Los
Estados Unidos no intervendrán militarmente en Venezuela. Una cosa es amagar y
otra muy diferente desembarcar tropas. El país tendría que sentirse en peligro
y eso hoy no sucede. Lo ha explicado
brillantemente el profesor Frank Mora, ex subsecretario de Defensa del
Hemisferio Occidental de la administración de Obama. Lo han dicho, incluso con
pesar, varios analistas bien informados como Andrés Oppenheimer y Jorge
Riopedre.
En
1965 Estados Unidos intervino en República Dominicana, en medio de una batalla
entre facciones de izquierda y derecha, porque el presidente Johnson, dentro de
los esquemas de la Guerra Fría, quiso evitar que surgiera una segunda Cuba en
el Caribe. Bastantes dolores de cabeza le daba la primera. Johnson, incluso,
vivió y murió convencido de que el Comandante había matado a Kennedy y lo había
hecho a él presidente. Finalmente, consiguió armar una operación con otros
países de la OEA. Los más feroces fueron los soldados brasileños.
En
1983 le tocó el turno a la pequeña isla de Granada en el Caribe. Reagan se
aprovechó de un absurdo y cruento golpe dado por Bernard Coard y el general
Hudson Austin contra Maurice Bishop. Fue un golpe ultra comunista contra el
hombre de La Habana. Lo fusilaron junto a nueve de sus colaboradores cercanos,
incluida su amante. El pretexto de Washington para intervenir fue la protección
de unos cuantos centenares de estudiantes estadounidenses que allí seguían la
carrera de medicina. Arroparon la operación con la petición de otras dos islas
caribeñas.
En
diciembre de 1989, Bush (padre) invadió Panamá. El general Noriega, hombre
fuerte del país, estaba enloquecido. Confiaba en que sus previos servicios a la
CIA lo protegerían. Entonces se decía que Noriega “no se vendía”. Se alquilaba
por periodos breves al mejor postor. Sus partidarios habían matado a un soldado
norteamericano y habían violado a la mujer de un oficial con total impunidad.
La
disyuntiva de Bush era abandonar Panamá, incluso las bases famosas, o
intervenir. Decidió lo segundo y no se detuvo siquiera a buscar un pretexto o
agregar aliados. Era una narcodictadura y eso bastaba. Hasta 72 horas antes de
iniciada la invasión trataron de convencer al general de que se fuera con su
fortuna (200 millones de dólares) a España para evitar la invasión. Noriega no
lo creyó y murió encarcelado casi tres décadas más tarde.
Nicolás
Maduro provoca el mayor de los rechazos y están intentando salir de él, pero
sin recurrir a la violencia. Por ahora, se trata de liquidarlo utilizando las
sanciones y la guerra psicológica. Donald Trump repite como un mantra que
“todas” las acciones están sobre la mesa. Eso incluye la guerra frontal, pero
la lógica y la observación indican lo contrario.
Trump
es un aislacionista. Es un frío “hombre de negocios”. No cree que Estados
Unidos es la cabeza de Occidente, de donde se derivan responsabilidades
especiales. No es el único que piensa de ese modo. Kissinger, a su manera,
sostiene lo mismo. Trump preside una nación con intereses, esencialmente
económicos. Esa visión lo lleva a enfrentarse en el tema de los aranceles a sus
aliados de Europa, o a Canadá y México, y a menospreciar la OTAN, quintaesencia
del “globalismo” que tanto lo mortifica.
Le
gustaría que Venezuela tuviera un comportamiento democrático y sensato. Por eso
respalda a Juan Guaidó y recibe en la Casa Blanca a su esposa Fabiana Rosales,
pero difícilmente pase de las sanciones y el apoyo político y diplomático a una
guerra abierta para desalojar del poder a Maduro y a sus 40 ladrones.
Destruir
el aparato militar de Venezuela es fácil. A una nación como Estado Unidos le
tomaría pocas horas hacerlo desde el aire y el mar con armas convencionales.
Tiene el arsenal y la cuenta bancaria que se necesita. Pero ocupar una nación
grande (el triple de Alemania), enfrentarse a las bandas armadas, celebrar
elecciones y crear una policía capaz de sostener la autoridad, es una tarea que
puede durar un par de años y Trump no está dispuesto a llevarla a cabo.
Sin
embargo, ninguna persona informada tiene duda de que Maduro y su pandilla han
creado un narcoestado, aliado a Irán y a los terroristas del Medio Oriente,
dirigido por Cuba, militarmente asistido por Rusia, que constituye un grave
peligro para sus vecinos y, a medio plazo, para los propios Estados Unidos,
especialmente desde que Moscú ha hecho acto de presencia en el conflicto con un
centenar de militares y abundante armamento.
Si
las sanciones y la guerra psicológica no logran su cometido, lo más indicado es
dividirse las funciones. Estados Unidos destruiría las instalaciones militares
del narcoestado y con sus misiles y drones haría rodar las cabezas de los
jefes. Después de la demolición entrarían los países del Grupo de Lima,
encabezados por Brasil y Colombia, los más afectados, pero con el concurso de
Chile, Argentina, Perú y Paraguay. Ocuparían el territorio, invocando la
cláusula democrática, y organizarían las condiciones del retorno a la
democracia y la restauración de la economía bajo la dirección de Luis Almagro y
la participación de la OEA.
Ese
duro desenlace tiene en contra la escasa tradición latinoamericana de forjar
una política exterior activa, aunque exista “el deber de proteger” invocado por
el ex diplomático Diego Arria. Si las democracias hispanoamericanas no lo
hacen, seguramente la incapacidad del régimen de Maduro provocará una hambruna
terrible en la que morirán dos o tres millones de personas, presumiblemente
niños y ancianos desvalidos.
En
cualquier caso, se trata del mínimo instinto de conservación que deben tener
las naciones. Peligran los frágiles países de la zona como consecuencia de la
“bomba demográfica” que estallará. Entre siete y diez millones de venezolanos
abandonarán en poco tiempo el país, casi todos rumbo a América Latina.
Sencillamente, las democracias sudamericanas no pueden convivir con una
pandilla de maleantes en el vecindario. Tienen que erradicarla porque en ello
acaso les va la vida.
Carlos
A. Montaner
@CarlosAMontaner
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