Las semidictaduras, semidemocracias o neodictaduras son nuevas realidades en este siglo y sobre ellas ya existe nutrida bibliografía especializada. Pese a vivir en una, varios sectores políticos locales parece que no pueden o no quieren entender su naturaleza. Un hito de las neodictaduras es el proceso de regresión democrática vivido por Rusia, luego del fin de Yeltsin y el arranque de Vladimir Putin. En la ex Unión Soviética se desmantela el capitalismo de Estado por su implosión, sustituido por el “capitalismo de partido” o más bien “capitalismo de amigos”.
Dijimos que hay una inmensa bibliografía, entre ella los trabajos de Masha Gessen, Lee Myers, Carlos Taibo, Peter Pomerantzev y muchísimos otros. Este último escribe “Rusia… una especie de dictadura posmodena que utiliza el lenguaje y las instituciones del capitalismo democrático…”, lo que nos recuerda lo pasado en Ecuador, Bolivia, Venezuela, Nicaragua y otras. El socialismo del siglo XXI fue parte de ese experimento que conservaba y conserva, adulterado, parte del aparataje democrático.
Hasta ahora ha resultado un reto muy superior a la capacidad de políticos medianos, que no logran desentrañar la naturaleza del monstruo y mucho menos combatirlo con éxito. La esquizofrenia de los gobiernos los confunde, y denuncian como dictadura lo que no lo es, pero le exigen que se comporte como democracia, lo que tampoco es. No desentrañan que son sistemas electorales semicompetitivos, parlamentos apuntados con pistola y poderes judiciales anexados.
Pero el error, que nunca cometería un revolucionario o una inteligencia normal, es abandonar espacios necesarios para defender la ciudadanía desamparada, y tienden al “gran rechazo” marcusiano, el “gran asco”, por lo que los políticos se refugian en actividades simbólicas, inoperantes o contraproducentes. Los gobiernos iliberales violentan el sistema constitucional y las libertades públicas, afincándose cuando les conviene en las masas democráticas, lo que Nolte llama “etapa plebeya del autoritarismo”.
Diez años no es nada
A comienzos de siglo la oposición iraní renovadora derrota a los conservadores y gana la presidencia de la república, pero la despluman en las parlamentarias porque el consejo electoral rechaza masivamente sus candidatos, y en vez de sustituirlos, se retiran del proceso como princesas ofendidas. Las semidemocracias debilitan la separación de poderes, el Estado Constitucional y los derechos políticos, utilizando el apoyo popular en etapas de euforia. Pueden convocar figuras monstruosas como las constituyentes, para elaborar trajes a la medida de los autócratas o presionar o comprar al Poder Judicial para sus fines.
Es un autoritarismo complejo, porque sus ductores aprendieron la debilidad política y comunicacional de la dictadura y se han basado más bien en lenguaje y simbología hiperdemocráticas. Estos nuevos regímenes-engendros los crean caudillos que ascienden al poder por medios electorales gracias a la complicidad de las élites en democracias defendidas por mastuerzos políticos. En Bolivia, cuando ya la ciudadanía comenzaba a verle las costuras a Morales y sus hombres perdían elecciones descentralizadas en varias provincias, ocurrió lo siguiente.
Al entonces jefe de la oposición, Jorge “Tuto” Quiroga se le ocurrió llamar a un referéndum revocatorio, con lo que abortó el desengaño que crecía desde abajo. Se volvió a polarizar el electorado y eso le permitió a Morales hacer una campaña redentorista, racista y que explotaba “la maldad” de los grupos sociales acomodados. Hubo que esperar más de una década para que se ahorcara con su propio cinturón y la astracanada de Quiroga le costó 10 años a Bolivia.
El narcorégimen
Aquí repetimos casi exactamente esa experiencia en 2016-17, cuando la oposición desestimó las elecciones regionales y se embarcó en la nave de los locos del RR, contra el más elemental sentido político o instinto de conservación. La oposición hubiera ganado 20 gobernaciones, luego 300 alcaldías y Maduro hubiera acudido a la elección de 2018 acorralado territorialmente. Daniel Ortega pudo reelegirse contra la ley y luego eternizarse, porque el ex presidente Arnoldo Alemán, jefe del Partido Liberal, una de las fuerzas del orden, le completó los votos en el tribunal supremo para que lo autorizara a lanzarse de candidato.
Y luego la expresidenta Violeta Chamorro se empeñó en apoyar la candidatura de su propio yerno, quien no tenía posibilidades ni ridículas, pero dividió la votación y ganó Ortega. En Venezuela los mismos ingenuos creen hacer un gran aporte a “la transición” con llamar al gobierno “narcodictadura”, “tiranía”, “régimen”, u otros aserrines. Hilariza que los mensajes para hacer oposición se circunscriben a “denunciar” corrupción, incompetencias, desarreglos y atropello.
No puede faltar el precio inalcanzable de la cebolla o el cilantro, como si nadie lo supiera. 92% rechaza al gobierno pero los cabecillas opositores machacan lo que todo el mundo sabe, para ocultar la terrible incapacidad demostrada en trazar caminos efectivos porque lo que se les ocurre es infantil y banal. Debieran informarles que todo sistema económico social tiene un régimen político, que puede ser democrático o autoritario, por lo que llamar régimen al gobierno o gobierno al régimen vale concha de ajo.
Carlos Raul Hernandez
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