PIDO LA PALABRA
La codicia de gobernantes con ínfulas de mandones, es razón para
desubicar todo discurso político del contexto en el cual se estructura la
palabra respetuosa y debidamente entendida como recurso de poder.
En estos años del siglo XXI, la vida del hombre ha venido subordinándose
a las contingencias que solaparon las realidades. La dinámica social, por
ejemplo, ha sido tan sometida por las arbitrariedades de gobiernos despóticos,
que se vio condicionada por las intemperancias suscitadas de situaciones
vacilantes en términos de los desequilibrios políticos y económicos que suceden
como parte de la movilidad diaria de una sociedad o nación. Esto ocurre,
generalmente, cuando ese mismo conglomerado no logra atinar en la conducción de
procesos políticos o económicos caracterizados por la incidencia de tensiones,
conflictos o desarreglos de mayúsculo tenor. Sin duda alguna que los temores
que se desatan de dichas intenciones y gestiones, se ven acompañadas de lo que
significa superar tan temerarios peligros existenciales. De tan engorrosas
realidades, no es difícil advertir problemas que comprometen las distintas
formas de comunicación previstas para mediar respuestas y soluciones. Particularmente,
con base en el manejo de un lenguajes conciso pero bastante preciso. No sólo el
lenguaje como sistema de comunicación social, fundamento demostrativo de la
racionalidad humana. Igualmente, como razón de comprensión de la política, la
economía y la cultura que hilvana intereses y necesidades sociales.
Se habla de la quiebra del lenguaje. Ello, a manera de asomar los
problemas que afronta el vocabulario como facultad que caracteriza al hombre
para expresarse en medio de contingencias y necesidades mediante las cuales se
hace posible manifestar opiniones entre la diversidad de posturas que imprimen
sentido a la vida. Aunque bien debe reconocerse que dicho propósito ha venido
sumiéndose en terrenos contaminados por la vulgaridad, la celeridad y la
violencia dialéctica que desesperadamente ha alentado procesos de comunicación
prestos a convulsionarse por tecnologías de la información manipuladas alevosa
y desmesuradamente.
Todo esto aterriza en situaciones dominadas por el escaso conocimiento
del lenguaje lo cual evidencia una pobreza de comunicación política que,
indefectiblemente, limita la interrelación al momento de intentar la
conciliación de ideas y pensamientos. Ideas y pensamientos que podrían
apuntalar todo lo que implica el poder de la palabra concebida desde la
perspectiva del desarrollo de la sociedad en su conjunto.
La política suele ser permanente víctima de este género de avalanchas.
Avalanchas éstas provocadas por la procacidad de quienes entregados a la insana
práctica que provee la demagogia autoritaria como circunstancia, se dan a la
tarea de usurpar el ejercicio democrático de la voluntad popular en nombre de
un proyecto ideológico tan perturbador como inusitado. Desde tan sobrevenida
trinchera, estos chantajistas de la política atentan contra la preeminencia de
los derechos humanos, así como arremeten contra el Estado de Derecho y de
Justicia que caracteriza un sistema político que propugna libertades, seguridad
y garantías. No obstante, tan aberradas ejecutorias lucen reclinadas sobre una
verborrea insolente y descocada. Propia, de una politiquería que, extrañamente,
apuesta a su desprestigio sin medir las consecuencias morales y éticas que tal
desparpajo arrastra a su paso.
El lenguaje utilizado por estos personajes, está alejado de un nivel
aceptable. O sea, luce lejos de ser impecable dando ello lugar a apoyarse en
términos de cerrada acepción pues así pueden ajustarse a discursos donde el
insulto, la humillación, la amenaza y la burla da cuenta de cuanto sentido de
chabacanería y grosería suscribe la manera de dirigirse al colectivo. Ello es
demostración de la pobreza de vocabulario que detentan quienes encuentran en el
poder político la forma más expedita para imponer decisiones, tanto como para
acusar comportamientos que pongan al descubierto el carácter totalitario del
gobierno en curso.
La codicia que le es propia a este tipo de gobernantes, es igualmente
otra razón para desubicarse del contexto en el cual se estructura la palabra
entendida como recurso de poder. Pero debe entenderse que es de poder moral.
Así que una cuidadosa y concienzuda elaboración de todo pronunciamiento o
declaratoria que comprometa el alcance del poder político, es garantía de
ganancia del espacio político que requiere el ejercicio sano de la política.
Porque cuando este arreglo dialéctico no logra corresponderse con el cuadro de
problemas hacia el cual la gestión política debe dirigir su atención, está
incurriendo en una falta cuya gravedad tiende a verse forzadamente
“justificada” por causa de la obsesión del gobernante de arrogarse la
pretendida condición de incólume. Y es justo en ese instante, cuando se ve
tentado a forjar presunciones basadas en un poder político tan equivocado que
venderá su dignidad al primer postor que lo persuada de ser insustituible como
gobernante. Ahí, entonces, procede a hacer uso de la comunicación como recurso
del poder autoritario. Por eso su lenguaje político lo despliega con el cinismo
propio de quien sólo habla desde el autoritarismo desde el cual se activa toda
dictadura. Esto, por supuesto, apelando al uso de un léxico dictatorial.
“El lenguaje de la política, antes que comunicacional, debe construirse
y entenderse como palabra impecable en el sentido de su contenido, dirección y
orientación. O sea, en cuanto a su sintaxis, sindéresis y hermenéutica”
Antonio José Monagas
antoniomonagas@gmail.com
@ajmonagas
Merida - Venezuela
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