A propósito del tenaz extravío de Cuba, Nicaragua y Venezuela, y de los eventos electorales que agitan las aguas en la región, el desafío que plantea la defensa de la democracia luce más vivo que nunca. “Hasta ahora ningún salvador de la patria (…) ha resuelto la difícil ecuación de mantener las libertades individuales y mejorar el estado general de la población. De ahí que ante la imperfección de las democracias lo mejor sea luchar por su fortalecimiento”. Eso pide “reforzar a los partidos y reclamar mayor responsabilidad de las élites”, escribía Carlos Malamud en 2001, movido por una churchilliana fe en “el peor sistema de gobierno, a excepción de todos los demás”. El optimismo no basta, sin embargo, y este disparejo siglo ha dado sobradas razones para despabilarse.
Es cierto que ese desencanto con la política que se hizo signo de los tiempos y la consecuente desmovilización del electorado, responden a múltiples causas. Pero en gruesa medida aparecen ligados al pobre desempeño económico de gobiernos surgidos y legitimados por el voto popular. Según CIDOB (abril 2022), América Latina es hoy la región más endeudada del mundo en desarrollo, con el mayor peso de la deuda externa en el PIB (77,6%). No extraña que muchos gobernantes democráticos acaben acá tragados por sus promesas y buenas intenciones, sorprendidos por la exigua eficacia de los mecanismos políticos para garantizar gestiones económicas exitosas.
Justamente: en ese ajetreo anodino, en la quiebra de las expectativas de bienestar, en la impericia para desmantelar las brechas sociales y la discriminación, la antipolítica divisa una grieta por la cual colarse, favoreciendo a populistas y radicales. El nuevo siglo destapó el trastorno, el regreso de taras que creímos extinguidas y cuya ofensiva se gestó al calor de los años del consenso de Washington. En el marco de la confrontación no-política, la trampa del remozado apego a antiguallas ideológicas que resultaron inmunes a la caída del muro de Berlín -el Socialismo del s.XXI, verbigracia- inhibió en muchos casos la posibilidad de acceder a una zona de síntesis izquierda-derecha. Sin ese centro político capaz de conjurar desequilibrios, (como el que en su mejor momento habilitó la socialdemocracia en Venezuela) el espíritu antidemocrático también se abrió paso sin mucho esfuerzo.
Pero con todo y sus ineludibles crisis, su desarrollo no-lineal, la desafección cívica y los asaltos del neopopulismo, la democracia parece resistir en la mayoría de países de Latinoamérica: voto, participación y alternancia mediante. Un singular péndulo que no deja ver distinciones programáticas claras entre izquierdas (ideológicas) y derechas (económicas), ha seguido oscilando en estos predios. De modo que de esa “marea rosa” que recorrió la región tras el triunfo de Chávez en 1998 y que cobró cuerpo con las victorias de Lula, Néstor Kirchner, Evo Morales, Tabaré Vázquez, Correa y Fernando Lugo, pasamos a una fase de gobiernos de signo opuesto en países como Argentina, Uruguay, Chile, Brasil. El “coco” de la izquierda retrógrada, autoritaria y militarista que se atornilló en Venezuela bajo la seña del chavismo, dejaba un amargo sabor. Estos gobernantes que se declararon enemigos del populismo, no obstante, no se anotaron mayores triunfos a la hora de resolver los consabidos bretes de desigualdad e inclusión que desbancaron electoralmente a sus antecesores; no consolidaron proyectos políticos sostenibles y fueron más bien sobrepasados por la impotencia reformista. Inequidad, protestas, estallidos sociales, irresolución, polarización, pandemia: todo ello ha ido sumando a un cuadro que desnuda la fragilidad de los Estados y la inelasticidad de las demandas. En respuesta, los nuevos procesos electorales (Perú, Chile y, en especial, el triunfo de Petro, un ex militante del M-19, en Colombia), los que ya se han celebrado (Argentina, México) y los que vendrán (Brasil) anuncian otra ola de gobiernos progresistas. ¿Qué esperar de ellos, esta vez?
Para la región “la década de 2010-2020 fue de deconstrucción, a diferencia del decenio de 2000 al 2010, que fue de construcción”, apunta el más reciente informe de Latinobarómetro. ¿Qué trae esa izquierda que superó el tifón? Es temprano para pronosticarlo, un examen que además se complica cuando el bagaje propio amenaza con sus sesgos. Pero hay que decir que tal retorno ya trajina con pesos distintos a los de los años 2000. El periodo inicial “de construcción” se ató a la azarosa bonanza que vino con el aumento del precio de los commodities, marcando los pulsos de gestiones sometidas al reto de armar una representación sustantiva, que trascendiese la coyuntura. En ese sentido, unos fracasaron magníficamente; otros, lograron sobrevivir. La vuelta al poder, precedida por reveses y aprendizajes, hoy reta a un progresismo con recursos finitos y paradigmas agotados, inmerso en la incertidumbre global que desata la guerra en Ucrania y la ambigua rivalidad EEUU-China. Enfrentado además a una aguda crisis de la política y al descreimiento de sociedades al límite, poco dispuestas a dar cheques en blanco. Forzado, por ende, a la moderación, al diálogo democrático y la cooperación. El pragmatismo se impone, no los vapores ideológicos; y es probable que estos nuevos-viejos actores así lo entiendan.
En medio de ese periplo, ¿qué espera a Venezuela? 2024 sigue cebando los apetitos de cambio real. Allí donde los idearios se han vuelto tan difusos, construir un espacio político para gestionar los antagonismos asoma una vía. Las certezas no cunden, eso sí. Apenas sospechamos que la supervivencia y calidad de la democracia no sólo dependerán de gobiernos casados con sus principios y procedimientos. También de oposiciones leales a ese sistema imperfecto pero mejorable: oposiciones beligerantes, no complacientes y sí sensatas, dispuestas a ocupar un terreno de lucha que no pretende la destrucción del Estado, sino su evolución dentro de las inequívocas reglas del juego democrático.
Mibelis Acevedo D.
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Venezuela
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