Eulalia,
Eunice y Evangelina eran expertas en el arte del arrollado del tabaco. Acaso
por ello, el cabello de todas, largo, sedoso, negro azabache, estaba permanente
aromatizado. Cuando caminaban por las calles y veredas de la primogénita del
continente, de la ciudad donde nace el sol, dejaban una estela. Dicen que eso
era lo que ejercía sobre los hombres una suerte de sortilegio. Que hombre que
las olía, quedaba para siempre prendado de ellas.
Las Ramos
eran de poco hablar, acaso porque, generación tras generación, guardaban un
secreto, un gran secreto. Nadie sabía a ciencia cierta cuándo habían comenzado
a dedicarse al quehacer de estirar hojas secas, arrollarlas unas sobre otras,
hasta producir un tabaco sólido, bien firme y de sabor espléndido. Acaso la
tradición provenía de aquellos tiempos de la guerra, luego de la emigración,
cuando los hombres se fueron al combate y las mujeres quedaron a cargo de una
tierra otrora fértil, otrora linda, otrora amable, otrora…
Sin hombres
las mujeres se dedicaron a tejer sueños, a arrollar tabaco, a hilar esperanzas,
a llenar cántaros con lágrimas, a mirar el mar y buscar una señal, a tratar de
vivir. Y las Ramos venían de allí, de esa estirpe de mujeres que vieron dolor,
que sudaron angustia, que acunaron y cuidaron a los niños de mantuanos y
próceres, con la renuncia a cuestas, con las manos curtidas hasta el punto de
asemejar la textura del tabaco. Las Ramos tenían historia metida en los
bolsillos de sus delantales y el secreto tatuado en la mirada.
Las Ramos
eran herederas del silencio forzado, custodias de eso que ocurrió para evitar
una enorme tragedia, ese escape que se fraguó en noche de luna nueva, en
tiempos de sangre y dolor, de patria naciente, de pólvora y filo de sables,
cuando la vida valía poco, salvo para quienes con su sangre y sus lágrimas
escribieron la palabra sacrificio. La libertad tiene muchas caras. Y las
mujeres, sin importar el linaje, cualquier cosa estuvieron dispuestas a hacer
para proteger a quienes no eran sino almas inocentes, víctimas de una tierra
que entró en desvarío y tormento.
Dicen que
todo ocurrió una noche de luna llena, al calor de pasiones y ansiedades. Una
noche en la que tres mujeres se despojaron de sus joyas, sus mantos y su honra,
y regalaron su amor al mismo hombre. Y esa noche, en Cumaná, cuando un manojo
de nubes tapó la luz de la luna, tres pasionarias cometieron el mismo pecado,
el de seducir a quien fuera el redentor de los hijos del sol, el que nació en
la ciudad de donde nace la luz, en esa villa de leyendas y de sueños infinitos,
donde el tabaco se mezcla con la piel y hace que sus vástagos se acerquen a la
divinidad.
Cierto o
no, al menos así se lo habían contado las abuelas a las Ramos y esas lo habían
escuchado casi en confesión de boca de sus abuelas. Y si la verdad fue
trastocada en el tiempo, se hizo cierta por obra de un deseo infinito de
encontrar respuestas a preguntas extraviadas. El ardor del deseo logra lo que
lo que el viento de la realidad pretende asfixiar.
Si la
historia fue apenas ficción o fábula, para las Ramos esa verdad había marcado
la vida de todas las mujeres de una familia que, desde tiempos de sangre y
dolor, no hizo sino aprender las lecciones de la supervivencia.
Aquella
noche, aquella noche de tribulación, en la hacienda se preparó festejo en honor
de los oficiales patriotas. Las estrellas hicieron guiños, la luna se hizo la
tonta y el rumor del mar acalló conciencias. Y el licor le jugó truco a la
historia…
TRES
NIÑOS Y A LA MAR…
De ello
poco se sabe y acaso mucho sea gorjear de golondrinas. Pero se dice que una
noche de luna nueva, teniendo como cómplices a las tinieblas y a una lluvia
pertinaz y en medio de una bruma de pólvora, tres mujeres se escabulleron de
Cumaná, cargando a tres niños, hijos de augustas mantuanas.
