuya independencia la conquistaron ellos con su esfuerzo guerrero.
Con otras palabras y en otro momento el primer comunicado emitido por el triunvirato militar que asumió el gobierno de Venezuela, una vez derrocado Rómulo Gallegos, justificaba el hecho golpista. “Las Fuerzas Armadas Nacionales, decía ese comunicado, ante la incapacidad del gobierno nacional para resolver la crisis existente en el país (…) han asumido plenamente el control de la situación para velar así por la seguridad de toda la nación y lograr el establecimiento de la paz social en Venezuela”. Por su parte Chávez, más adelante, defendía públicamente su intentona afirmando: “somos un movimiento revolucionario, un movimiento a favor de la causa de los dominados de este país, a favor de la justicia, de la revolución” (Agustín Blanco Muñoz. 1998. Pag. 355). Este era el mismo Chávez que no ocultaba su gran admiración por el dictador Pérez Jiménez.
Ahora bien, el verdadero motivo de los complotados, en los tres casos, se debió al malestar que a los miembros de la corporación militar venezolana les producía haber sido desplazados circunstancialmente de la dirección del gobierno nacional, desplazados por otros venezolanos cuyos méritos no se derivaron de batallas ganadas, balas lanzadas, fusiles y metralletas percutidos, tanques y batallones movilizados. Los méritos de estos hombres los obtuvieron haciendo labor política, levantando partidos políticos, organizando a los militantes, recorriendo el país, elaborando y difundiendo doctrinas políticas, educando a los ciudadanos sobre los beneficios del voto ciudadano, persuadiéndolos, a través de la palabra elegante, de la conveniencia de vivir en democracia, convocando a la gente a conocer sus derechos ciudadanos, así como organizándolos para defenderlos. Estamos hablando así de la insurgencia de la civilidad política en Venezuela, un fenómeno raro en la historia de nuestro país.
Pues, esa insurgencia de la civilidad es la que ha sido combatida reiteradamente por el partido político de los militares venezolanos, esto es, por las Fuerzas Armadas, un combate muy particular, por cierto, pues la han librado éstas, puertas adentro del país, con sus armas apuntando contra los propios venezolanos, contra los ciudadanos y contra las instituciones democráticas.
Es de larga data ese combate de los militares contra los civiles. Desde los tiempos aurorales de la república de Venezuela constatamos la aversión de los uniformados a aceptar el derecho que tenemos los ciudadanos de gobernarnos. Todo porque la gesta heroica independentista generó en la corporación militar venezolana un simbolismo con demasiado peso categórico. Desde aquellos tiempos los uniformados se han considerado los únicos y verdaderos hijos de Bolívar, el creador de la república. Y cómo hijos de Bolívar a ellos corresponde vigilar la buena marcha de la nación. Cuando esto no ocurre deben entonces intervenir para corregirlo. Y así lo han hecho numerosas veces.
En el caso específico de Chávez ese malestar fue disfrazado con un florido discurso salvacionista, redentorista, justiciero, nacionalista, bolivariano y socialista, atiborrado de promesas y proyectos de todo tipo, que le sirvieron, luego de su fracasada intentona, para persuadir a los venezolanos de la “bondad” de sus intenciones y para que la ciudadanía lo respaldara en sus aspiraciones presidenciales, concretadas en las elecciones de diciembre de 1998.
Y gracias al voto ciudadano, se instaló en Miraflores el “gendarme bueno” donde procedió entonces a ejecutar su plan oculto, su carta bajo la manga, la ingrata sorpresa que escondía bajo su uniforme. Los desmanes se desgajaron en rápida velocidad: expropiaciones arbitrarias a troche y moche, desmantelamiento de la institucionalidad republicana, aniquilamiento de las organizaciones partidistas, gremiales y sindicales, clausura de medios de comunicación radiales, impresos y televisivos, destitución masiva de los trabajadores de la industria petrolera, desmantelamiento de las empresas básicas de Guayana y de PDVSA, malversación incontrolada de miles de millones de dólares provenientes de la renta petrolera y designación de centenares de militares en cargos de la administración pública. Con esto último militarizó el espacio político, reservado para los ciudadanos. Y otra vez, cómo en tiempos de las dictaduras, la corporación militar tomó el gobierno de nuestro país. Y aquí estamos hoy sufriendo los venezolanos las devastadoras consecuencias de la nefasta gestión gubernamental del partido político armado venezolano, esa corporación militar engendrada durante el régimen gomecista.
Sigfrido Lanz Delgado
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Venezuela
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