"Algunos
hombres cambian de partido por el bien de sus principios; otros
cambian de principios por el bien de sus partidos". Winston
Churchill
Enero
es un mes que, tradicionalmente, provee de pocas noticias importantes a los
medios de prensa, salvo las que provienen del exterior, pero La Nación trajo
algunas locales interesantes.
La
primera llegó de la privilegiada mano de Carlos Pagni
(https://tinyurl.com/y9zvywcq), quien describió con precisión quirúrgica la
estafa original que pergeñó don Néstor para robarse YPF y su actual colofón, el
juicio mediante el cual el fondo Burford y la familia Eskenazi (¿para Cristina
Elisabet Fernández?) intentan incrementar su botín en otros US$ 3.000 MM, que
pueden llegar a US$ 5.000 MM con las costas del pleito. Lo interesante de la
nota fueron las veladas imputaciones que realizó el periodista a los jueces
Alfredo Lijo y Claudio Bonadio. Al primero, por demorar doce (¡12!) años la
investigación de la denuncia que formuló por este tema Lilita Carrió; al
segundo, por impedir que la "causa de los cuadernos" y el trasiego de
los fondos de la corrupción llegara a los testaferros de Kirchner en la
"compra" del 25% de YPF.
Bonadio
tuvo mala suerte: fue fotografiado mientras cenaba con Enrique Eskenazi. Pagni
dijo, además, que a los "arrepentidos" que habían identificado a esta
curiosa familia -dueña asimismo del Banco de Santa Cruz y del Banco de San
Juan, donde pergeñó otra estafa- como uno de los principales "operadores
financieros" de los fondos negros patagónicos, se les condicionó el
otorgamiento de la libertad a que se abstuvieran de mencionarla. ¡Teléfono para
el Consejo de la Magistratura!
El
título de esta columna refiere, en realidad, al reportaje que realizó el diario
de los Mitre al impresentable Alberto Fernández, Jefe de Gabinete durante la
presidencia de don Néstor; como todos los que lo sucedieron en el cargo hasta
2015, padeció de una ceguera focalizada: nunca vio un bolso con dinero de las
coimas que Ricardo Jaime, Roberto Baratta, Claudio Uberti y tantos otros
llevaron diariamente a la Casa Rosada en su época, casualmente la misma en que
todo el mecanismo de corrupción nacional fue montado por el ex Presidente.
Porque,
como lo han demostrado ad nauseam, los "compañeros" -y Fernández no
podía ser distinto- son capaces de cambiar de disfraz a cada rato, siempre
dentro de un movimiento que, también, ha conseguido ser lo suficientemente
flexible para contener a todos, sean éstos "jóvenes idealistas" o
miembros de la Triple A, peronistas, isabelistas, menemistas, duhaldistas,
nestoristas o cristinistas, y hasta permitir que se maten entre ellos. Dentro
de ese magma tan líquido, mientras se niegan unos a otros la identidad
aplicándose el peronómetro y mudan permanentemente sus lealtades y sus posiciones,
sobreviven con un único objetivo puro y duro: hacerse con el poder para, desde
él, lucrar sin tasa ni medida.
Este
Alberto, después de despotricar años contra la Cristina que lo despidió al
asumir el relevo matrimonial, ahora que ha vuelto al redil, intenta vendernos
otro paquete envenenado: la leona herbívora, una amable abuelita dispuesta sólo
a tejer mañanitas para sus nietos. Pero todos sabemos, y más aquéllos que, por
conveniencia o por convencimiento dejaron en el pasado su ciega obediencia a la
noble viuda, que actuaría como una piraña y correrían ríos de sangre si
volviera a la Casa Rosada, ya que su vocación de venganza sigue intacta.
Si
en algún momento de la historia muchos vieron como algo positivo la llegada del
peronismo al poder, aupado en la revolución de 1943, porque lo imaginaron un
freno a las organizaciones sindicales controladas entonces, como en casi todo
el mundo, por el anarquismo y el socialismo comunista, hoy deberían reconocer
que el precio que ha pagado la Argentina ha sido excesivamente alto, medido en
términos de decadencia social y económica, de pobreza, de educación, de salud,
de corrupción y, aún peor, en materia de nobleza en el ejercicio de la
actividad política.
Los
populismos de izquierda o de derecha florecen hoy en todo el globo y el
Vaticano no ha querido quedar al margen de esa ola. Francisco ya se había
abrazado con los peores exponentes de esa corriente, como Rafael Correa, Raúl
Castro, Evo Morales y Cristina Kirchner, a quienes perdonó -sin que mostraran
algún arrepentimiento ni propósito de enmienda- la corrupción, la opresión y la
perversa violación de los derechos humanos. Pueden dar fe las Damas de Blanco
cubanas, que no fueron recibidas por el Pontífice, quien siempre se abstuvo de
reclamar a esos tiranos la libertad de los presos políticos de sus regímenes.
Tampoco lo hizo, ni lo hace, es cierto, con los militares que, en la Argentina,
siguen muriendo en las cárceles.
El
jueves, la más que notoria presencia de un enviado suyo en el acto de
reasunción de Nicolás Maduro, a quien la propia Conferencia Episcopal
venezolana y casi todas las naciones ya consideran un sanguinario usurpador,
fue una clara confirmación de la posición del Papa, sino como cabeza de la
Iglesia, al menos como Jefe de Estado. No resultó óbice para esa curiosa acción
diplomática el fracaso que impuso el "hijo de Chávez" a los intentos
vaticanos e internacionales de encontrar una solución a la pavorosa crisis
humanitaria en que ha sumergido a su país.
Enrique
Guillermo Avogadro
ega1@enriquegavogadro.com.ar
@egavogadro
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