domingo, 30 de mayo de 2021

ESPECIAL DEL DOMINGO: ESPECIAL DEL DOMINGO. SOLEDAD MORILLO BELLOSO: EL PALABREO DE LAS RAMOS

MANOS CURTIDAS

Eulalia, Eunice y Evangelina eran expertas en el arte del arrollado del tabaco. Acaso por ello, el cabello de todas, largo, sedoso, negro azabache, estaba permanente aromatizado. Cuando caminaban por las calles y veredas de la primogénita del continente, de la ciudad donde nace el sol, dejaban una estela. Dicen que eso era lo que ejercía sobre los hombres una suerte de sortilegio. Que hombre que las olía, quedaba para siempre prendado de ellas.
 
Las Ramos eran de poco hablar, acaso porque, generación tras generación, guardaban un secreto, un gran secreto. Nadie sabía a ciencia cierta cuándo habían comenzado a dedicarse al quehacer de estirar hojas secas, arrollarlas unas sobre otras, hasta producir un tabaco sólido, bien firme y de sabor espléndido. Acaso la tradición provenía de aquellos tiempos de la guerra, luego de la emigración, cuando los hombres se fueron al combate y las mujeres quedaron a cargo de una tierra otrora fértil, otrora linda, otrora amable, otrora…
 
Sin hombres las mujeres se dedicaron a tejer sueños, a arrollar tabaco, a hilar esperanzas, a llenar cántaros con lágrimas, a mirar el mar y buscar una señal, a tratar de vivir. Y las Ramos venían de allí, de esa estirpe de mujeres que vieron dolor, que sudaron angustia, que acunaron y cuidaron a los niños de mantuanos y próceres, con la renuncia a cuestas, con las manos curtidas hasta el punto de asemejar la textura del tabaco. Las Ramos tenían historia metida en los bolsillos de sus delantales y el secreto tatuado en la mirada.
 
Las Ramos eran herederas del silencio forzado, custodias de eso que ocurrió para evitar una enorme tragedia, ese escape que se fraguó en noche de luna nueva, en tiempos de sangre y dolor, de patria naciente, de pólvora y filo de sables, cuando la vida valía poco, salvo para quienes con su sangre y sus lágrimas escribieron la palabra sacrificio. La libertad tiene muchas caras. Y las mujeres, sin importar el linaje, cualquier cosa estuvieron dispuestas a hacer para proteger a quienes no eran sino almas inocentes, víctimas de una tierra que entró en desvarío y tormento.
 
Dicen que todo ocurrió una noche de luna llena, al calor de pasiones y ansiedades. Una noche en la que tres mujeres se despojaron de sus joyas, sus mantos y su honra, y regalaron su amor al mismo hombre. Y esa noche, en Cumaná, cuando un manojo de nubes tapó la luz de la luna, tres pasionarias cometieron el mismo pecado, el de seducir a quien fuera el redentor de los hijos del sol, el que nació en la ciudad de donde nace la luz, en esa villa de leyendas y de sueños infinitos, donde el tabaco se mezcla con la piel y hace que sus vástagos se acerquen a la divinidad.
 
Cierto o no, al menos así se lo habían contado las abuelas a las Ramos y esas lo habían escuchado casi en confesión de boca de sus abuelas. Y si la verdad fue trastocada en el tiempo, se hizo cierta por obra de un deseo infinito de encontrar respuestas a preguntas extraviadas. El ardor del deseo logra lo que lo que el viento de la realidad pretende asfixiar.
 
Si la historia fue apenas ficción o fábula, para las Ramos esa verdad había marcado la vida de todas las mujeres de una familia que, desde tiempos de sangre y dolor, no hizo sino aprender las lecciones de la supervivencia.
 
