Iniciamos
un año incierto, en medio de muchas dudas sobre nuestro futuro rumbo. Es lógico
que sintamos que estamos lejos de la modernización que han logrado otros
países, pero ser testigos de tantas iniciativas y capacidad de lucha en muchos
venezolanos, debería llevarnos a pensar que nuestras circunstancias nos brindan
la oportunidad de ser expertos en humanidad. Hay cosas que no se aprenden en
los libros, sino en la vida misma: esa otra escuela que, a la larga, da otro
tipo de título. En tiempos como estos, en los que se nos puede imponer que el
país es un tremendo fracaso, nos haría mucho bien reflexionar sobre qué
fortalezas concretas tenemos, qué otras podemos adquirir y en qué podríamos
hacernos “expertos” precisamente en virtud de las circunstancias que vivimos.
La
experticia de la que hablo tiene que ver con el hecho de ser “más humanos”: más
conocedores del corazón del hombre (empezando por el nuestro). En el país hay
experiencia de mucha violencia, pero también la hay de solidaridad. Hay muchos
“pequeños redentores” (Ignacio Larrañaga) asociándose por amor a iniciativas
que buscan ayudar a los que más lo necesitan. Sabemos bien que llevando comida
a quienes no pueden adquirirla; un poco de compañía a quien está solo o una
rudimentaria atención médica a quien está enfermo no “resolvemos” propiamente
nuestros grandes problemas, pero pienso, sin embargo, que es así como se abre
el camino de la esperanza. Es nuestra vía para advertir que somos
interdependientes.
El
realista, dice Gabriel Marcel, está abierto a lo que las circunstancias le
ofrecen. Por enfrentar la realidad cruda y desnuda de artificios, se adiestra a
estar disponible y dispuesto a dejarse tocar por los acontecimientos, por las
personas, por toda llamada concreta que hace la vida. Solo se “espera” lo que
no se posee; por eso la esperanza tiene que ver muy directamente con la
apertura a lo real: no a lo que yo tengo en mente a priori, pues “lo mejor” que
cabe esperar es un don que se otorga a quien se abre desde la nada (desde la
desposesión). De aquí que la esperanza, la verdadera (la que no radica en
esperar bienes efímeros), exige intimar con lo real patente: con lo que de
verdad es y con lo que de verdad somos.
Esto
real, en el país, son todas las carencias con que nos enfrentamos día a día;
todas esas limitaciones que no podemos ocultar. Es lo que no se elige, sino lo
que sencillamente es. En medio de nuestras caóticas circunstancias nos cruzamos
día a día con personas, pues eso es lo que hay en una sociedad. Es lo que ante
todo se pone de relieve en una desestructurada, como la nuestra, muy parecida a
una de posguerra. Por eso pienso que nuestra más profunda oportunidad es la de
ser más interiores y espirituales: personas con un hondo sentido de la vida; de
lo esencial; de lo que sustenta todo lo efímero.
En
el mundo espiritual, las cosas mínimas coinciden con las máximas (Nicolás de
Cusa); por eso, ante la destrucción que evidenciamos sí cabe esperar un futuro
distinto, una especie de exaltación, pero solo desde la reconstrucción de nuestras
intimidades: núcleo en el que anidan “todas las potencialidades” (Ignacio
Larrañaga); esas de las que nacerá el país que anhelamos. Si a este hundimiento
llegamos por ser una sociedad débil y tal vez superficial, de esto podremos
salir más fuertes y profundos, si nos atrevemos a ser realistas.
La
experiencia de solidaridad nace de una connaturalidad con las circunstancias
del otro, pues cuando se sufre y se ama, se entiende el dolor quien es como yo.
Situaciones como la nuestra nos invitan a trascender, a abrirnos al prójimo, y
solo en la apertura nace la esperanza, pues esta dice relación a lo que no se
tiene y se recibe, por tanto, como un regalo. Podría decirse, de alguna manera,
que la esperanza viene de afuera; no nos la auto-concedemos: brota en nosotros
como una convergencia de la apertura y el don. El hambre de trascendencia, de
un amor más alto, es una exigencia real de nuestra intimidad, pero sin apertura
a lo real, no hay gracia: porque esta se regala a quien sabe que no la tiene.
Por
eso, si queremos un mejor país, debemos empezar por trascendernos a nosotros
mismos, pues del ostracismo solo deriva la desesperación, la frustración
existencial y la tristeza. La conexión con el prójimo, con ese que sufre lo
mismo que yo, moviliza a actuar porque nos implica con la realidad y de este
contacto nace la esperanza: la confianza en que los cambios son posibles.
Nuestro desastre oculta, en lo más íntimo, grandes potencialidades.
Veo
este tiempo como una oportunidad para ser más realistas, porque como dice Marcel, «el pensamiento está
ordenado al ser como el ojo a la luz» (Ser y tener) y en nuestro entorno, lo
que es brilla: es inocultable. El desierto, esta especie de tierra talada en
que vivimos, es una llamada a descubrir el “yo” más íntimo; ese algo divino en
el rostro del otro y tras ellos, ese amor más grande que nos sostiene. Así,
aunque necesitamos de medios materiales, nuestra situación actual nos ofrece la
oportunidad de experimentar (desde las carencias) que el verdadero sufrimiento,
como decía Viktor Frankl, es el de una vida sin sentido; el de una vida que no
logra orientarse bien por desconocer cómo lograrlo. Los bienes materiales son
medios y consecuencias: nunca fines en sí mismos.
La
experiencia de la propia limitación (física y psicológica) hace bien al alma,
porque en momentos así, de impotencia, sentimos también, paradójicamente, un
hambre de infinitud que no sabemos discernir de dónde nace. Es un buen tiempo
para descubrir que no es humillante pedir ayuda al cielo, pues en la debilidad
se manifiesta la fuerza de Dios; experiencia necesaria para que nuestra
política se torne en “existencial”: en una actividad mucho más profunda y de
envergadura; capaz de ofrecer a los venezolanos un futuro con contenidos
hondos: que den ganas de vivir y trabajar, por nosotros y la próximas
generaciones.
En
su libro Homo viator, Marcel cita a Gustavo Thibon, quien alude a la necesidad
de crecer hacia dentro, en vida interior, para encontrar el verdadero
significado de nuestros esfuerzos diarios: “te sientes constreñido. Sueñas
evasión. Pero defiéndete de los espejismos. Para evadirte no corras, no huyas.
Más bien excava este lugar estrecho que se te ha dado: allí encontrarás a Dios
y todo. Dios no flota sobre tu horizonte, duerme en tu espesor. La vanidad
corre, el amor excava. Si huyes fuera de ti mismo, tu prisión correrá contigo y
se estrechará con el viento de tu carrera: si te adentras en ti mismo, ella se
ensanchará en paraíso”.
En
breve, lo que no se posee se nos entrega como un regalo después de invitarnos a
la personal donación. De esta apertura a la realidad nace la esperanza.
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Venezuela
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