Este domingo murió el economista italiano Alberto Alesina a los 63 años de edad. Nos dejó, por ironías del destino, en el momento en que más urgente e intensamente necesitamos sus ideas: o, al menos, las ideas por las que ha adquirido una mayor fama internacional y en las que estuvo trabajando durante los últimos años de su vida. Me refiero, claro está, a su defensa de las políticas de 'austeridad expansiva': ajustes del presupuesto estatal que lejos de hundir la economía permiten que esta mantenga una senda de crecimiento positiva en el tiempo (especialmente frente a la alternativa de continuar acumulando deuda pública).
Durante los próximos años, la gran mayoría de Estados tendrán que adoptar políticas de austeridad para contrarrestar el exceso de deuda que han acumulado durante la presente pandemia. España no será una excepción (salvo en el improbable escenario de que nuestros socios del norte decidan hacerse cargo de nuestros pasivos) y, por ello, conviene que tengamos muy viva la idea de austeridad expansiva propugnada por Alesina… sobre todo frente a quienes propugnarán o que no apliquemos ninguna política de austeridad o que apliquemos políticas de austeridad contractivas. El argumento central de Alesina puede resumirse esencialmente en cuatro proposiciones:
Las políticas de austeridad serían en general innecesarias si tuviéramos gobernantes responsables: los gobiernos fiscalmente responsables no deberían sumergirse, por lo general, en programas de austeridad presupuestaria. Es verdad que durante las recesiones hay estabilizadores automáticos que incrementan el endeudamiento público, pero durante las expansiones esos estabilizadores tienden a desaparecer y, si los gobiernos no aprovechan la bonanza para disparar el gasto público, deberían engendrar un superávit que permitiera compensar la acumulación pasada de deuda. Es decir, si el déficit público no es estructural, sino coyuntural, el mero transcurso de la coyuntura tenderá a subsanar el endeudamiento generado por la coyuntura (si el déficit es estructural, es que los gobernantes no son responsables pues desean gastar sistemáticamente más de lo que ingresan).
En suma: la mejor política de austeridad debería ser aquélla que no llega a aplicarse por contar con unas finanzas saneadas a lo largo del ciclo.
En ocasiones, sin embargo, las políticas de austeridad son inevitables: si los gobernantes no han sido fiscalmente responsables (durante la bonanza han seguido acumulando deuda porque han preferido mantener un déficit estructural) o si, siendo responsables, se han topado con un acontecimiento imprevisible que ha descuadrado las cuentas públicas (como esta pandemia), entonces no quedará otra que tomar medidas proactivas para corregir la consecuente sobreacumulación de pasivos (conviene aclarar, como también recuerda Alesina, que un gobernante verdaderamente responsable ahorraría durante los tiempos de bonanza en forma de fondos de estabilización para así poder capear los aumentos extraordinarios e imprevisibles del déficit durante tiempos de catástrofe).
La austeridad puede tener efectos expansivos sobre la economía: la visión keynesiana más elemental nos dirá que toda política de austeridad ha de tener necesariamente efectos contractivos dado que austeridad equivale a reducir el gasto agregado (y, por tanto, la producción agregada). Sin embargo, semejante tesis presupone que las políticas de austeridad no pueden tener repercusiones positivas sobre otros componentes de la demanda agregada. Por un lado, durante los períodos de expansión, la austeridad pública puede reducir el efecto expulsión del gasto privado (más ahorro público permite o mayor inversión privada o un menor ahorro privado). Por otro, durante períodos de depresión, la austeridad pública podría influir positivamente en las expectativas de los agentes económicos, relanzando el gasto en inversión. Por ejemplo, una economía que esté endeudándose a un ritmo desaforado es una economía que a medio plazo va a tener que enfrentarse a alguno de estos tres escenarios: o incrementos de los impuestos futuros (incluyendo el impuesto inflacionista), o recortes de gastos esenciales para la actividad económica (por ejemplo, infraestructuras) o un 'default' soberano.
Si se generaliza la expectativa de que alguno de estos tres fenómenos va a suceder —y se generalizará tanto más cuanto mayor sea la acumulación de deuda pública—, la inversión empresarial y residencial puede desplomarse, de modo que la demanda agregada acaso caiga más que si, en cambio, se pone fin a la sangría de un modo gradual (mediante un plan de austeridad), persuadiendo con ello a los inversores de que ninguno de esos tres escenarios futuros ocurrirá. En definitiva, si las medidas de austeridad insuflan más financiación en el mercado cuando esta es demandada por los inversores o si consiguen revertir una senda de expectativas negativas autoagravantes, la austeridad podría tener efectos expansivos (obviamente, si insuflan financiación cuando nadie la demanda y no ayuda a mejorar las expectativas, podrá tener efectos contractivos). Y así, cuando la austeridad deviene altamente recomendable, solo habrá dos formas de aplicarla: o subiendo impuestos o recortando gastos.
La austeridad recortando gastos es muy preferible a la austeridad subiendo impuestos: uno de los hallazgos cruciales de Alesina es que las políticas de austeridad basadas en incrementos de impuestos tienen efectos mucho más persistentes y dañinos que la austeridad basada en los recortes del gasto. Por ejemplo, durante una recesión, los efectos contractivos de los recortes del gasto suelen haberse despejado al cabo de dos años y con toda seguridad al cabo de tres; en cambio, los efectos contractivos de las subidas de impuestos no desaparecen —ni se aminoran— al cabo de cuatro años.
¿A qué se debe esta asimetría entre las subidas de impuestos y los recortes del gasto? Probablemente a al menos dos circunstancias, tal como sugiere Alesina. Por un lado, los recortes estructurales del gasto pueden resultar más creíbles que las subidas de impuestos: según qué partidas de gasto se recorten, no solo estaremos rebajando los desembolsos presentes del Estado, sino también los desembolsos futuros (verbigracia, retrasar la edad de jubilación o desindexar de la inflación las subidas de los salarios públicos no solo ahorran gasto hoy sino sobre todo en el futuro); en cambio, subir los impuestos hoy puede no evitar que tengan que volver a subirse mañana si las dinámicas de aumento descontrolado del gasto no han sido atajadas. Por otro, las subidas de impuestos generan pérdidas irrecuperables de eficiencia desde el lado de la oferta (más impuestos al trabajo es menor oferta de trabajo y más impuestos al capital es menor oferta de capital).
En definitiva, dado que la austeridad va a ser indispensable en España durante las próximas décadas —debido a una combinación de políticos irresponsables y de un 'shock' exógeno como ha sido la pandemia—, más nos valdría rendirle merecido homenaje a Alesina haciéndole caso, tanto como sea posible, en una de sus prescripciones básicas: ajustemos el déficit recortando gastos y no subiendo impuestos.
Juan Ramón Rallo
contacto@juanramonrallo.com
@juanrallo
España
Este artículo fue publicado originalmente en el blog Laissez Faire de El Confidencial (España) el 25 de mayo de 2020.
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