Aquella noche, aquella noche de tribulación, en la hacienda se preparó festejo en honor de los oficiales patriotas. Las estrellas hicieron guiños, la luna se hizo la tonta y el rumor del mar acalló conciencias. Y el licor le jugó truco a la historia…
 
TRES NIÑOS Y A LA MAR…
 
De ello poco se sabe y acaso mucho sea gorjear de golondrinas. Pero se dice que una noche de luna nueva, teniendo como cómplices a las tinieblas y a una lluvia pertinaz y en medio de una bruma de pólvora, tres mujeres se escabulleron de Cumaná, cargando a tres niños, hijos de augustas mantuanas.
 
La guerra había llegado nuevamente a Oriente y las nodrizas hicieron lo que toca a cualquier mujer que ha recibido en cuidado a infantes: protegerlos contra la adversidad, aun a riesgo de la propia vida. Huir de la muerte, correr hacia la vida, era la única posible consigna.
 
Como pudieron, llegaron a Güiria y de allí, luego de pagar con platería y joyas, embarcaron hacia Trinidad. Allá palabrearon una entrevista con un comerciante canario, con quien pudieron acordar la adopción de los pequeños.
 
El hombre en cuestión sólo hizo una pregunta:

– ¿Cómo se llaman los niños?
 
Tres voces respondieron una tras otra:

– Manuel Antonio.

– Juan Antonio.

– Pedro Antonio.

– ¿Acaso son hermanos?

– Tienen el parentesco que regala la guerra – respondieron las tres mujeres al unísono.
 
Dicen que algunas semanas más tarde, tres señoras jóvenes de Tenerife recibieron en su hogar a los niños y a sus nodrizas, sin mediar preguntas, y los criaron como propios, como una suerte de premonición de los versos aún no escritos del poeta: “Cuando se tiene un hijo se tienen todos los hijos del mundo”.
 
Y así, Manuel Antonio se convirtió en Morales, Juan Antonio en Hernández, y Pedro Antonio en Betancur. Nunca les fue revelado su verdadero origen. Un decreto pesaba sobre su futuro: “Españoles y canarios contad con la muerte…”.
 
Las guerras terminan, pasan, dejan su estela de destrucción y dolor y el olvido y el perdón no encuentran tierra fértil. Y la infancia no le pide permiso a la guerra para seguir su paso por la vida.

– Madre, ¿a quién me parezco? – pregunta un Manuel Antonio ya adolescente
– A un tío de tu padre.

– Madre, en tus múltiples viajes, ¿has estado en Trinidad? – indaga un Juan Antonio a quien la curiosidad le acecha tras los portales de su vida.
– Sí hijo, muchas veces.

– Nana Eulalia, si naciste en Cumaná, ¿por qué viniste a Tenerife? – cuestiona un Pedro Antonio que vigila el hacer de un bollos fritos.
– Porque tu padre me salvó la vida.

– ¿Y por qué tú y las nanas Eunice y Evangelina, si no son hermanas, tienen el mismo apellido?
– Porque llegamos a Tenerife un Domingo de Ramos.

– ¿Y vinieron solas?
– Llegamos con Dios.

Años más tarde, Manuel Antonio, Juan Antonio y Pedro Antonio, ya jóvenes diligentes en las artes del comercio, caminan por Garachico.

– Me dijeron que asesinaron a Sucre, que le tendieron una emboscada en Berruecos. No se sabe quien lo mató. – comenta Manuel Antonio.

– ¿Y quién es Sucre? – Pregunta Juan Antonio.

– Sucre, Antonio José de Sucre, el de Cumaná – apunta Pedro Antonio.

– Ah, ese Sucre, el que la Nana siempre me dice que es el mejor hijo del sol.

– Mi Nana me ha hablado tanto de Cumaná, que sueño con ir allá alguna vez – dice Manuel Antonio.

– A mí la Nana Eunice siempre me insiste que tengo que ir.

– Pues algún día habremos de embarcarnos hacia Cumaná.

– Y llevaremos a las nanas, pues. – Y a las niñas de las nanas también.
– También.