La guerra
había llegado nuevamente a Oriente y las nodrizas hicieron lo que toca a
cualquier mujer que ha recibido en cuidado a infantes: protegerlos contra la
adversidad, aun a riesgo de la propia vida. Huir de la muerte, correr hacia la
vida, era la única posible consigna.
Como
pudieron, llegaron a Güiria y de allí, luego de pagar con platería y joyas,
embarcaron hacia Trinidad. Allá palabrearon una entrevista con un comerciante
canario, con quien pudieron acordar la adopción de los pequeños.
El hombre
en cuestión sólo hizo una pregunta:
Tres voces
respondieron una tras otra:
– Manuel
Antonio.
– Juan
Antonio.
– Pedro
Antonio.
– ¿Acaso
son hermanos?
– Tienen el
parentesco que regala la guerra – respondieron las tres mujeres al unísono.
Dicen que
algunas semanas más tarde, tres señoras jóvenes de Tenerife recibieron en su
hogar a los niños y a sus nodrizas, sin mediar preguntas, y los criaron como
propios, como una suerte de premonición de los versos aún no escritos del
poeta: “Cuando se tiene un hijo se tienen todos los hijos del mundo”.
Y así,
Manuel Antonio se convirtió en Morales, Juan Antonio en Hernández, y Pedro
Antonio en Betancur. Nunca les fue revelado su verdadero origen. Un decreto
pesaba sobre su futuro: “Españoles y canarios contad con la muerte…”.
Las guerras
terminan, pasan, dejan su estela de destrucción y dolor y el olvido y el perdón
no encuentran tierra fértil. Y la infancia no le pide permiso a la guerra para
seguir su paso por la vida.
– Madre, ¿a
quién me parezco? – pregunta un Manuel Antonio ya adolescente
– A un tío
de tu padre.
– Madre, en
tus múltiples viajes, ¿has estado en Trinidad? – indaga un Juan Antonio a quien
la curiosidad le acecha tras los portales de su vida.
– Sí hijo,
muchas veces.
– Nana
Eulalia, si naciste en Cumaná, ¿por qué viniste a Tenerife? – cuestiona un
Pedro Antonio que vigila el hacer de un bollos fritos.
– Porque tu
padre me salvó la vida.
– ¿Y por
qué tú y las nanas Eunice y Evangelina, si no son hermanas, tienen el mismo
apellido?
– Porque
llegamos a Tenerife un Domingo de Ramos.
– ¿Y
vinieron solas?
– Llegamos
con Dios.
Años más
tarde, Manuel Antonio, Juan Antonio y Pedro Antonio, ya jóvenes diligentes en
las artes del comercio, caminan por Garachico.
– Me
dijeron que asesinaron a Sucre, que le tendieron una emboscada en Berruecos. No
se sabe quien lo mató. – comenta Manuel Antonio.
– ¿Y quién
es Sucre? – Pregunta Juan Antonio.
– Sucre,
Antonio José de Sucre, el de Cumaná – apunta Pedro Antonio.
– Ah, ese
Sucre, el que la Nana siempre me dice que es el mejor hijo del sol.
– Mi Nana
me ha hablado tanto de Cumaná, que sueño con ir allá alguna vez – dice Manuel
Antonio.
– A mí la
Nana Eunice siempre me insiste que tengo que ir.
– Pues
algún día habremos de embarcarnos hacia Cumaná.
– Y
llevaremos a las nanas, pues. – Y a las niñas de las nanas también.
– También.
Cuentan las
golondrinas que, tan pronto desembarcaron en Güiria, las nanas, acompañadas de
sus hijas, se hincaron y besaron el suelo. Y cuentan también que las tres
mujeres tan pronto arribaron a Cumaná arrastraron sus huesos débiles, se
dirigieron prestas a la Catedral, a la hora del Angelus. Exigieron a sus hijas,
de nombre igual al de ellas, y a Manuel Antonio, Juan Antonio y Pedro Antonio
que asistieran al servicio.
