La primera cámara fotográfica que mis manos tocaron fue la de mi padre. Era una cámara de cajón colocada encima de un gran trípode de madera que periódicamente él sustituía con nuevos listones, tornillos y tuercas, para que la inmensa cámara pudiera soportarse.
Las veces que pude recorrer ese extraño objeto fue con mis ojos. Solo atinaba a tocar la parte baja de ella, entre la cadena que sostenía el trípode. Así, veía en lo alto la majestuosidad de ese ser que escondía almas en su interior. Mi padre introducía a través de una manga negra de tela, su mano derecha y hurgaba por varios minutos. Después, como si fuera un experimentado mago, sacaba un recuadro de hoja fotográfica brillante, húmeda y olorosa donde aparecía la imagen multiplicada de la persona que se colocaba, generalmente sentada, frente al foco de su cámara. Ella era para mí un ser vivo. Tenía a ambos lados, enmarcados con vidrio, una variedad de fotografías en diferentes tamaños y colores; en blanco y negro, en sepia. Eran imágenes de personas que habían posado y después, mi padre seleccionaba como una especie de catálogo de ventas, según las medidas; tamaño normal, o para carnet, para bautizo, primera comunión, entre tantos motivos.
Yo miraba en la distancia semejante artefacto mientras mi padre actuaba. Él me enseñó las primeras posturas que un fotógrafo debe tener para fotografiar personas y objetos. Por sus comentarios supe que la primera cámara de fotografía siempre era el ojo. Tener un ‘ojo fotográfico’ siempre resulta indispensable a la hora de intentar realizar una fotografía.
Nunca indagué ni la marca ni el tipo de cámara de mi padre. Ella fue siempre parte de su existencia. Gracias a ella nuestra familia creció, se alimentó y por años fue el sustento de todos. Era el centro de su oficio. Más que tenerla entre mis manos, fue siempre mi mirada y también mi olfato los sentidos que se acercaron a ella. Despedía un olor particular. Los químicos daban una característica que impregnaba su entorno. Por usarla a diario, con los años, mi padre cambió la coloración de sus uñas a un marrón amarillento.
Quizás por esa razón, cuando tengo frente a mí un equipo fotográfico lo primero que hago es observarlo. Me intriga su forma, su color y textura. La masa que conforma sus dimensiones. Después acerco mi nariz como hago cuando tengo entre mis manos una revista o libro recién salidos de imprenta. Oler el objeto es registrarlo en la memoria, ubicarlo para siempre como algo tangible, cercano, vivo y esplendoroso.
Años después, ya como estudiante de bachillerato, fui con mi hermano Miguel Ángel, Iraset Páez Urdaneta y otro amigo, de visita al teleférico, en la Caracas de inicios de los años 70. Caminando cerca del majestuoso hotel Humboldt, el profesor Iraset mostró su cámara de fotografía. Era una Hasselblat de última generación. Me sorprendió ver que su pantalla estaba en la parte de arriba y no detrás del foco, como normalmente suele ocurrir en la mayoría de los equipos. Eso me recordó, de alguna manera, la vieja cámara de mi padre. Con él y con mi hermano, me enteré en ese paseo, de un mundo infinito donde la imagen y su significado son la referencia fundamental.
Creo por ello que la fotografía es tanto más que un arte, un oficio de vida. Hoy, cuando tantas personas tienen en sus teléfonos móviles o celulares una cámara fotográfica, pueden construir realidades de infinitas simbologías. Sin embargo, será siempre el ojo educado y sensible, que otorga esa otra mirada, el sentimiento que supone transformar, re-crear la realidad y construir verdades eternas. Sea en blanco y negro o con la mezcla del color y luz. Da igual, lo que importa es captar el ser que apreciamos en un encuadre y en la cuadrícula de la pantalla.
Hoy, después de tantos años de aquellos momentos de mi niñez y juventud, sigo pensando que la fotografía es más que un arte, es un oficio de vida, de plenitud de existencia, de cierto misterio, de un lenguaje cifrado en luz y símbolos. Con sus características propias, donde la cámara fotográfica, como el pincel para el pintor o el lápiz para el poeta, es una extensión del cuerpo que hemos fabricado para ir más allá de esa inmediatez que supone la cotidianidad de la vida.
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