La historia da cuenta de sus efectos en la polis: el miedo quebranta la resistencia, arrebata anclas a la psique, nos supedita al insano vaivén de la incertidumbre. Frente a tales tarascas, no extraña saber de sociedades que se han dejado deslumbrar por las ficciones suicidas que les ofrecen presuntos salvadores, duchos en estrujar la ansiedad de la multitud devenida en rebaño. Es la ruta que va del miedo espontáneo –como el que desata la pandemia- al miedo reflejo, condicionado; ese que hace que los demonios internos tomen el control, que cunda la sospecha, que la supresión del distinto se juzgue como necesaria, que la mira del afectado se disloque y a cuenta de la percepción de la propia impotencia, acepte la rendición heteronómica.
Mandones, agitadores de oficio, fanáticos y otros devotos de la antipolítica encuentran allí un envión favorable a sus juegos. Penosamente, a merced del pánico generalizado cebando expectativas cada vez más desfiguradas (vórtice donde se juntan tristeza y alegría inconstantes; el “miedo al dolor” y la “esperanza de placer”, dice Spinoza, pasiones que dominan nuestro intercambio) esas descolocadas audiencias suelen acabar solicitando ternuras a sus verdugos.
Las mismas trochas llevaron al poder a más de un autócrata en el pasado. Y por ellas siguen cruzando los neo-populistas de estos tiempos, prestos a asaltar la magullada consciencia colectiva: tanto resucitadores del zombi socialista como ultranacionalistas, fachos antiglobalización, xenófobos, patrocinadores de muros, vendettas y reverdecidos feudos; normofóbicos y enemigos de las instituciones democráticas, mandones variopintos pero emparejados a santo de sus modos. Por sus lenguas desatadas los conoceréis.
Lo cierto es que del miedo -dispositivo que también está en la base de la supervivencia, una manifestación de esa paradójica impulsividad que distingue al hombre hobbesiano- no podemos prescindir tan fácilmente. Es temor a recibir daño, también, lo que mueve al hombre a ser lobo del hombre, y lo que lo llevaría al mismo tiempo a aceptar el terror despótico. Sabiendo entonces cuánta anomia y desintegración puede anunciar su desbordamiento, ¿qué cabe esperar de un país donde la población se debate entre el natural miedo a morir, y el miedo a seguir viviendo en las peores circunstancias posibles?
Para nuestra tragedia, la de Venezuela ha sido una sociedad crónicamente aterrorizada. Lo fue antes, cuando a merced de la deletérea prédica de “notables” (zancadilla que Carlos Raúl Hernández bien bautiza como la “traición de las élites”) y la embestida contra un sistema que, irónicamente, habilitó la difusión de las mismas ideas que lo crucificaron, se despachó la ocasión de enderezar esa democracia de la que la revolución se sirvió, y que deshizo. Lo fue después, sometida por el chantaje que aplicó un Leviatán que no escatimó en recursos -los de la nación- para garantizar que el proyecto del caudillo contase con mansos adeptos, votantes seducidos por la oferta del “mar de la felicidad”, clientes amenazados por la horrorosa exclusión. Y lo es ahora, sometida por la degradación y la mengua, víctima del clima de inseguridad perenne que a conveniencia fragua un Estado autoritario, ahora en plan de “nueva normalidad vigilada”; una sociedad emplazada por el discurso extremista que la obliga a elegir entre uno y otro bando, azotada por el latiguillo del “estás conmigo o estás contra mí”. Esto, mientras más de un venezolano atrapado por su aciaga circunstancia, se pregunta ante la cámara que lo interpela si la opción es no estar: no estar en lo absoluto.
El lado más acre de la angustia colectiva –y, admitámoslo, no han sido pocas ni leves las razones para experimentarla- estriba justamente en la sensación de la pérdida del autocontrol. Cosa fatal: pues sin autocontrol, sin noción cierta de autonomía, la condición de ciudadanía también boquea. Es este el terreno ideal para la instalación de certezas invalidantes: “solos no podemos”, el rival “es invencible”, “nada de lo que hagamos cambiará las cosas”, todo eso que lleva a concluir que de la piadosa gestión del mundo depende salir del propio infierno. Un locus de control externo en el que también se agazapa, claro está, la obvia subestimación de la acción política.
Las resultas de ese pensamiento hoy nos abofetean: un gobierno impopular manda, atropella, corta cabezas, reprime, encaja bruscos jabs, hace planes a largo plazo, se mueve a sus anchas sabiendo que no encontrará ningún contendor en el ring doméstico. Desde la pendenciera ágora virtual, entretanto, el brío de una oposición invertebrada apenas se percibe. Una respuesta reducida a amenazas sin posibilidad de concreción atornilla todavía más la parálisis, el círculo vicioso del miedo.
¿Cómo zafarse de lo que parece ser una astilla hondamente clavada en nuestro ethos social? ¿Cómo rehabilitar el conatus colectivo, el potencial de una ciudadanía que desde hace rato trajina con ese espanto que la condena a su propia anulación? Ante el esguince de base, el liderazgo civil no puede darse el lujo de seguir extraviado en su propio terreno. Si partimos de la cruda certeza spinoziana de que cuando "la multitud acepta ser conducida como por un solo espíritu, no lo hace bajo el mandato de la razón, sino por la fuerza de alguna pasión común", habría que convenir en la necesidad de dotar de renovado sentido, de virtud democrática, de credibilidad y propósito nítido, de “razón apasionada” a esa conducción.
Nada fácil, sabiendo cuánto desmedro exhiben hoy las no menos acoquinadas fuerzas democráticas. Aceptar la desventaja, sin embargo, obliga a abordar el problema con criterio descarnadamente realista: y a actuar distinto, para ser distinto. Recordemos a García Pelayo cuando habla de las condiciones que todo político debe dominar: saber qué se quiere, qué se puede, qué hay qué hacer, cuándo hay que hacerlo y cómo hay que hacerlo. Sin consciencia de la finalidad, de la posibilidad; sin conocimiento de la instrumentalidad, sin sentido de la oportunidad y de la razonabilidad trabajando en sintonía con el potencial de situación, la cosecha del miedo seguirá siendo una promesa.
Mibelis Acevedo D.
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