Tras haber llegado a creer que el mandado estaba hecho, que el régimen “se va a caer solo” (como en 2018 aseguraba Felipe González), la realidad continúa aplastándonos como una robusta losa. Pasamos -otra vez- de lo sublime a lo vulgar, tragados por esa brutal lucha por la supervivencia que a menudo amenaza con sofocar las candelas de lo político. Un “Annus horribilis” al que la llegada de la pandemia puso acerba corona, cobra especial significación entre nos: sin éxitos qué contabilizar, la esperanza se licúa.
Acá estamos, azotados por el colapso de los servicios públicos, reventados por una hiperinflación que no da respiro, temiendo por la falta de una infraestructura capaz de atajar la propagación del Covid-19, inmovilizados no sólo por las exigencias del cerco epidemiológico, sino por la exótica escasez de gasolina en país petrolero. Encima, des-animados, despojados de soplo y conatus: eso que trasciende la básica “voluntad de vivir” y vincula el impulso de obrar con la consciencia, la certeza de que aquello que deseamos es también digno, es también bueno.
El resultado de estos reveses termina dando motivos para la flagelación: ¿qué pasó con el “bravo pueblo”?, se preguntan unos. ¿Hasta cuándo aguantaremos tanto maltrato?, señalan otros. Lo de la gasolina debió ser la gota que rebasara el vaso, reclaman más allá, y se invocan estallidos como el que en 1989 le resquebrajó el piso a CAP. La pasividad, el acostumbramiento a la mengua nos amenaza con la misma suerte de los cubanos, advierten también; y surge entonces la inevitable comparación con procesos democratizadores como los de Túnez, Sudáfrica, Polonia, Hungría, Checoslovaquia, Alemania, países donde el nervio de los movimientos sociales hizo la diferencia. El cuestionamiento que se extraña en ese cotejo, sin embargo, es el que remite al catalizador imprescindible: un liderazgo presto a identificar demandas particulares, articularlas en una sola fuerza, darles sentido mediante la acción colectiva. Un liderazgo dueño de una línea política nítida, impulsado por metas realistas y con auctoritas para concitar la voluntad mayoritaria de los afectados.
El problema es siempre el cómo. El problema es saber con qué contamos, hasta qué punto y bajo qué premisas pueden habilitarse esos “milagros” políticos en Venezuela. Esto sin olvidar que, como decía Betancourt, “los milagros los hacen los dioses… los hombres son los que, actuando de acuerdo con la circunstancia y fijándose metas claras, conducen la historia”.
Sin desmerecer ni un ápice la lúcida rebeldía de Betancourt frente a ese determinismo que anula a priori la responsabilidad del hombre sobre sus actos (traílla que él mismo logró cortar, y magníficamente), vale la pena hacer algún repaso de nuestros antecedentes. Habrá que convenir, entonces, en que si bien ha habido momentos de atrevido civismo en nuestro pasado, momentos en que “el demonio de la política se metió en el cuerpo de la mayoría de los venezolanos”, como apunta Elías Pino al recordar la Revolución de octubre, la poca disposición a promover movidas masivas y temerarias en aras de una ruptura abrupta del statu quo, es peculiaridad que ha marcado la relación de nuestra sociedad con la política (los ardores del octubrismo, por cierto, trocaron en pasmo y silencio cuando el buen Gallegos fue víctima del golpe de Estado, desliza también Pino).
¿Quizás haya allí un rasgo que configura cierto Volksgeist, cierto “espíritu del pueblo” que aunque nos hace proclives a la expectación, al mismo tiempo nos dota de recursos excepcionales para la lucha pacífica, democrática? Aparte del puntual, demoledor efecto de la “starvation”, el estado de privación absoluta que inhibe toda vocación de los pueblos a “alzarse”: ¿no es justo mirar en aquella expresión los guiños de un modo de ser, cierto temperamento, cierta unidad cultural con valor de auto-preservación –noción afín a la concepción herdereana- contradiciendo la fábula de que el cambio político en Venezuela sólo vendrá dado por una épica, violenta confrontación con el opresor?
A fin de no lucir desconectados del mapa de lo posible, de lo que efectivamente la gente está dispuesta a dar y hacer, hay señales que no deberían desatender quienes aspiran a dirigir los destinos de la nación. Un llamado a “rebelarse” como el que desde el cortijo tuitero lanzó recientemente el mismo sector de la oposición vinculado a los chuscos eventos del 23F, el 30A o Gedeón, por ejemplo, habla no sólo de la limitación para leer los agobios del presente, para advertir que una protesta social relevante no camina sin una conducción inspiradora, disciplinada y consistente; para notar que el número de descreídos aumenta o que un grueso porcentaje de la población prefiere acuerdos antes que confrontación. También desnuda la resistencia a entender con razón sensible esa idiosincrasia que en nada se concilia con las fantasías heroicas de algunos.
Irónicamente, todo sugeriría que a expensas del binomio mitológico que, según Ana Teresa Torres, domina nuestra cosmovisión, este liderazgo también se debate entre el mito bolivariano y el mito democrático. La propia revolución surgió de ese desgarro. Los ecos de un tiempo heroico plagado de “banderas libertarias y proclamas disolventes, de dictaduras sangrientas y sufridas resistencias” no dejan de seducir el imaginario colectivo del país, eclipsando al mito democrático, que peca de inconcluso. Las fallas del siglo XX facilitaron el asincrónico salto al belicismo del XIX; del retorno de valores militaristas legitimando revueltas en nombre de los oprimidos, en fin, no nos libramos.
Pero luego de otra bofetada de realidad, nos preguntamos si la renuncia a esas recetas que poco difieren de las que antagonizamos, es posible. La ilusión de un fast-track por encargo que no exigiría unidad amplia ni organización interna, exhibe también sus falencias. Seguros de que una transición jamás podrá ser excusa para la devastación, justo sería zafarse de esos mitos que invalidan, reconciliarse con lo disponible, apreciar su alcance para espantar la idea de la suerte sellada. Y prepararse para “construir capacidades” como una vez se prometió, pero esta vez por medio de victorias institucionales, esas que habilita la vía electoral.
Mibelis Acevedo D.
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