Los equívocos sobre el concepto de fascismo son frecuentes. En España, por ejemplo, la izquierda califica de fascista a Vox, un movimiento de extrema derecha, xenófobo, confesional, pero no fascista. Suelo decir que el fascismo es un comunismo de derecha y el comunismo un fascismo de izquierda porque, condición sine qua non, utilizan cancelación y violencia contra quienes no comparten sus opiniones y dan materialidad física a la baja pasión. Escraches, ultrajes personales, boicot a presentaciones de libros y conferencias, manifestaciones de repudio contra obras de arte, son propios de los movimientos identitarios de izquierda y derecha. Declaran “enemigos del pueblo” a personas concretas que rechazan sus concepciones parroquiales, equivocadas, mera ignorancia, mentiras y monstruosidades. Es la prepolítica, estado de barbarie sicológica, y pueden ser palizas físicas, verbales o morales. El fascismo no es de izquierda ni de derecha sino todo lo contrario.
Es una reacción química primaria, animal. Ante un estímulo adverso, el cerebro manda a segregar adrenalina, contrae la musculatura, el semblante se hace lívido porque la sangre abandona rostro y tórax, y va a las extremidades para combatir o huir. Miles de años de desarrollo cultural y más de doscientos de democracia controlaron un poco a Hulk, las pulsiones, hostilidad hacia ideas ajenas, y superamos la bioquímica mejor que lo haría un jabalí. Bufar con espumarajos en la boca es una pulsión de lo que denominamos fascismo y puede desembocar en acciones políticas. Sustituye los razonamientos por chorros de emoción, moralina o sentimentalismo, recurso gemelo al vacío de instrumentos racionales y emotivos requeridos para hacer sinapsis política. Y por el reverso, es tan esforzado controlar el estrés y la respuesta agresiva, como lo contrario, los impulsos eróticos que dilatan las pupilas, relajan los músculos y concentran la sangre en otras partes del cuerpo, ante personas o situaciones placenteras, pero también estamos obligados a hacerlo.
Cuentan que Burt Lancaster tuvo que repetir por varios días una escena en traje de baño en la que besaba a Deborah Kerr en la playa (De aquí a la eternidad: Zinnemann, 1953) por ser incapaz de disimular las ostensibles manifestaciones de entusiasmo hormonal que ella le producía, pero jamás saltaría sobre ella. Un Cro-Magnon le hubiera dado a Deborah un estacazo en la cabeza para arrastrarla a la cueva. En la modernidad aparece la teoría de la tolerancia, el control de la pasión en la política con Locke y Voltaire, contra la violencia identitaria desatada por dos religiones rivales. La Iglesia Anglicana embiste en 1670 contra las disidencias, con asesinatos, torturas, quemas de libros. A monjas acusadas de herejes daban anchoas en el calabozo y luego les negaban agua. La reacción de Locke fue desafiante y heroica: en Carta sobre la Tolerancia fundamenta filosóficamente el libre albedrío, la libertad de conciencia, y la necesidad de que la autoridad acepte la existencia de diversas concepciones religiosas.
De otro lado del Canal de la Mancha, en Francia católica, décadas después Voltaire reacciona con el mismo coraje: la frase “no comparto tu opinión, pero estoy dispuesto a morir por tu derecho a expresarla” aun siendo apócrifa, contiene la substancia de su obra y de su vida. Indignado por el espurio proceso contra Jean Calas, un honorable comerciante calumniado y ahorcado por los católicos por protestante, escribe su valiente Ensayo sobre la Tolerancia. La esencia de ambas obras es la misma. El poder está obligado a “consentir”, “tolerar”, “condescender”, las opiniones disidentes. La sociedad contemporánea asumiló la tolerancia, el “buen talante” y lo convirtió en obligación de las instituciones democráticas que tanto desprecian los radicales. Se transforma en huesos y sangre del Estado de Derecho y cuando una sociedad ya está regida por la separación de poderes que frena la tiranía, la tolerancia pasa a ser una virtud privada más que política.
En Dinamarca o Canadá a los ciudadanos les importa muy poco si el presidente tiene mal carácter, si al gobierno le gustan o no sus opiniones, sus costumbres sexuales, sus credos religiosos o el negocio a que se dedican para ganarse la vida. Si el gobierno se pone “intolerante”, peor para él. Nadie más vigilado que el mandatario de una nación libre y tiene que cuidarse más bien de la factura electoral o, en casos extremos, del impeachment. Los dictadores son especies anómalas que se reconocen por su mal halitosis. Donde hay uno, las cosas son al revés y allí los cuasi-ciudadanos, meros habitantes, accidentes demográficos sin derechos, deben vivir aterrados porque al que gobierna no se le ocurra ocupar propiedades, insultar, mandarlos a la cárcel contra la Ley, o lanzar tropas de asalto dirigidas por perdedores desquiciados. Los cuasi-ciudadanos trémulos, agradecen que sea “tolerante”, permita “un poco” de libertad y que no asesine gente, que no haya “excesiva” represión, que no se torture “mucho”, como si se estuviera ante Robespierre.
Carlos Raul Hernandez
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Venezuela
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