Muchos de ustedes sin duda están preguntándose qué posiblemente podría América Latina enseñarle a EE.UU. —dada nuestra fuerte Constitución, mercados abiertos, un poder federal limitado, y un banco central independiente (nada de mofas, por favor).
Yo solía pensar así. Pero, en los últimos años, he visto una serie de similitudes alarmantes entre este país y nuestros vecinos del sur. Por supuesto que aquellos paralelismos no comenzaron con este presidente, pero definitivamente se han acentuado bajo la actual administración.
La explicación de moda para el subdesarrollo de América Latina ha sido la corrupción, la falta de educación, una infraestructura deficiente y —mi explicación favorita— la escasez de dinero. Pero estos son síntomas de malas políticas, las cuales resumo como las Tres P’s de la Pobreza: Populismo, proteccionismo y prohibición.
Nuestros desafíos son, ¿Cómo podemos evitar que nuestros políticos nos hagan dependientes del gobierno? ¿Cómo mantenemos los mercados abiertos? ¿Cómo cambiamos las leyes sobre las drogas de forma que prevengan que el crimen organizado reemplace a las instituciones democráticas?
Sin embargo, estoy cada vez más convencida de que, al igual que la corrupción y la mala infraestructura son productos derivados de las Tres P’s, las Tres P’s son también producto de algo más.
La fuente de nuestros problemas económicos —tanto en América Latina como EE.UU. — es, creo yo, mucho más fundamental. Considere dos simples observaciones. Primero, tomando prestado un principio fundamental del Instituto Cato, las ideas importan. Para ser más específica, aquellas ideas que prevalecen en la sociedad como legítimas son lo que importa.
Y en segundo lugar, sin un espíritu emprendedor es imposible que una sociedad alcance la prosperidad. Mirando más allá de los desafíos inmediatos de las políticas en América Latina, se vuelve evidente que son las ideas de la academia —y más ampliamente, de los intelectuales— las que han jugado el papel más importante en desalentar el espíritu emprendedor en América Latina durante el último siglo.
Ideas hostiles a la actividad empresarial no son solo parte de la cultura popular, sino que están enraizadas en las instituciones elementales de estos países. En su esencia, estas ideas sostienen que las ganancias son moralmente sospechosas y que la propiedad privada no está justificada, y son estas ideas las que obstaculizan directamente la prosperidad para cientos de millones de latinoamericanos.
¿Cómo sucedió esto? Como John Maynard Keynes escribió, «Las ideas de los economistas y los filósofos políticos, tanto cuando están en lo correcto como cuando no, son más poderosas de lo que comúnmente se entiende. En realidad, el mundo está gobernado por poco más. Los hombres prácticos que se creen totalmente exentos de cualquier influencia intelectual son por lo general esclavos de algún economista difunto.
Los locos con autoridad» —no mencionaremos nombres— «que escuchan voces en el aire destilan su frenesí de algún escritorzuelo académico de algunos años atrás. Estoy seguro que el poder de los intereses creados es muy exagerado en comparación con la penetración gradual de las ideas».
Esta es una verdad que América Latina no entendió hasta que fue demasiado tarde —y así es como nosotros lo haremos también si no hacemos hincapié en una defensa moral del mercado. Los latinoamericanos, por supuesto, no tienen problemas con ser emprendedores. Los que migran a EE.UU. tienen un largo historial de crear sus propios negocios una vez que llegan.
Así que, ¿por qué no muestran estas mismas habilidades en casa? Creo que esto se debe a que las ideas que han dominado la región durante el siglo pasado han sido hostiles a la iniciativa empresarial. En un nuevo libro titulado Redentores: Ideas y poder en América Latina, en el que el historiador mexicano Enrique Krauze perfila a doce individuos a quienes considera que representan las principales ideas políticas en la región desde mediados del siglo XIX hasta el siglo XX. Comienza con José Martí y termina con Hugo Chávez —y a lo largo incluye los perfiles de Eva Perón, Che Guevara, Octavio Paz, Gabriel García Márquez y el obispo Samuel Ruiz, entre otros. Estas personas, afirma Krauze, fueron los que sembraron las principales ideas políticas durante este período. Y estas ideas se enfocaron en la hostilidad hacia el individualismo.
El colectivismo, la igualdad económica, y la socialización del riesgo fueron los temas seleccionados por la filosofía política —y fue la difusión de estas ideas lo que moldeó las normas y valores de sus respectivos países. Ni un solo nombre en esta lista, por cierto, es un empresario.
Debería agregar que Krauze también incluye a Mario Vargas Llosa en el grupo. Él no es un colectivista pero es la excepción a la regla. El poder de las ideas fue ampliamente entendido entre los intelectuales de izquierda durante todo el siglo XX. Se propusieron conseguir el control de la academia y lo lograron. Considere a Venezuela, donde la izquierda obtuvo el control total de las universidades y en las aulas surgió una nueva narrativa. Le dio la autoridad moral al Estado y denunció al mercado como inmoral. Venezuela está cosechando los frutos de ese adoctrinamiento en la actualidad.
