Sobre Siria se lee en un editorial de “El País” del 19
de marzo de este año: “el nivel de destrucción es tan grande que se puede
afirmar que el país que existía antes de 2011 ha desaparecido. Más de 370.000
personas han muerto, unas 100.000 se encuentran desaparecidas, 12 millones han
abandonado el lugar en el que vivían (5,6 millones como refugiados y 6,6 como
desplazados internos sobre una población de 30 millones) y 1,2 millones han
sufrido mutilaciones y heridas permanentes”. Acerca de la patética radiografía
de un lugar borrado por la violencia, la información abunda. Hablamos del vivo
horror que se desprende del testimonio de las víctimas, los mártires que nunca
pidieron serlo; el rostro lleno de sangre y polvo de Omran Daqneesh, de apenas
5 años, por ejemplo, tras un bombardeo ruso. Del emblemático caos de una ciudad
como Alepo, la promiscua afluencia de huestes extranjeras y guerrillas locales,
el avance de las tropas de Al-Asad a través de los escombros. Y el vacío, la
escabechina, la carrera hacia la hondura, la paz que no llega, un desgaste que
luce inacabable para la población civil. Eso y no otra cosa es la guerra.
Los eventos y sus causas nunca son idénticos, claro,
pero los efectos de la hostilidad a gran escala muestran implacables
coincidencias. “Los habitantes de Mosul, Al Raqa, Kobani, Sirte, Faluya,
Ramadi, Tahuerga y Deir Ez Zor han muerto como árboles que se van cayendo en un
bosque”, nos cuenta Nicolas J. S. Davies. Basta atreverse a repasar con
serenidad estos y otros casos para divisar el riesgo de flirtear con
invasiones, por más “piadosas” o quirúrgicas que se estimen. Sí: antes de
enterrar la política e invocar la mano destructiva de Ares, asumiendo que
nuestra historia será “radicalmente distinta”, es vital examinar cruda y conscientemente
los potenciales espejos.
Pero, ¿qué pasa si la elección es flotar en el aljibe
del optimismo a ultranza, y no querer ver más allá del deseo, la ira o la
desesperación; ni aceptar que tales acciones involucran a seres humanos
inermes, rotos, famélicos, profundamente vulnerables? Si la defensa de la vida
se pone en el centro de la preocupación ética más básica, la muerte nunca
debería ser canjeada por otras muertes, las bajas no deberían ser admitidas a
priori como aséptico “daño colateral”… ¿de qué ha valido entonces que la humanidad,
crónicamente pinchada por la astilla de esa “barbarie interior” de la que habla
Oswald Spengler, haya cometido errores tan tremebundos, si no se puede apreciar
en ellos algún aprendizaje útil para el futuro?
De esa desazón no nos libramos en Venezuela.
Recientemente, tras la fatigosa relación de los estragos en países que como
Siria, Libia, Yemen, Somalia o Irak han caído en el hueco de esos extendidos
conflictos, alguien respondía: “Y esto, ¿para qué? ¿Acaso quieren asustarnos?”
Lo que pretendía contrarrestar la frívola visión de la guerra que campea en
redes, al final destapaba el muro, la trinchera urdida por la psique. Nada más
retador que lidiar responsablemente con el miedo. El menú de reacción ante la
amenaza también incluye ignorarla, torear su vis amarga, meter la progresión de
los hechos en una elipsis que omita los mordiscos de la realidad y sus brutales
gestiones. Sólo así, despojados del dato desalentador, se puede abrazar lo
incierto sin pizca de duda, y contar con la esperanza de una solución “justa”
que barra con el mal radical y no importune a quien está “del lado correcto de
la historia”. (Como si la utopía pudiese prescindir del manual de
procedimiento; como si la sola fe bastase para adelantar el final feliz.)
Eso recuerda la seducción que despliegan las ideas
interesantes, aunque no necesariamente ciertas. Pero los políticos, como
advierte Michael Ignatieff, “no pueden darse el lujo de tener en cuenta ideas
que sean meramente interesantes. Tienen que trabajar con el escaso número de ideas
que son ciertas y con el todavía más escaso de las que sirven para la vida
real”. Lo anti-ético es sacrificar el conocimiento por corazonadas sin
sustento, por esa versión dulcificada de la atrocidad que a expensas del “como
sea” lleva a fantasear con victorias redondas, rápidas y sin costos. No, eso no
existe.
No en balde Craig Faller, Jefe del Comando Sur de
EEUU, tras reunirse con socios de la región para discutir el tema venezolano
reveló que “nadie, absolutamente nadie, piensa que la opción militar es una
buena idea". Suponemos que las decisiones que se barajan en los cautos
terrenos de la diplomacia –aún cuando no falten demostraciones de fuerza y
rumbosas movidas para demarcar áreas de influencia geopolítica, algo que
también cuenta para una negociación- no evaden las nítidas secuelas de las
malas ideas. Aún hay tiempo; aunque algunos acá ahora tapan sus oídos cuando
habla la otrora sagrada Comunidad Internacional, no es secreto que el afán de
los últimos tiempos apunta a una dirección: la salida política a través del
logro de elecciones libres y justas, en el menor tiempo posible. Por algo será.
Mibelis Acevedo Donís
@Mibelis
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