La
máxima verdad del cristianismo, en cambio, propone un mensaje radicalmente
distinto. La felicidad humana consiste en la imitación de Cristo, Dios hecho
hombre que habitó entre nosotros, enseñándonos el camino humano de la felicidad
expresado en las bienaventuranzas, que no son otra cosa que un canto al
desprendimiento de sí mismo al servicio a los demás. Se aproxima al nirvana sin
desdibujar la individualidad de la persona. Todos estamos llamados a encarnar
un proyecto de vida inspirado en Cristo y las bienaventuranzas.
Testimonios
de conversión coinciden en la afirmación de que fue la unidad de la Iglesia
católica lo que les hizo abandonar el protestantismo y abrazar la fe católica.
Recuerdo
en concreto a una persona que decía: «Mi iglesia solo la encuentro en mi
barrio; la Iglesia católica la consigo por todas partes, y me da un poco de
envidia ver que mis amigos católicos encuentran su casa en cada lugar».
Pese
a divisiones y cismas seculares, la fuerza de esa unidad sigue gravitando
alrededor de la figura del romano pontífice como representante de Cristo en la
tierra, mediante una tradición conocida como la tradición apostólica. La
esencia de la unidad católica es tan simple como difícil de personificar, pues
se basa en una premisa fundamental: «El que quiera seguirme que se niegue a sí
mismo». Esa máxima no puede provenir sino de aquel que se anonadó a sí mismo
despojándose de su divinidad, se hizo hombre y murió condenado en una cruz.
La
unidad, ese anhelo tan grande de los venezolanos de hoy, no solo está en
peligro por las muchas divisiones de las fuerzas opositoras al chavismo, sino
que está siendo utilizada como pivote de «aggiornamento» del discurso chavista.
Decía
Mibelis Acevedo recientemente: «Allí el gobierno, hablando de reconocer la
diferencia, de dialogar, de aceptar la pluralidad… apropiándose del lenguaje
que debe esgrimir el campo democrático. Ojalá ese discurso no desemboque en el
típico vaciamiento de significados que promueve el hacer autoritario».
Vemos
un gobierno que se apropia del discurso opositor con todas sus letras y
significados, porque ha aprendido que se puede hablar de una falsa unidad:
«unidad alrededor de mi proyecto», en lugar de la unidad cristiana o del
anonadamiento del nirvana. Ese personalismo es perfectamente compatible con su
lógica revolucionaria.
No
alcanzaremos la unidad hasta que no seamos capaces de entender que no puede
haber unidad sin negación, sin anonadamiento. Líderes opositores a dictaduras
de aquí y de allá han dejado testimonios fehacientes de desprendimiento y
concesiones impensables para poder avanzar en la búsqueda de libertades civiles
y democráticas.
Cuando
el barco se está hundiendo nadie piensa en sus pertenencias sino en la
necesidad de salvarse. Lo mismo ocurre al término de la guerra: los victoriosos
solo piensan en retornar a sus hogares; se olvidan de sus inútiles pertenencias
—armas, foto de la amada, cantimplora— que ya no sirven para nada.
La
iniciativa del foro cívico se presenta como una alternativa de unidad superior
alrededor del verdadero fin de la política que es el bien común, las libertades
y el ejercicio de los derechos ciudadanos.
Ellos
no hablan de mesianismos tontos sino de soluciones concretas, no se erigen como
el centro de la unidad sino que ofrecen alternativas para avanzar; no hacen
actos de protagonismo sino de civismo. Irrumpen con fuerza nacional y son
capaces de llegar a la periferia porque su pluralismo y gama de propósitos les
permite avanzar rápidamente.
En Unión y Progreso seguimos comprometidos con ese propósito de unidad superior, así lo hemos manifestado en las reuniones zonales de promotores de nuestro movimiento ciudadano.
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