Cuentan las golondrinas que, tan pronto desembarcaron en Güiria, las nanas, acompañadas de sus hijas, se hincaron y besaron el suelo. Y cuentan también que las tres mujeres tan pronto arribaron a Cumaná arrastraron sus huesos débiles, se dirigieron prestas a la Catedral, a la hora del Angelus. Exigieron a sus hijas, de nombre igual al de ellas, y a Manuel Antonio, Juan Antonio y Pedro Antonio que asistieran al servicio.
 
Llegaron, caminaron por la nave central, se arrodillaron frente a la imagen de Santa Inés, patrona de Cumaná, se persignaron, y tan pronto se dieron vuelta, sus miradas se cruzaron con las de otras tres mujeres, enmantilladas, de riguroso negro, con ese aspecto seco que sólo refleja años de dolor.
 
Dicen que se sintió un ventarrón gélido,  que las seis mujeres cayeron muertas, con tan sólo un quejido de asombro de por medio.
 
Dicen que el cura párroco sufrió un vahído, que su cerebro se vio afectado por ello y que nunca más volvió a pronunciar palabra, pero que sus ojos estaban permanentemente abiertos y que de ellos llovía lágrimas.
 
Dicen que a su muerte, algunos años después, Eulalia, Eunice y Evangelina Ramos, ya convertidas en nanas de los hijos de Manuel Antonio, Juan Antonio y Pedro Antonio, prósperos comerciantes establecidos en Cumaná, recibieron una carta, lacrada y sellada.
 
Dicen que en esa misiva, que sólo podían abrir las Ramos, había un secreto que sólo debían conocer ellas, y Dios.
 
1955…
 

En marzo de 1955, Manuel Antonio, Juan Antonio y Pedro Antonio, comerciantes, dueños de “Morales, Hernández & Betancur, Sucesores”, toman unas copas en la terraza del Hotel Majestic y disfrutan una vista espléndida de El Zócalo. Celebran una exitosa reunión de negocios. El tabaco de Cumaná tenía puerta franca en México.
 
En la esquina, un hombre lee, escribe y de cuando en cuando mira. Algo en esos tres que hablan y festejan le resulta atractivo, hasta familiar. Y el aroma de sus tabacos crea un ambiente mágico. A su nariz llegan olores de su tierra, de su playa, de su mar, de sus calles. Hace tanto del exilio, pesa tanto la lejanía, que toda la vida se le volvió añoranza y hasta tiene el dolor apolillado. Cierra los ojos y se deja llevar por los recuerdos. Una voz lo saca de su ensimismamiento.

– Disculpe, ¿no es usted Andrés Eloy Blanco?

– Dirá usted más bien lo que va quedando de él.

– Mi nombre es Manuel Antonio Morales, soy cumanés, al igual que mis socios. Sería un honor que usted aceptara tomar una copa con nosotros.

– Vaya, pues, paisanos. Algo me decía que ese olor era señal de que tenía de vecina de bar a la venezolanidad.
 
Existe una suerte de conexión inmediata entre hombres que beben brandy y fuman tabaco. Es como si requirieran menos palabras, como si los gestos fueran entendidos sin mediar explicación.

– ¿Un tabaco, Maestro? – Ofrece presuroso Manuel Antonio.

– No, gracias, mi alma débil no soporta ya tan fácilmente hundirse en la nostalgia de Cumaná.

– “Luna de Cumaná, para encenderte… la lámpara de arrullo que me duerma… y el postigo de voz que me despierte” – recita Pedro Antonio..

– Caramba, conoce usted versos de este humilde exiliado.

– ¿Y quién no lo conoce a usted, poeta? Mi mujer arrulla con sus versos a mis hijos.

– ¿Qué me cuentan del país? – atina a preguntar.

– Venezuela no es un país, es un patio de trapisondas, de desatinos y desmanes de esbirros trasmutados en gobernantes. Venezuela es el jardín privado de un reyecito inventado en la trastienda de la bajeza – apunta con enfado Juan Antonio.

– ¿Qué lee, Poeta? – pregunta Pedro Antonio.

– Me leo, a ver si logro encontrarme. Leo, y es mi Venezuela como la becerrera, “trenzando cana y quebranto, y ha sufrido tanto y tanto y enterró tanto recuerdo que tiene el costado izquierdo como capilla sin santo”. – Dice el hombre con voz queda.

