Dicen que cuando el alumno está listo aparece el maestro. Creo que lo mismo se pudiera aplicar a los países cuando enfrentan crisis permanentes, porque, solo cuando están listos aparecen los verdaderos rescatistas. Pero, si el maestro ha sido formado por nuestro sindicato experto en la destrucción, arribarán los “mil usos” con sus potajes mágicos para engañarnos y destrozar nuestras esperanzas. Y en México tenemos ejemplos muy ilustrativos. Hay una leyenda que narra cómo, cuando los españoles destruyeran Tenochtitlan, uno de sus sacerdotes emitió una maldición para que todos los gachupines futuros líderes del país, lejos de ser los maestros inspiradores, fueran sus destructores.
Desde su independencia México empezó a sufrir los primeros síntomas de esa maldición cuando se envolvía en interminables luchas intestinas que lo harían perder el siglo 19 y su revolución industrial, para sumergirse en el caos y la miseria. Pero, cuando era tiempo, aparecía Porfirio Diaz para apaciguarlo, ordenarlo y se iniciaba una era de crecimiento y desarrollo. EU (¿la maldición?) ya empezaba a mostrar los colmillos de su intervencionismo persiguiendo su “destino manifiesto” y, con la victoria de los aliados en la primera guerra mundial, se ubicaba en una posición ideal para arreciar sus planes con un presidente Wilson quien, de forma descarada, blandiera esa bandera explotadora.
Porfirio Diaz ya había recibido un aviso de parte del presidente Taft en su ríspido encuentro en El Paso-Ciudad Juarez en 1908, que fuera el anuncio de la revolución mexicana. El presidente Diaz, de forma tajante rechazaba las consideraciones del presidente de EU. Era un plan para desarrollar en nuestro país que incluía la socialización del campo implementando el ejido. Para darle potencia a ese plan, EU enviaba a México como embajador a un hombre diabólico, Henry Lane Wilson, quien, en su momento, lograría el control total de la política mexicana y el presidente Diaz, al resistir esas presiones, sellaba su suerte y tuviera que renunciar.
Wilson le daba la bienvenida a Madero bien entrenado por las logias masónicas en su estancia en Nueva Orleans. En esos momentos se reafirmaría la maldición que perdura hasta el día de hoy. Madero, rápidamente se enfrentaría a un fenómeno especial, el hambre del pueblo, la ambición desmedida de los revolucionarios, y las garras de lo que ya era el embrión del EP cuando Lane Wilson, ante las negativas de Madero, amenazaba con una invasión de marinos. La maldición cobraba su primera víctima cuando Madero fuera asesinado por órdenes de Wilson, siguiendo instrucciones del naciente EP en esos momentos representado por su Departamento de Estado. El líder del golpe, Victoriano Huerta, era instalado como presidente, pero llegaba ya acompañado de la maldición y sería rápidamente derrocado para abandonar el país en desgracia.
En los años siguientes, desfilarían en la presidencia Carranza que también fuera derrocado y asesinado. Era el turno de Obregon quien, al tratar de reelegirse, igualmente sería asesinado y otro sonorense tomara las riendas del país en lo que se conocería como el Maximato, Elias Calles. Los militares continuarían al timón del país sin disgustar a la maldición hasta que Miguel Alemán apareciera en el escenario político, se iniciaba el desarrollo estabilizador y México crecía y prosperaba. La maldición parecía haber desaparecido y, durante los 60s, México tendría un comportamiento ejemplar y el futuro lucía prometedor. No nos dimos cuenta qué, la maldición saldría de su madriguera con una poderosa fuerza montada sobre un taciturno burócrata llamado Luis Echeverria, a quien, desde su primer día en la oficina del poder, lo azotaba con la furia de un tornado. Seis años después, entregaba un país en ruinas, devaluado, endeudado, habiendo destruido el desarrollo estabilizador y el futuro de los mexicanos.
Le cedía el bastón de mando a quien, por la misma desgracia y la desesperación del pueblo, se le identificara como el salvador, Jose Lopez Portillo. Pero con el bastón de mando recibía también la maldición y, lejos de administrar la abundancia que anunciara, nos dejara un país todavía más grave de cómo lo recibiera y, en 1982, tendría que declarar su bancarrota y mendigar ayuda de los EU. Un país que, con una pesada carga, navegaría sin rumbo en un mar embravecido sin tener en el horizonte un posible capitán que lo rescatara y llevarlo a puerto seguro.
Sin embargo, en 1988, una nueva generacion de políticos tomaba control de esa nave que, una vez más, revivía su esperanza seguros que la cruel maldición ahora si desapareciera para siempre. Carlos Salinas de Gortari, a la cabeza del grupo, durante cinco años lograba resultados increíbles y en los círculos internacionales se hablaba del “Milagro Mexicano”. Pero la maldición una vez más anunciaba su presencia con el estallido de una guerrilla que era solo el inicio de un feroz tornado que le costara la vida al candidato Luis Donaldo Colosio y, quien lo sustituyera, acosado por la maldición, aceptaba una devaluación innecesaria que de nuevo tendía al país en estado comatoso.
Con sus heridas sangrando, Mexico continuaba su vía crucis hasta que los mexicanos pensaran requerían un verdadero milagro. Y que mejor forma de ejecutarlo que dando esa responsabilidad a un imponente vaquero de casi 2 metros de estatura, una voz que hacia cimbrar la nación anunciando que finalmente llegaba el verdadero salvador y los mexicanos se postraban ante él como sus antepasados lo habían hecho con Cuauhtémoc y Moctezuma. Su nombre era Vicente Fox quien, calzando botas vaqueras y un abundante bigote, ratificaba la esperanza del país seguros era el Quetzalcóatl que tanto habían esperado. Pero, el mismo día de su victoria desaparecía el imponente vaquero y, como en la cinta “The Wizar of Oz”, de la trastienda, en lugar de un ogro feroz, emergía un hombre débil, hablantín, indeciso, para darnos cuenta la maldición regresaba para quitarle los espolones al bravo gallo.
La nave regresaba a su penoso navegar y, ya invadidos por el pánico, desesperados preguntábamos ¿Quién podría destruir la maldición? Era natural pensar en aquella pandilla experta en los trucos inventados por los viejos revolucionarios. Regresemos a nuestros orígenes pues es sabido que vale más malo conocido que bueno por conocer, y para que la cuña apriete debe ser del mismo palo. El pueblo, invadido por la histeria, se volcaba ahora hacia un joven candidato y su bella gaviota, Enrique Peña Nieto, no enviado por un maestro, sino por una maestra, Alva Esther Gordillo, solo para comprobar que mala hierba nunca muere y esa pandilla era la victima original de la maldición que siempre habían cargado con ellos.
Esa maldición que gravara en la profundidad de sus interiores la tabla de esos mandamientos; corrupción, ineptitud, deshonra, la violencia y la traición. Una maldición que, como tiro de gracia, ahora nos ha servido al arriero del apocalipsis con sus mulas hambrientas anunciando la destrucción final, y ya no hay más tiempo para invertirlo en esa espera que nunca ha llegado, tal vez porque nunca la hemos merecido.
Ricardo Valenzuela
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