Llegaron,
caminaron por la nave central, se arrodillaron frente a la imagen de Santa Inés,
patrona de Cumaná, se persignaron, y tan pronto se dieron vuelta, sus miradas
se cruzaron con las de otras tres mujeres, enmantilladas, de riguroso negro,
con ese aspecto seco que sólo refleja años de dolor.
Dicen que
se sintió un ventarrón gélido, que las
seis mujeres cayeron muertas, con tan sólo un quejido de asombro de por medio.
Dicen que
el cura párroco sufrió un vahído, que su cerebro se vio afectado por ello y que
nunca más volvió a pronunciar palabra, pero que sus ojos estaban permanentemente
abiertos y que de ellos llovía lágrimas.
Dicen que a
su muerte, algunos años después, Eulalia, Eunice y Evangelina Ramos, ya
convertidas en nanas de los hijos de Manuel Antonio, Juan Antonio y Pedro
Antonio, prósperos comerciantes establecidos en Cumaná, recibieron una carta,
lacrada y sellada.
Dicen que
en esa misiva, que sólo podían abrir las Ramos, había un secreto que sólo
debían conocer ellas, y Dios.
1955…
En marzo de 1955, Manuel Antonio, Juan Antonio y Pedro Antonio, comerciantes, dueños de “Morales, Hernández & Betancur, Sucesores”, toman unas copas en la terraza del Hotel Majestic y disfrutan una vista espléndida de El Zócalo. Celebran una exitosa reunión de negocios. El tabaco de Cumaná tenía puerta franca en México.
En la
esquina, un hombre lee, escribe y de cuando en cuando mira. Algo en esos tres
que hablan y festejan le resulta atractivo, hasta familiar. Y el aroma de sus
tabacos crea un ambiente mágico. A su nariz llegan olores de su tierra, de su
playa, de su mar, de sus calles. Hace tanto del exilio, pesa tanto la lejanía,
que toda la vida se le volvió añoranza y hasta tiene el dolor apolillado.
Cierra los ojos y se deja llevar por los recuerdos. Una voz lo saca de su
ensimismamiento.
– Disculpe,
¿no es usted Andrés Eloy Blanco?
– Dirá
usted más bien lo que va quedando de él.
– Mi nombre
es Manuel Antonio Morales, soy cumanés, al igual que mis socios. Sería un honor
que usted aceptara tomar una copa con nosotros.
– Vaya,
pues, paisanos. Algo me decía que ese olor era señal de que tenía de vecina de
bar a la venezolanidad.
Existe una
suerte de conexión inmediata entre hombres que beben brandy y fuman tabaco. Es
como si requirieran menos palabras, como si los gestos fueran entendidos sin
mediar explicación.
– ¿Un
tabaco, Maestro? – Ofrece presuroso Manuel Antonio.
– No,
gracias, mi alma débil no soporta ya tan fácilmente hundirse en la nostalgia de
Cumaná.
– “Luna de
Cumaná, para encenderte… la lámpara de arrullo que me duerma… y el postigo de
voz que me despierte” – recita Pedro Antonio..
– Caramba,
conoce usted versos de este humilde exiliado.
– ¿Y quién
no lo conoce a usted, poeta? Mi mujer arrulla con sus versos a mis hijos.
– ¿Qué me
cuentan del país? – atina a preguntar.
– Venezuela
no es un país, es un patio de trapisondas, de desatinos y desmanes de esbirros
trasmutados en gobernantes. Venezuela es el jardín privado de un reyecito
inventado en la trastienda de la bajeza – apunta con enfado Juan Antonio.
– ¿Qué lee,
Poeta? – pregunta Pedro Antonio.
– Me leo, a
ver si logro encontrarme. Leo, y es mi Venezuela como la becerrera, “trenzando
cana y quebranto, y ha sufrido tanto y tanto y enterró tanto recuerdo que tiene
el costado izquierdo como capilla sin santo”. – Dice el hombre con voz queda.
