Por un
lado, están los que ven en la unidad un medio para atenuar la mella de las
fuerzas opositoras, los interesados en apuntalar la democracia desde su base de
sustentación lógica: estrujando el potencial del voto cada vez que sea posible.
Un músculo debilitado por la falta de calistenia electoral, claro está, requerirá
invocar de inmediato el vigor del “E pluribus unum”, “de muchos, uno”, la unión
en la diversidad. Por otro lado, están quienes descartan la participación
mientras no se den condiciones para celebrar presidenciales y parlamentarias
libres, justas y verificables. En este caso, el interés responde a llamados
como el del Grupo Internacional de Contacto. Unión de partidos para avanzar
hacia “un mayor diálogo”, la negociación que habilitaría mecanismos para una
transición.
Si
bien las elecciones figuran en ambos relatos, es obvio que su irrupción e
impacto en cada hoja de ruta varían. Eso marca trechos sustanciales entre una
postura y otra, la de lo disponible y la de lo ideal. Entre esa alianza
utilitaria y amplia a la que unos aspiran para trajinar “aquí y ahora” con el
desafío doméstico, y la articulación sectorial que, en pos del “quiebre”,
invoca el patrocinio de esa criatura movediza y variopinta, la cada vez menos
predecible comunidad internacional.
No falta quien opina que no debería descartarse la síntesis entre ambas visiones. Los boquetes endémicos de la abstención, sin embargo, sí obligan a priorizar planes y acciones, a detectar aquellos que condicionan otros eventos y permiten avanzar gracias a la eventual superioridad numérica. Esta unidad de propósito qué implica integración de actores distintos en función de una meta -disputar el poder del adversario común- apelando a un método del que dimanan tareas nítidas y sobre las que se tiene algún control, es premisa que dio vida a la MUD. En atención a eso, la alianza-pacto coronó con la conformación de una plataforma electoral que visibilizó y legitimó a cierto liderazgo; el mismo que en 2019 asumió la representación de la oposición a la hora de entenderse con gobiernos democráticos del mundo.
He
allí la historia de un contrato incumplido, no obstante. Dentro de la alianza
(una electoral, sin vueltas ni pesares) y desmereciendo los métodos de lucha
aceptados como válidos por todos, hubo sectores que nunca dejaron de operar de
modo unilateral, y según sus personalísimos términos. Así, contraviniendo los
protocolos de deliberación que entraña una dirección colegiada, la vía
democrática-constitucional-pacífica-electoral fue una y otra vez soslayada,
subestimada, malherida. Bajo el asalto salidista no sorprende que la coalición
haya sucumbido; pero la disonancia de base sigue bullendo. Lo relevante del
repaso es que esta díscola deriva marca el pulso de una discusión que no
termina de zanjarse. Algo que más allá de discrepancias programáticas,
pareciera remitir a un choque con rígidas políticas identitarias. (Esas que,
por cierto, modelan el alma del secesionismo).
Tras
la ruinosa performance de los alborotadores, los deudos del “cese de la
usurpación”, volvemos entonces a interpelarnos: ¿para qué debe servir la
unidad? ¿Es deseable una estrategia que anula al sujeto político? Asimismo,
¿cuán viable resulta una alianza promiscua, una signada por el autodestructivo
hacinamiento de visiones o la limitada contención de voluntaristas e
intransigentes?
Por
supuesto, la unidad política -atributo que, según sondeos de opinión, los
venezolanos siguen valorando y exigiendo- siempre se trata de juntar lo que
luce distante y distinto; de sumar, lo más posible. Pero tales diligencias no
se emprenden acá en un sentido puramente romántico o fútil. Un liderazgo
transformacional, ganado por la “philía” antes que por el ensimismamiento,
consciente de su impotencia en la disgregación y por tanto presionado a
trabajar desde y con la diversidad, entenderá el matiz.
El
caso de Betancourt, Villalba y Caldera da fe de esa cualidad. Líderes
enfrentados a fondo por sus paradigmas, rivales en lo doctrinario pero con
comprensión cabal del momento que vivían en una Venezuela en la que “hay que
cambiarlo todo” (como afirmó Caldera en la Asamblea Constituyente de 1946),
supieron aquietar ímpetus y cooperar cuando la pragmática brega unitaria lo
requirió.
Que
haya unidad y pacto, entonces: eso esperamos. Pero una unidad que, al servir a
la mayoría, apueste también a encontrar fuelle y nervio en esa misma mayoría
organizada que algunos se empeñan en mutilar. Nos consta que el poder que nace
de tal unión, la capacidad humana de actuar en concierto, como diría Hannah
Arendt, al mismo tiempo vive amenazado por quienes no soportan la idea de verse
diluidos entre los más. En este sentido es justo tener en cuenta a Popper y su
“Paradoja de la Tolerancia”: “si extendemos la tolerancia ilimitada incluso a
aquellos que son intolerantes”, si no nos preparamos para defendernos “contra
las tropelías de los intolerantes, el resultado será la destrucción de los
tolerantes”.
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Venezuela
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