Seamos realistas. Es imposible que alguna vez vivamos en un país donde
no exista la inseguridad y la corrupción. La perfección moral no es atributo de
los hombres. La enseñanza de la historia es muy elocuente. Pero es razonable
aspirar, pretender o intentar a que alguna vez podamos hacerlo en un país donde
el Estado combata resueltamente el delito, en vez de promoverlo. Ese país,
lamentablemente no es el nuestro todavía.
Sí las prácticas prebendarías proliferan entre nosotros desde el siglo XIX, bien puede advertirse que el tiempo es capaz de garantizar con su transcurso la perdurabilidad, más que el desgaste, de las conductas fraudulentas. Y si es igualmente cierto que la paradigmática hipocresía de Tartufo ya no se muestra ni con la retórica ni con los modales del siglo XVII, no menos lo es el hecho de que está tan viva como en ese entonces y que no sólo habla en francés.
Los datos que lo evidencian, en un orden nacional, saltan a la vista:
son cheques, tu casa bien equipada, un mercal, entre otros. Siendo así, resulta
inútil pretender borrar la realidad con solemnes gestos de indignación u
operístico pronunciamiento. Cuando el rey Claudio, tío de Hamlet se enfrentó a
la obra teatral que tan hábilmente supo denunciarlo como asesino de su hermano,
ordenó inmediatamente que se suspendiera su exhibición. Pero ya era tarde. Lo
probaba su misma reacción. Lo cubierto queda al descubierto.
La siniestra lección de estos días preelectorales en los que de pronto abunda lo que tanta falta hace donde nunca se lo tuvo, y medios de comunicación que informan del salvaje asesinato de Luis Manuel Díaz, Secretario General de AD en Altagracia de Orituco, estado Guárico, queda, pues, bien aprendida y honremos su memoria con un gran caudal de votos el 6D. Los que hoy están condenados, los que sólo sobreviven, los marginados por la injusticia social, verifican amargamente que su irrelevancia, para los poderosos de la política, no siempre es la misma.
Mucho más con el gobierno de Nicolás Maduro, una perversa sinonimia se
ha enquistado entre nosotros. Es la que establece que cuando no se vale nada
como sujeto de derecho, puede significarse mucho como objeto de compra. He aquí
la cartesiana conclusión: no pienso, no me educo, no hago nada, luego existo.
Aquí estoy, esperando el mejor postor, porque no se me ha dado margen para más;
aguardando al alquimista a tasar mí esencia, diciéndome a que equivalgo. Una
perversa banalización y erosión de los valores cívicos. En esto consiste toda
la instrucción cívica. En esto, todo el sentido que para ellos tiene la
democracia.
No se trata, entonces, de lograr que quien vote sea alguien. Se trata de
que quien vote sea una cifra, un número. Un número que esta vez no se lleva
tatuado en la piel, como en los campos de exterminio, sino como identidad
exclusiva del hambriento que abre su boca y extiende sus manos ante el que
viene a llenarlas por un día, haciendo honor al rito prostibulario de comprar
voluntades.
Efímera abundancia para los que nada significan. Dignidad de un minuto
para los que no tienen derecho. Saciedad para hoy, y hambre y postergación
después, hasta la bienaventuranza de la próxima elección. Otra vez la política
de pan y circo. Perversa contigüidad entre el que socialmente nada importa y el
que cívicamente nada representa, pues su voto no es verdad suyo, sino de quien
lo ha secuestrado. Así proliferan entre nosotros la farsa, la tragedia y el
delito impune. De tal modo, el poder corrupto compra a quienes nada significan
como personas para que representen lo que no son y entreguen su apoyo a quienes
están muy lejos de ser lo que dicen representar.
Sixto Medina
sxmed@hotmail.com
@medinasixto
Miranda - Venezuela
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