– Lo noto
deprimido, renunciando a todo, apunta Manuel Antonio.
– Mi buen
amigo, “a cada instante renunciamos un poco de lo que antes quisimos y al
final, ¡cuántas veces el anhelo menguante pide un pedazo de lo que antes
fuimos! Yo voy hacia mi propio nivel. Ya estoy tranquilo. Cuando renuncie a
todo, seré mi propio dueño; desbaratando encajes regresaré hasta el hilo. La
renuncia es el viaje de regreso del sueño… Pero los cuatro que aquí estamos
nacimos en al misma tierra, la del pueblo elegido para llenar de tumbas y de
patrias a América…”
El 22 de
mayo de ese mismo año, una noticia acapara los titulares de los principales
periódicos de México: “Fallece trágicamente en accidente de tránsito poeta,
político y pensador venezolano Andrés Eloy Blanco”.
Ese mismo
día, un diario de Cumaná publica, en un sus páginas interiores: “En accidente
de tránsito fallecen Manuel Antonio Morales, Juan Antonio Hernández y Pedro
Antonio Betancur ”.
En la tarde
de ese 22 de mayo, en una Cumaná de cielo encapotado, en el triple velorio,
tres mujeres, Eulalia, Eunice y Evangelina Ramos, están en una esquina. Lloran.
Luego de las exequias, se van a la playa, y frente al mar encienden un tabaco.
Una de
ellas saca del bolsillo un papel, amarillento, comido por los años y el dolor.
Poco a poco, el fuego va consumiendo la hoja; poco a poco, el viento se va
llevando al mar un secreto convertido en cenizas.
2002…
– Eunice,
ya pronto será 4 de junio.
– Sí, lo
sé, puedo sentir la angustia. Ya tengo listos los tabacos para esa noche. Esta
vez será distinto.
La noche
del 4 de junio Las Ramos se juntaron en al playa. Rezaron un Ave María y un
Padre Nuestro, y con un tabaco procedieron a quemar un papel amarillento. El
viento se llevó las cenizas y el secreto.
LAS RAMOS
Huelga
aclarar que la historia de Las Ramos carece totalmente de fundamento histórico.
No es ni tan siquiera una leyenda, o algo que se sienten a narrar los lugareños
mientras toman el fresco en los portales de las casas en Cumaná. Es tan sólo el
producto de la imaginación. Una fabricación, un subterfugio, una excusa para
poder adentrarme en temas que considero vitales en este ejercicio de entender a
Venezuela, de entendernos como venezolanos, y de quizás por esa vía darle un
pedacito de espacio, un refugio, un santuario al buen amor por este país. No
hubo noche de plenilunio, ni acto de pasión con esas tres mujeres, ni niños
salvados que fueron embarcados rumbos a Canarias, y cuyos descendientes
finalmente se toparon con Andrés Eloy. No hubo tal accidente que cegó al vida
de tres prósperos comerciantes cumaneses. Este cuento no fue sino una licencia
literaria para – ojalá – haber cautivado su atención, y compartir conocimientos
y pasiones sobre la hermosísima Cumaná, la industria del tabaco, la relevancia
de la impronta que los “isleños” han dejado en nuestro devenir, y una manera
respetuosa de rendir homenaje a dos venezolanos de excepción que fueron nuestro
Mariscal Antonio José de Sucre y nuestro enorme poeta Andrés Eloy Blanco. Sí,
nuestros, dicho así, con la humildad de quien entiende que es una suerte
inmensa, una gracia de Dios, una genuina y quizás inmerecida bendición del
cielo que esos dos hombres hayan sido venezolanos.
Es la primogénita
del continente. Hermosa entre hermosas. Y sin embargo, hace años que es la gran
olvidada, la malquerida, por utilizar lenguaje de boleros, como si Cumaná nunca
hubiera sido gloriosa e importante, como si no tuviera un sitial categórico en
nuestra nación. Y la hemos relegado apenas, y con penas, a la mera categoría de
“punto turístico”. En ocasiones no sé bien si la tristeza es mayor que la
vergüenza. Pregunto a los muchachos qué saben de Cumaná, y sólo escucho
respuestas como: “cerca de Mochima, que tiene buenas olas…”. La ciudad donde
nace el sol relegada a condición de referencia playera.