– Lo noto deprimido, renunciando a todo, apunta Manuel Antonio.

– Mi buen amigo, “a cada instante renunciamos un poco de lo que antes quisimos y al final, ¡cuántas veces el anhelo menguante pide un pedazo de lo que antes fuimos! Yo voy hacia mi propio nivel. Ya estoy tranquilo. Cuando renuncie a todo, seré mi propio dueño; desbaratando encajes regresaré hasta el hilo. La renuncia es el viaje de regreso del sueño… Pero los cuatro que aquí estamos nacimos en al misma tierra, la del pueblo elegido para llenar de tumbas y de patrias a América…”
 
El 22 de mayo de ese mismo año, una noticia acapara los titulares de los principales periódicos de México: “Fallece trágicamente en accidente de tránsito poeta, político y pensador venezolano Andrés Eloy Blanco”.
 
Ese mismo día, un diario de Cumaná publica, en un sus páginas interiores: “En accidente de tránsito fallecen Manuel Antonio Morales, Juan Antonio Hernández y Pedro Antonio Betancur ”.
 
En la tarde de ese 22 de mayo, en una Cumaná de cielo encapotado, en el triple velorio, tres mujeres, Eulalia, Eunice y Evangelina Ramos, están en una esquina. Lloran. Luego de las exequias, se van a la playa, y frente al mar encienden un tabaco.
 
Una de ellas saca del bolsillo un papel, amarillento, comido por los años y el dolor. Poco a poco, el fuego va consumiendo la hoja; poco a poco, el viento se va llevando al mar un secreto convertido en cenizas.
 
 2002…
 
– Eunice, ya pronto será 4 de junio.
– Sí, lo sé, puedo sentir la angustia. Ya tengo listos los tabacos para esa noche. Esta vez será distinto.
 
La noche del 4 de junio Las Ramos se juntaron en al playa. Rezaron un Ave María y un Padre Nuestro, y con un tabaco procedieron a quemar un papel amarillento. El viento se llevó las cenizas y el secreto.
 
 LAS RAMOS
 
Huelga aclarar que la historia de Las Ramos carece totalmente de fundamento histórico. No es ni tan siquiera una leyenda, o algo que se sienten a narrar los lugareños mientras toman el fresco en los portales de las casas en Cumaná. Es tan sólo el producto de la imaginación. Una fabricación, un subterfugio, una excusa para poder adentrarme en temas que considero vitales en este ejercicio de entender a Venezuela, de entendernos como venezolanos, y de quizás por esa vía darle un pedacito de espacio, un refugio, un santuario al buen amor por este país. No hubo noche de plenilunio, ni acto de pasión con esas tres mujeres, ni niños salvados que fueron embarcados rumbos a Canarias, y cuyos descendientes finalmente se toparon con Andrés Eloy. No hubo tal accidente que cegó al vida de tres prósperos comerciantes cumaneses. Este cuento no fue sino una licencia literaria para – ojalá – haber cautivado su atención, y compartir conocimientos y pasiones sobre la hermosísima Cumaná, la industria del tabaco, la relevancia de la impronta que los “isleños” han dejado en nuestro devenir, y una manera respetuosa de rendir homenaje a dos venezolanos de excepción que fueron nuestro Mariscal Antonio José de Sucre y nuestro enorme poeta Andrés Eloy Blanco. Sí, nuestros, dicho así, con la humildad de quien entiende que es una suerte inmensa, una gracia de Dios, una genuina y quizás inmerecida bendición del cielo que esos dos hombres hayan sido venezolanos.
 
Es la primogénita del continente. Hermosa entre hermosas. Y sin embargo, hace años que es la gran olvidada, la malquerida, por utilizar lenguaje de boleros, como si Cumaná nunca hubiera sido gloriosa e importante, como si no tuviera un sitial categórico en nuestra nación. Y la hemos relegado apenas, y con penas, a la mera categoría de “punto turístico”. En ocasiones no sé bien si la tristeza es mayor que la vergüenza. Pregunto a los muchachos qué saben de Cumaná, y sólo escucho respuestas como: “cerca de Mochima, que tiene buenas olas…”. La ciudad donde nace el sol relegada a condición de referencia playera.
 
