Como
ha afirmado Gramsci –no la representación del deformado santón de las consignas
superficiales, mártir de los usos y abusos a conveniencia del trasnocho
gansteril, ni el Chucky, figurado monstrito perverso y maquinador que se
imagina el conservatismo de fanfarria, desteñido, constipado y estirado, sino
el filólogo y filósofo, lector de Labriola, Croce y Gentile, el brillante
académico de la universidad de Torino y distinguido político antifascista–:
“Quien habla solamente en dialecto o comprende la lengua nacional en distintos
grados, participa necesariamente de una concepción del mundo más o menos
estrecha o provinciana, fosilizada, anacrónica en relación con las grandes
corrientes que determinan la historia mundial. Sus intereses serán estrechos,
más o menos corporativos o economicistas, no universales. Si no siempre resulta
posible aprender más idiomas extranjeros para ponerse en contacto con vidas
culturales distintas, es preciso, por lo menos, aprender bien el idioma
nacional. Una cultura puede traducirse al idioma de otra gran cultura, es
decir, un gran idioma nacional históricamente rico y complejo puede traducir
cualquier otra gran cultura; en otras palabras, puede ser una expresión
mundial. Pero con un dialecto no es posible hacer lo mismo”. Se trata de una
frase que no solamente permite comprender la relación entre lenguaje y cultura,
sino, además, el significado más hondo de la pobreza espiritual que puede
llegar a afectar a toda la sociedad.
Qué
significado puedan tener expresiones como democracia, razón, libertad,
independencia, ética o paz, por ejemplo, depende en gran medida de la capacidad
que tenga la población de “traducirlas” correcta y adecuadamente, es decir, en
un sentido no “estrecho” –mezquino– o “provinciano”, como observa Gramsci, sino
en su significado universal, el cual solo puede ser universal en tanto y en
cuanto se corresponda con el devenir de la historia concreta. En este sentido,
también las formas universales abstractas son un modo provinciano de concebir
lo universal. Es una representación “mala” –de mala calidad, como dice Hegel–
de lo universal. Una totalidad exenta de partes no es una totalidad, es una
parte. Y lo mismo sucede con un universal que carece de particularidades: no es
un universal. Es, en todo caso, una particularidad con pretensiones
universales.
La
instrumentalización del lenguaje es una de las mayores conquistas de la
racionalidad técnica que deriva directamente de la reflexión del entendimiento
abstracto. En la medida en la cual el lenguaje de una sociedad va perdiendo sus
referentes, sus contenidos histórico-culturales, su ethos, ésta se va haciendo
cada vez más abstracta, más dependiente y pobre. Se puede medir la pobreza
espiritual de una determinada formación social por medio de la constatación de
la pobreza de su lenguaje. Una población pobre de Espíritu es una población
fácilmente manipulable, dominable, heterónoma, triste, impotente. Debe recurrir
a la evasión de la realidad “por otros medios” para poder soportar el peso de
sus incontestables desdichas. Es, en una expresión, una población signada por
la irracionalidad. No es que “la razón” se encuentre de un lado y la “sin
razón” del otro. Para el gansterato, lo mismo que para sus distintos, “el lado correcto
de la historia” es el “suyo”, cabe decir, el de cada posición correspondiente.
Este es el modelo característico de la racionalidad instrumental que se vende
como “ciencia”: la pobreza constitutiva, inmanente, de la razón ilustrada. No
hubo mayor acto de “racionalidad” –desde el punto de vista de la perspectiva
fascista, que ya había devenido lenguaje oficial del pueblo alemán– que la
llegada al poder del Führer. Y fue así como la suprema razón, decretada por la
Ilustración, terminó produciendo la abominable irracionalidad de Auschwitz. La
ficción de la razón instrumentalizada consiste en el hecho de presentarse como
la gran tabla de salvación frente a la irracionalidad, ocultándola en sus
entrañas. La irracionalidad inherente al gansterato chavista –y la pobreza que
está obligada, tanto material como espiritualmente, a imponer como “cultura”–
es hija legítima de una racionalidad y de un lenguaje absolutamente vaciados de
contenido, meramente formales, técnicos, metodológicos, instrumentales, publicitarios.
Sus “modelos” y sus “políticas”, lo mismo que sus continuos “motores” –todos
ellos, chatarra efímera, cohetones de un instante que se repite sin cesar–, se
sustentan en una “razón” que no solo no es racional sino que se tiene que
imponer por medio del miedo y de la más brutal violencia y represión, en nombre
de los “sagrados principios” de la “razón de Estado”.
jrherreraucv2000@gmail.com
@jrherreraucv
Venezuela
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