Pero la
culpa no es de los muchachos; es de quien mal les enseña, o, peor aún, nada les
enseña. De quienes permitimos que esos cerebros y esos corazones se divorcien
de la historia, desconozcan el pasado y se deshagan de él como quien lanza un
pedazo de papel al cesto de la basura. Y luego nos preguntamos en qué momento y
cómo fue que perdimos el rumbo, y hasta nos llenamos la boca con desparpajo y
descaro, y soltamos frases como “bueno, los mexicanos sí tienen historia”.
Quizás no alcanzamos a entender que la ignorancia es el pavimento del camino
hacia la mediocridad.
Pero ahí
está Cumaná, bella, incólume, leal, enhiesta, la que se niega a morir a pesar
de los desaires y el mal de amores, la que vio nacer a Antonio José, y lo vio
tornarse de estudiante de matemáticas en hijo redentor; la que nos regaló la
maravilla de un Andrés Eloy cuyas letras no merecemos porque su talla nos queda
grande. Esa Cumaná en la que el tabaco se arrolla con los dedos y las
emociones, la de un mar que va y viene, eterno y libertario, la de los isleños
que vaya si supieron apreciarla, la de la historia inmensa, la de la culinaria
mágica, la de los cielos infinitos.
Cumaná, en
la costa del Mar Caribe en la entrada del Golfo de Cariaco, junto a la
desembocadura del río Manzanares, tiene su origen en 1515 como misión
franciscana. En 1520 el convento fue destruido durante una rebelión indígena;
para el mismo año, el capitán Gonzalo de Ocampo reconstruyó el convento y lo
dotó de dos castilletes, bautizando a esta ciudad con el nombre de Nueva
Toledo. Una segunda sublevación indígena destruyó de nuevo el convento y los
castilletes construidos por Ocampo. La rebelión fue aplacada por el capitán
Jácome Castellón, quien en mayo de 1523 concluyó la construcción de la
fortaleza (una especie de cal y canto).
Al nuevo
pueblo surgido alrededor de la nueva fortaleza, Castellón lo nombra Nueva
Córdoba. En 1530, arrasada por el primer terremoto que se conoce en la historia
de la América. Luego, los cumaneses comenzaron a reconstruir su ciudad. En 1533
la fortaleza de Nueva Córdoba pasó a la jurisdicción de Nueva Cádiz.
El 1° de
febrero de 1562, fray Francisco Montesinos nombró el ayuntamiento al viejo
poblado de Nueva Córdoba, siendo éste el primero establecido en la tierra firme
oriental. Con la desaparición de los ostrales, la Nueva Cádiz perdió su antiguo
imperio y, tras una terrible tempestad a fines de diciembre de 1541 que marcó
la destrucción de Cubagua, llegó una incursión de piratas franceses en julio de
1543, dejando la ciudad en llamas. Como consecuencia, Nueva Córdoba sufrió un
proceso de estancamiento en su desarrollo hasta la llegada de don Diego
Fernández de Zerpa, quien le dio nuevo gobierno el 24 de noviembre de 1569 y le
dio el nombre de Cumaná. El día 2 de julio de 1591, en su residencia de San
Lorenzo de El Escorial, el rey Felipe II le otorgó a Cumaná el título de
ciudad, a solicitud de Juan López, Procurador General de la Provincia. No
debería existir ni un solo venezolano que no se proponga alguna vez ir a
recorrer sus calles. Nadie debe privarse de esa experiencia de solidarizarse
con todo eso que revela, explica y justifica quiénes somos.
Cumaná fue la generosa, la que abrió sus
puertas para recibir a los cientos de miles que tuvieron que emigrar a oriente
cuando las tropas realistas se tornaron en huestes de perseguidores, que
arrasaban todo a su paso, sin atisbo de clemencia o piedad. Esa deuda aún no ha
sido saldada, ni tan siquiera con las monedas que podríamos ofrendar, las del
respeto y el aprecio.
