Los venezolanos estamos de fiesta por la próxima beatificación de José Gregorio Hernández, un hombre bueno y generoso que hizo de su vida un don a los demás.
La noticia de la firma del decreto por parte del Papa Francisco coincidió con la fiesta del Sagrado Corazón de Jesús, una devoción hermosa que invita a los hombres a descubrir los secretos ocultos en la intimidad de Dios, reservados para todo el que quiera acercarse con sincero deseo de conocerle.
Esta devoción tan divina y humana a la vez, sana y limpia los corazones de quienes se abren a la acción de Dios en su alma. Por sus efectos purificadores, transidos de ese amor que todo lo da y lo perdona, la personalidad de quien se acerca al corazón de Jesús se integra, se unifica, se simplifica. Algo que necesitamos todos los venezolanos.
José Gregorio será beato porque era un hombre lleno de virtudes, ciertamente, pero virtudes y valores morales moldeados por el amor de Dios. Su corazón latió al ritmo del corazón de Jesús y por eso irradiaba paz y un amor incondicional al prójimo. Era mucho más que un buen ciudadano y un hombre de gran altura ética. Esto lo era, sí, pero fue un hombre de Dios que concilió en su intimidad inquietudes que impregnó de un sentido divino. Su itinerario no fue fácil. Sus aparentes fracasos, en ese discernimiento de su vocación, supusieron un gran sufrimiento. Con el tiempo Dios le hizo ver que la medicina era su sacerdocio.
Fue un científico que rindió sus facultades tanto como pudo. Su inteligencia indagó con la pasión propia de quien desea saber lo que de verdad le inquieta. Su vida evidencia que la fe vivida en profundidad no se opone al uso exigente de la razón. A veces se piensa que la fe es irracional, pero para asentir a las verdades que va a creer, la inteligencia debe antes conocerlas: comprenderlas, pues la confianza que se deposita en Dios no es un salto al vacío, sino el encuentro real con una Persona concreta.
La fe no obstaculiza a la razón; no la limita ni entorpece su búsqueda. No hay que optar entre creer o saber, como si Dios se opusiese a la razón y a su creación. Dios es Logos y por lo mismo penetra de sentido el orden de lo real como causa que funda todo lo que existe. José Gregorio fue consciente de esto al exigir a su inteligencia todo lo que ella pudiese dar. Concilió la fe y la razón cuando buscó con honestidad respuestas a las preguntas que la misma realidad le formulaba, pues ni la fe opaca a la razón ni la ciencia oculta a Dios.
Nuestro futuro beato era médico, pero también sabía de filosofía. Por eso resalta que hubiese visto claro que la realidad no se reducía a lo puramente fenoménico. Percibió los límites del positivismo, que no trasciende el hecho físico y se deslinda de un modo simplista de las preguntas fundamentales que tocan el misterio de la vida, del cambio y de la riqueza contenida en la apertura a un futuro que es también sorpresa. El papá de Aristóteles, por ejemplo, era médico y su realismo y atención a los fenómenos físicos influyó a un hijo que resolvería con una profundidad admirable los problemas filosóficos que abrirían el camino a las ciencias y a la captación racional de que Dios era uno. Y esto, siglos antes de Cristo.
José Gregorio fue un médico exigente, culto; un verdadero hombre de ciencia. Y precisamente por responder a las exigencias de sus facultades con todo el rigor de una persona seria, correspondió en el mismo nivel a Dios siendo bueno. La oración tampoco se opone al estudio, pues la inteligencia que se concentra para estudiar es también capaz de fijar la atención en Dios con la misma intensidad. Por eso no resulta extraño que un hombre tan racional fuese también un hombre de oración.
Cuando conoce, la inteligencia implica a la afectividad, pues así como no hay que optar entre creer o saber, tampoco hay que hacerlo entre amar o pensar. Así, amando y haciendo el bien, pensando y dando clases, atendiendo a sus pacientes e investigando en el laboratorio, José Gregorio logró conciliar poco a poco, todas sus inquietudes. El amor unificó su personalidad y le ayudó a descubrir el plan de Dios en su vida tras sus aparentes fracasos.
José Gregorio es un ejemplo de que es posible amar a la medida del corazón de Cristo, sirviendo a las personas a través de un trabajo ejercido con pasión y a la altura de los tiempos, en medio de condiciones difíciles, conciliando en la intimidad las tensiones interiores que todos tenemos.
Fue un hombre bueno, profundo, de sincera religiosidad, inteligente y humilde, pues no solo rindió su razón con exigencia, sino que reconoció sus limitaciones a la hora de acceder a verdades que nos serían inaccesibles sin ese otro modo de conocer que es la fe. Lejos de ensombrecer la fuerza de su inteligencia, la fe fue en su vida una luz que le llevó a descubrir a Dios en su trabajo y en el prójimo a quien servía.
Un día como hoy confió a un amigo que había ofrecido su vida a Dios por la paz del mundo. Y al día siguiente, el 29 de junio de 1919, murió. Así como vivió convencido de que la fe eleva la razón y la ayuda a penetrar con mayor profundidad en los diversos ámbitos de la realidad, del mismo modo veía con claridad que a esta vida le sigue otra, de un nivel mucho más perfecto, para bien, en su caso.
La abrumadora expresión de afecto tras su muerte, conmovió profundamente a Rómulo Gallegos, quien dijo algo muy bello que pienso que aplicó a su vida: “Dan ganas de ser bueno”.
Ofelia Avella
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