La
comidilla masiva de términos como negociación política y diálogo, los marca con
todo tipo de distorsiones y errores. Y desde las redes se disparan caprichosos
diagnósticos sin ningún respeto por conceptos serios de la ciencia política
sobre los que hay dilatada experiencia práctica y tradición académica. Los
espontáneos que se lanzan al ruedo sin saber de lo que hablan, aquellos que
Hayek llamaba “difusores de ideas de segunda mano”, establecen folklóricos
juicios con irrespeto absoluto por el conocimiento acumulado luego de
incontables procesos, sangrientos y dolorosos. Y con terrible irresponsabilidad
práctica.
La
demencia ya arranca a calificar negativamente los visos de sensatez y a pedir
aceleración y turbulencia. Desacreditan opiniones y acciones que no entienden y
que por lo tanto no pueden compartir, y por ignorancia crucifican a quienes las
expresan. Pero si los decisores prestaran atención a tales pavadas, como ha
ocurrido recientemente, se vendrían nuevas desgracias. De entrada ignoran que
en los conflictos en los que no se vislumbra claramente el vencedor, es ingenuo
establecer condiciones previas de negociación, mucho menos todo o nada.
Cuando
una de las partes apela a esto, es porque no quiere negociar. Durante el auge
de Al fatah, brazo terrorista de la Organización para la Liberación de
Palestina dirigida por el fallecido Yasser Arafat, diversos países y organismos
internacionales intentaron acercamientos entre ellos y el Estado de Israel. El
propósito era detener la oleada de sangre inocente que desparramaban las
acciones de Arafat por el mundo entero, que llegaron a su cúspide con el
asesinato del equipo de Israel en las Olimpíadas de Munich, y las
pronosticables retaliaciones que vendrían del Mossad.
Solo
negocio con mi mami
La
respuesta de OLP era “poner condiciones” imposibles. Estas eran del tono de
“iremos a las negociaciones si se liberan los presos políticos revolucionarios
en todas partes del mundo y se nacionalizan las empresas petroleras extranjeras
en el Medio Oriente”. OLP se sentía segura de un eventual triunfo por su
eficiencia para despanzurrar turistas judíos en los aeropuertos, y cualquier
diálogo le parecía tonto, aunque finalmente terminaron por acceder luego de
innumerables derrotas y de perder por vía bélica lo que hubieran podido ganar
por la otra.
Entre
las consejas convertidas en matrices por la difusión de ideas de segunda mano,
una es discriminar al interlocutor. “No se negocia con delincuentes” es la
nueva ley, como si en los conflictos políticos uno pudiera escoger como
interlocutores exquisitos caballeros y damas de nuestra simpatía y afecto y
llegar a afectuosos acuerdos. La gama infinita de ejemplos en los que se tiene
que negociar precisamente con “el enemigo”, el que nos ocasionó muertes y
pérdidas materiales o desorganizó nuestras vidas, debiera ser suficiente para
dar discreción a las profusas boquitas que se llenan gases ácidos para
soltarlos.
Desde
hace unos cuarenta años en los departamentos de policía y el FBI se organizaron
unidades de negociadores, formadas por sicólogos, siquiatras, sociólogos y
otros expertos, precisamente para enfrentar situaciones de rehenes o
secuestros, creadas precisamente por terribles delincuentes. Por fortuna
ninguno de nuestros expertos ha pasado por ahí con la tesis de no negocio con
delincuentes. Una negociación no se puede realizar con espíritu de exterminio,
a menos que el exterminio sea real, como ocurrió con Alemania en la Primera
Guerra y no hizo falta negociación sino un diktat.
El
costo de la ceguera
Se
impuso en Versalles en 1919 un estatuto de paz a los vencidos, las potencias
saborearon una victoria adobada con sadismo y venganza por cuyo mandato
Alemania se declaraba la única responsable de la guerra y debía pagar
reparaciones a todos aliados. Un miembro de la delegación británica, J.M.
Keynes, de los economistas más notables del siglo XX, escribió Las
consecuencias económicas de la paz, donde cuestionaba lo ocurrido y anunciaba
futuros graves conflictos en consecuencia, para escándalo de los desprevenidos
del momento que coreaban.
Vinieron
los nacionalsocialistas, Hitler y la Segunda Guerra. Una de las pruebas de
absurdo más dramáticas que se observan en la jerga empírica que analizamos, es
que no solo exigen condiciones sine qua non para acceder a una negociación,
sino que entre esas condiciones están nada menos que objetivos máximos,
prácticamente la rendición del adversario y nunca las bases para una
transición, uno de los enjuagues bucales más usados. Los chilenos que
negociaron con Pinochet tuvieron el suficiente talento para no plantearse
establecer una democracia plena, sino iniciar el camino para logarla, como
ocurrió años después.
Así
operan las precondiciones. Los vietnamitas difirieron deliberadamente ocho
meses las conversaciones de paz con los americanos en París porque no aceptaban
mesas cuadradas ni redondas. Y, ya instaladas, los norteamericanos bombardearon
Hanoi para sabotearlas. Pero más errático es cuando las precondiciones exigen
la autoaniquilación de un adversario que no está derrotado. Para imponer algo
parecido al tratado de Versalles se requiere también algo parecido a una
invasión y un aplastamiento militar. Y luego se verán las consecuencias de esa
paz.
Carlos Raúl Hernández
@CarlosRaulHer
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