Nada tiene la fuerza de la palabra. Sólo pronunciarla, le confiere una especie de magia. Una magia capaz de transformar lo que su vibración o longitud de onda, alcanza. Hay quienes dicen que la palabra es mágica. Incluso, para otros es peligrosa. La comparan con el filo de una espada por su letalidad. Cuando roza su objetivo, puede herir de muerte.
La poesía es su mejor medio para sublimar el espíritu. Para amalgamar sentimientos. Para exaltar emociones. Para exhortar pasiones.
Pero para la política, la palabra adquiere otro matiz. Tan distinto del abordado por la poesía, que se torna en elemento de coerción. En mecanismo de decisión. O en instrumento de acción. Sólo que en manos de quienes ejercen la política con la inmediatez del oficiante improvisado o ansioso de poder, la palabra pierde su virtud liberadora y justiciera. Así se convierte en razón que encadena al hombre a consideraciones falseadas. Igual, le sirve de cómplice de cuanta represión es ordenada.
El problema que expone la política desde la perspectiva que le ofrece la palabra, fue debidamente explicado por Demóstenes, uno de los oradores más prominentes de la Grecia antigua. Manifestaba que “debía ser propio de todo buen ciudadano, preferir las palabras que salvan a las palabras que gustan”. Un perfecto concepto de oratoria política.
Precisamente, acá radica el problema que envuelve a la política en un manto de perturbadora ambigüedad. El populismo, es la mejor demostración de una narrativa que manipula, antes de ser mecanismo de construcción. Sin embargo, la historia política ya había demostrado la realidad bajo la cual se halla soterrado dicho problema.
La doctrina marxista, es reflejo vehemente del carácter maniobrero con el cual se manejó la palabra. El Manifiesto del Partido Comunista, por ejemplo, sirvió de terreno dialéctico al proyecto político publicado en 1848 con el propósito de arrebatarle el terreno al incipiente capitalismo de entonces.
El marxismo es un caso de gruesa tragedia dialéctica que embadurnó de compromisos y condiciones que nunca fueron de posible o factible realización. Particularmente dado los intríngulis que, alrededor de las susodichas realidades se mantenían apegados a cerradas posturas políticas propias de los siglos XV, XVI, XVII , XVIII y XIX. Incluso, el siglo XX fue tramado por la incidencia de criterios marxistas que resultaron complotados a causa de las mismas circunstancias dominantes.
Las tendencias que primaron la segunda mitad del siglo XX y lo que va del XXI, han sido calcadas de prácticas pusilánimes pero fuertemente cargadas de resentimientos acaecidas en medio de fértiles terrenos ideológicos inspirados en las imprecisiones del marxismo. De un marxismo que partió de consideraciones cuyas ambigüedades hicieron que se establecieran criterios políticos bastante libres de interpretación.
Tan crasos fueron los problemas que esto ha ocasionado, que a estas alturas del tiempo (entrada la tercera década del siglo XXI) siguen siendo diatribas recurrentes. Pero generadas por imprecisiones y carencias contenidas por la doctrina marxista.
Venezuela, no escapó de tales arremetidas. Y lo peor de todo, es que las mismas han sido promovidas por el militarismo campante. En su convulsiva asociación con un civilismo ramplón, elemental y fanfarrón. De ahí que el proyecto político asumido como plantilla de la gestión gubernamental ejercida desde 1999, ha estado signado por el patético concepto expuesto bajo la relación “cívico-militar” de la cual se ha servido para actuar al margen de la palabra.
No ha habido palabra marcada por el respeto hacia la institucionalidad pautada constitucionalmente. Tampoco, por la palabra asumida desde la teoría política, la teoría económica y la teoría social. Dichas teorías, como referentes capaces de direccionar y viabilizar acciones trazadas con la seriedad que implica la conducción de un “Estado democrático y social de Derecho y de Justicia” (Véase Artículo 2 constitucional)
Y no sólo, lo que traduce la significación de tan fundamental declaración que pudiera trascender contingencias propias de realidades políticas ensambladas en un pluralismo político necesario. Si no que igualmente derivan de otras alusiones político-jurídicas contenidas en el texto constitucional. Y que bien derivan de conceptos que pautan el andamiaje socioeconómico y sociopolítico de la nación. Pero que lingüísticamente, dado el carácter aleatorio de la política nacional, impuesta a fuerza de represión e intimidación, se deja de lado.
Es decir, el país vive supeditado a lo que cabe en una sucinta interpretación de los que concibe la Carta Magna venezolana. Todo se hace al voleo, con la más urdida cizaña posible. O sea, sin respeto a la palabra
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