sábado, 4 de julio de 2020

LEANDRO AREA PEREIRA, ESTE MANICOMIO ENAMORADO

“¡Dios mío, qué pava tan grande nos ha caído encima!”, exclamaba una señora en la fila paralela a mi derecha, mientras esperábamos en la cola para pagar en el supermercado, sin guardar las distancias sugeridas, claro está, como si nada, cuando de pronto se va la luz y hay que esperar hasta que regrese para que «los aparatos esos –seguía refunfuñando la doñita– funcionen” y ella pueda por fin irse tranquila a su casa a darle comida a sus gatas siamesas, hablar con sus matas y salirse de ese infierno, “con el perdón de los presentes».

Me capturó con su reojo de mosca penetrante y me inquirió de lado y por sorpresa: «Y usted señor, que tiene cara de profesor, qué le parece esta nueva calamidad ocurrida en la Universidad Central. Mi nieta estudia allí, creo que Psicología, y figúrese usted cómo me he puesto cuando me enteré por las redes sociales –sí, vieja pero no ida– de que un techo se había venido abajo. ¡Qué horror! ¿Y será que todos esos edificios corren la misma suerte? Dígame, pues, usted perdone».

Me identifiqué circunstancial, le dije que había estudiado y había sido profesor en la UCV, ahora jubilado y orgulloso, que allí estudió y se graduó mi hijo mayor en la Escuela de Estudios Políticos; que el menor también quería y estaba decidido a hacerlo, y había sido admitido en la Facultad de Ciencias, pero que finalmente se fue de Venezuela, como tantos, huyéndole al desastre.

En fin, que eché mi cuento frente a público incluido. Y ya iba a seguir, ambiciones no faltan, cuando un anciano caballero de fina estampa, recién bañado y aliñado con medio frasco de 4711, intervino y dejo caer cual perla: “Claro, es que el país no sirve”. A todas estas, seguíamos sin luz y la gente comenzó a despotricar de todo en plural y de cada cosa y de cada quien en singular. Se armó tal sampablera en cuestión de segundos que aquello se parecía más bien a la vieja quincalla a la que me llevaba mi abuela en los años cincuenta, allá por San José, esquina de San Luis para más señas, y que no olvido por las periqueras sabrosas que allí se armaban y los caramelos de coco que me regalaba el dueño del negocio.

Así aparecieron, ahora aquí, expertos en política, en economía, en ingeniería, brujos, sociólogos y demás. Aquello que se armó fue de grabar; insultos, maldiciones, improperios, hasta el nombre de José Gregorio Hernández salió también a la palestra, en este manicomio enamorado que seguimos siendo.

“Y agréguele a este mondongo lo del coronavirus”, dejó silbar a través de su mascarilla azul una joven madre buenamoza que en brazos cargaba a su llorón retoño, también trajeado de almidonado tapabocas. Y en eso entra un perro, supongo que callejero, y escoge al azar y entre las sombras la pierna del señor 4711. En eso va y levanta la pata, el galán brama y le lanza una patada, ¡pobre perro!, y otro señor del vecindario que dice amar a los animales lo regaña y casi que se van a las manos a no ser por la señorita cajera, que de señorita no sé si las pestañas, y en eso, ¡oh milagro!, regresa la luz, “llegó la luz, llegó la luz”, y el semáforo cambia, y entramos a una nueva realidad, eso parece.


Por algo será que se me viene de sopetón a la memoria ingrata, en mitad del sancocho, un párrafo de la novela Alacranes de Rodolfo Izaguirre, a quien no conozco, para que después no anden diciendo, ganadora del premio José Rafael Pocaterra de 1966 y publicada por la UCV, la que siempre ha vencido las sombras, en 1968, con portada de Mauro Bello y que conservo entre los libros que no regalaré jamás, donde se escribe: “Después, con una ligera y brusca sacudida, el brazo del radio pick-up cae con lentitud y la aguja busca el surco de la grabación”. Mejor imagen no encuentro para dibujar el país que somos y sus pasajeros estados de ánimo, de rabia, de silencio y también de vergüenza, en los que finalmente terminamos, a pesar de tantas pandemias simultáneas, revoloteando sobre la luz del farol.

Leandro Area P.
leandro.area@gmail.com
@leandroarea

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