Estemos
claros. A Sucre, a nuestro Antonio José, a nuestro mejor hijo del sol, lo
asesinaron con una vileza que aún hoy espanta y eriza la piel. Y con esa
emboscada al príncipe de los sueños, nos tendieron una celada de la que todavía
no logramos recuperarnos. Sucre no era un hombre cualquiera, y me permito
reprochar a profesores y maestros el no hacerle justo homenaje. Lo hemos
condenado a nombre de plaza, de estado, lo hemos relegado a los confines de
actos a cuál más aburrido, a las páginas de discurso almibarado que se dice en
tono solemne cuando no hay nada interesante que obsequiar al inventario de
pensamientos. Y, ¡ah paradoja!, nos hemos convertido en cómplices de los asesinos
de Berruecos, al no recordar a Sucre cada 3 de febrero por su natalicio, y cada
4 de junio con ocasión de un aniversario más del horrendo suceso de su
prematura muerte.
Gracias a
Dios y lo digo con dolor y no poca vergüenza, sus restos reposan en la Catedral
de Quito, donde a Sucre no sólo se quiere, sino que vaya si se le respeta.
Las Ramos
no existieron, pero de haber vivido, cumanesas al fin, de seguro hubieran
sentido premonitoriamente que el papel que les había reservado la vida era el
de entender lo que con tanto amor y dolor pintó Andrés Eloy en esos versos
escritos en 1955, cuando ni tan siquiera presentía su muerte:
“cuando se tienen dos hijos
se tiene
todo el miedo del planeta,
todo el
miedo a los hombres luminosos
que quieren
asesinar la luz y arriar las velas
y
ensangrentar las pelotas de goma
y zambullir
en llanto ferrocarriles de cuerda.
Cuando se
tienen dos hijos se tiene la alegría y el ¡ay!
del mundo
en dos cabezas,
toda la
angustia y toda la esperanza,
la luz y el
llanto, a ver cuál es el que nos llega,
si el modo
de llorar del universo
el modo de
alumbrar de las estrellas.”
¿Nos
merecimos a ese joven de la luz que fue Antonio José de Sucre? ¿Y a ese poeta
inmenso que fue Andrés Eloy, que tejía con palabras su amor por Venezuela?
Quizás entonces, cuando estaban vivos, pero ahora no los merecemos, porque los
tenemos como lujo de adorno, condenados a una estantería, o una pared con un
retrato de imprenta de baja factura, allí, usados para exhibirlos cuando nos
conviene, para citarlos cuando la ocasión la pintan de discurso, pero sin
entenderlos, sin comprenderlos, sin apreciarlos, sin respetarlos. Lo nuestro
con ellos es como si alguien se atreviera a usar a Mozart como música ambiente
de ascensor de hotel.
En alguna
parte, quizás en las calles o a la orilla de la playa en Cumaná, un Antonio
José camina meditabundo y cabizbajo. Y el mar, siempre el generoso mar, le trae
una voz muy queda de un poeta sencillo, delgado y tierno, que recita:
“y verás cómo todo hace falta
y sabrás
cuántas estrellas tiene el cielo
cuando
sepas que el cielo tiene una sola estrella
para cada
momento,
porque con
una que se pierda
dará un
paso de sombra la luz del universo.”
¿Para
cuándo vamos a dejar entender, conocer, querer y respetar a Venezuela? ¿Para
cuando ya no queden ni tan siquiera pedazos que recoger del fango? Amigo,
amiga, hágale un favor a este hermoso y adolorido país nuestro. Busque a sus
hijos, a sus nietos, a sus sobrinos o ahijados, o a cualquier niño o joven que
esté cerca de sus amores, siéntelos muy cerca y hágales un regalo: cuénteles a
Venezuela. Y para hacerlo, recurra a los versos de Andrés Eloy Blanco, el
hombre que pintó con versos el palabreo de los venezolanos.
Soledad
Morillo Belloso
soledadmorillobelloso@gmail.com
@solmorillob
Venezuela
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