Pero la culpa no es de los muchachos; es de quien mal les enseña, o, peor aún, nada les enseña. De quienes permitimos que esos cerebros y esos corazones se divorcien de la historia, desconozcan el pasado y se deshagan de él como quien lanza un pedazo de papel al cesto de la basura. Y luego nos preguntamos en qué momento y cómo fue que perdimos el rumbo, y hasta nos llenamos la boca con desparpajo y descaro, y soltamos frases como “bueno, los mexicanos sí tienen historia”. Quizás no alcanzamos a entender que la ignorancia es el pavimento del camino hacia la mediocridad.
 
Pero ahí está Cumaná, bella, incólume, leal, enhiesta, la que se niega a morir a pesar de los desaires y el mal de amores, la que vio nacer a Antonio José, y lo vio tornarse de estudiante de matemáticas en hijo redentor; la que nos regaló la maravilla de un Andrés Eloy cuyas letras no merecemos porque su talla nos queda grande. Esa Cumaná en la que el tabaco se arrolla con los dedos y las emociones, la de un mar que va y viene, eterno y libertario, la de los isleños que vaya si supieron apreciarla, la de la historia inmensa, la de la culinaria mágica, la de los cielos infinitos.
 
Cumaná, en la costa del Mar Caribe en la entrada del Golfo de Cariaco, junto a la desembocadura del río Manzanares, tiene su origen en 1515 como misión franciscana. En 1520 el convento fue destruido durante una rebelión indígena; para el mismo año, el capitán Gonzalo de Ocampo reconstruyó el convento y lo dotó de dos castilletes, bautizando a esta ciudad con el nombre de Nueva Toledo. Una segunda sublevación indígena destruyó de nuevo el convento y los castilletes construidos por Ocampo. La rebelión fue aplacada por el capitán Jácome Castellón, quien en mayo de 1523 concluyó la construcción de la fortaleza (una especie de cal y canto).
 
Al nuevo pueblo surgido alrededor de la nueva fortaleza, Castellón lo nombra Nueva Córdoba. En 1530, arrasada por el primer terremoto que se conoce en la historia de la América. Luego, los cumaneses comenzaron a reconstruir su ciudad. En 1533 la fortaleza de Nueva Córdoba pasó a la jurisdicción de Nueva Cádiz.
 
El 1° de febrero de 1562, fray Francisco Montesinos nombró el ayuntamiento al viejo poblado de Nueva Córdoba, siendo éste el primero establecido en la tierra firme oriental. Con la desaparición de los ostrales, la Nueva Cádiz perdió su antiguo imperio y, tras una terrible tempestad a fines de diciembre de 1541 que marcó la destrucción de Cubagua, llegó una incursión de piratas franceses en julio de 1543, dejando la ciudad en llamas. Como consecuencia, Nueva Córdoba sufrió un proceso de estancamiento en su desarrollo hasta la llegada de don Diego Fernández de Zerpa, quien le dio nuevo gobierno el 24 de noviembre de 1569 y le dio el nombre de Cumaná. El día 2 de julio de 1591, en su residencia de San Lorenzo de El Escorial, el rey Felipe II le otorgó a Cumaná el título de ciudad, a solicitud de Juan López, Procurador General de la Provincia. No debería existir ni un solo venezolano que no se proponga alguna vez ir a recorrer sus calles. Nadie debe privarse de esa experiencia de solidarizarse con todo eso que revela, explica y justifica quiénes somos.
 
Cumaná fue la generosa, la que abrió sus puertas para recibir a los cientos de miles que tuvieron que emigrar a oriente cuando las tropas realistas se tornaron en huestes de perseguidores, que arrasaban todo a su paso, sin atisbo de clemencia o piedad. Esa deuda aún no ha sido saldada, ni tan siquiera con las monedas que podríamos ofrendar, las del respeto y el aprecio.
 