Millones de estudiantes latinoamericanos alrededor de la región han sido marinados en el mismo guiso. Esta perspectiva —que la redistribución del gobierno es la fuente de justicia y que el mercado es avaro y lleno de fracaso— ha tenido un profundo efecto en el clima político y económico de la región.
Hoy en día, las ideas del Che Guevara y de Eva Perón han sido desacreditadas. Los socialistas modernos —aquellos que rechazan al comunismo y al fascismo pero apoyan alguna otra forma de colectivismo— no atacan a la empresa privada de frente. Eso sería suicida porque el mercado ha creado tanta prosperidad.
Ellos, por lo tanto, enfatizan no la riqueza de las naciones, sino la inmoralidad de la desigualdad. Esto, para los socialistas, es la parte más vulnerable del mercado. En sociedades donde la moralidad del mercado es comprensible, defendida vigorosamente e impartida a las mentes jóvenes, a la ética del colectivismo no le va muy bien.
Pero América Latina muestra lo que puede suceder cuando el mercado no es defendido. Incluso en una sociedad que ha logrado ganancias económicas mediante la adopción de políticas de libre mercado, si la población no está convencida de la legitimidad del mercado, intentará destruir lo que ha alcanzado.
Considere el caso de Chile, donde desde el año pasado los estudiantes se han desbocado por las calles, haciendo todo tipo de demandas a su gobierno, y acusando a aquellos que no ceden de ser inmorales. La tragedia es que el establishment del país —incluyendo al presidente— no ha sido capaz de presentar una defensa firme.
Esto ocurre en Chile, el único lugar en la región que ha reducido la pobreza de manera realmente significativa. Debemos estar agradecidos con académicos como José Piñera, quienes han llevado la antorcha de la libertad a Chile. Pero el hecho es que mientras los chilenos son beneficiaros del sistema de mercado, no parecen convencidos de la moralidad de la propiedad privada —y de los diferentes resultados.
Fuera de Chile, las cosas son aún peores. En la mayor parte de la región, la idea de que la igualdad es la meta fundamental fue transmitida desde las universidades y consagrada en las mismas constituciones. Las constituciones latinoamericanas son de cientos de páginas. Tienen objetivos como garantizar el desarrollo nacional, la erradicación de la pobreza y la protección del patrimonio cultural. La Constitución de Brasil de 1988 establece derechos constitucionales para todo, desde la educación a la salud. Garantiza salarios mínimos, bonos de fin de año y vacaciones pagadas. La sección dedicada al deporte especifica que «el gobierno incentivará el ocio como una forma de promoción social». Por supuesto, ¿quién podría oponerse si la meta principal es igualar al niño pobre con el empresario rico?
El problema con una constitución que garantiza la igualdad de resultados es que no puede proteger los derechos individuales. Le da al gobierno no solo el poder, sino la obligaciónde utilizar la coerción hacia ese fin. El problema fundamental con el desarrollo de América Latina es la falta de libertad que emana de los mandatos constitucionales, los cuales se inmiscuyen en cada aspecto la acción humana. Lo que estoy describiendo se origina en la clase intelectual, por supuesto, pero muchas de estas malas ideas en América Latina ganaron influencia porque la clase empresarial las ha apoyado.
La Constitución venezolana de 1961 fue, en su mayor parte, un documento bastante sólido. Pero las facciones, como las hubiese llamado James Madison, comenzaron a desarticularla. La clase empresarial jugó un papel clave. El periodista venezolano Carlos Ball describió el proceso así: «Muchos en la comunidad de negocios no se rebelaron contra la creciente intromisión del Estado porque vieron que era más fácil convencer a un ministro del gabinete que a un mercado de consumidores. Nunca olvidaré ver a empresarios venezolanos celebrando la nacionalización de las compañías petroleras extranjeras, sin darse cuenta que pronto los políticos irían tras ellos con más controles, regulaciones e impuestos».
La lección es que cuando el Estado se apodera de la autoridad moral en materia de decisiones personales, no hay fin a las medidas que tomará para restringir la libertad en el nombre de la justicia social. Nuestros vecinos del sur lo han demostrado. Usted puede pensar que esto no puede suceder en EE.UU. Desafortunadamente, yo estoy muy lejos de estar convencida. Este artículo fue publicado originalmente en el Cato Policy Report (EE.UU.) en inglés, edición de mayo/junio de 2012. Origen: Consecuencias de considerar inmoral al mercado y moral al Estado | elcato.org
Mary Anastasia O'Grady
O'Grady@wsj.com
@MaryAnastasiaOG
Wall Street Journal
Blog de Mary Anastasia O'Grady
Nueva York - Estados Unidos
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