Estemos claros. A Sucre, a nuestro Antonio José, a nuestro mejor hijo del sol, lo asesinaron con una vileza que aún hoy espanta y eriza la piel. Y con esa emboscada al príncipe de los sueños, nos tendieron una celada de la que todavía no logramos recuperarnos. Sucre no era un hombre cualquiera, y me permito reprochar a profesores y maestros el no hacerle justo homenaje. Lo hemos condenado a nombre de plaza, de estado, lo hemos relegado a los confines de actos a cuál más aburrido, a las páginas de discurso almibarado que se dice en tono solemne cuando no hay nada interesante que obsequiar al inventario de pensamientos. Y, ¡ah paradoja!, nos hemos convertido en cómplices de los asesinos de Berruecos, al no recordar a Sucre cada 3 de febrero por su natalicio, y cada 4 de junio con ocasión de un aniversario más del horrendo suceso de su prematura muerte.
 
Gracias a Dios y lo digo con dolor y no poca vergüenza, sus restos reposan en la Catedral de Quito, donde a Sucre no sólo se quiere, sino que vaya si se le respeta.
 
Las Ramos no existieron, pero de haber vivido, cumanesas al fin, de seguro hubieran sentido premonitoriamente que el papel que les había reservado la vida era el de entender lo que con tanto amor y dolor pintó Andrés Eloy en esos versos escritos en 1955, cuando ni tan siquiera presentía su muerte:

 “cuando se tienen dos hijos
se tiene todo el miedo del planeta,
todo el miedo a los hombres luminosos
que quieren asesinar la luz y arriar las velas
y ensangrentar las pelotas de goma
y zambullir en llanto ferrocarriles de cuerda.
Cuando se tienen dos hijos se tiene la alegría y el ¡ay!
del mundo en dos cabezas,
toda la angustia y toda la esperanza,
la luz y el llanto, a ver cuál es el que nos llega,
si el modo de llorar del universo
el modo de alumbrar de las estrellas.”
 
¿Nos merecimos a ese joven de la luz que fue Antonio José de Sucre? ¿Y a ese poeta inmenso que fue Andrés Eloy, que tejía con palabras su amor por Venezuela? Quizás entonces, cuando estaban vivos, pero ahora no los merecemos, porque los tenemos como lujo de adorno, condenados a una estantería, o una pared con un retrato de imprenta de baja factura, allí, usados para exhibirlos cuando nos conviene, para citarlos cuando la ocasión la pintan de discurso, pero sin entenderlos, sin comprenderlos, sin apreciarlos, sin respetarlos. Lo nuestro con ellos es como si alguien se atreviera a usar a Mozart como música ambiente de ascensor de hotel.
 
En alguna parte, quizás en las calles o a la orilla de la playa en Cumaná, un Antonio José camina meditabundo y cabizbajo. Y el mar, siempre el generoso mar, le trae una voz muy queda de un poeta sencillo, delgado y tierno, que recita:

 “y verás cómo todo hace falta
y sabrás cuántas estrellas tiene el cielo
cuando sepas que el cielo tiene una sola estrella
para cada momento,
porque con una que se pierda
dará un paso de sombra la luz del universo.”
 
¿Para cuándo vamos a dejar entender, conocer, querer y respetar a Venezuela? ¿Para cuando ya no queden ni tan siquiera pedazos que recoger del fango? Amigo, amiga, hágale un favor a este hermoso y adolorido país nuestro. Busque a sus hijos, a sus nietos, a sus sobrinos o ahijados, o a cualquier niño o joven que esté cerca de sus amores, siéntelos muy cerca y hágales un regalo: cuénteles a Venezuela. Y para hacerlo, recurra a los versos de Andrés Eloy Blanco, el hombre que pintó con versos el palabreo de los venezolanos.

Soledad Morillo Belloso
soledadmorillobelloso@gmail.com
@solmorillob
Venezuela 

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