“Quiero
el país que ya no tengo, el país que se fue. Quiero que me lo devuelvan los que
me lo arrebataron”, declaran abiertamente algunos ante la noción de la oquedad,
de lo lastimosamente ido. Y no sorprende. Ya Sigmund Freud se había paseado por
las espinas de esa “exigencia de eternidad”, un producto tan propio de nuestra vida
desiderativa “como para reclamar un valor de realidad”. Sin embargo, en “La
transitoriedad” (1916), una peculiar, casi poética y alentadora reflexión sobre
la melancolía y los enigmas del duelo, nos invita a pensar sobre la belleza de
lo perentorio. Sobre la utilidad de perder, desprendernos genuinamente de lo
que ya no se tiene, re-encauzar el impulso vital hacia lo próximo, lo que
espera y nos renueva. Hela allí, pues, la esperanza.
Tras
dialogar con un poeta escamado por la fragilidad de toda belleza natural o
humana, Freud se pregunta: “¿por qué este desasimiento de la libido de sus
objetos habría de ser un proceso tan doloroso? No lo comprendemos, ni por el
momento podemos deducirlo de ningún supuesto. Sólo vemos que la libido se
aferra a sus objetos y no quiere abandonar los perdidos, aunque el sustituto ya
esté aguardando. Eso, entonces, es el duelo”. Así Freud ilustra su propio
asombro, su incertidumbre ante la cura. Eso no le impide ver, sin desazones,
que lo transitorio tiene valor cuanto menos tiempo perdura. Esa brevedad,
paradójicamente, suma resbaladizo encanto a los objetos, los reviste de
significación, hace más tenso el ritual de tener y perder. De regocijarse,
superarlo y crecer, finalmente.
En
esta Venezuela acogotada por el "dolus" y el "duellum",
donde la mordiente melancolía ha ido naturalizando las parálisis, tales
pensamientos caen como un propicio volitivo. Esa energía individual y colectiva
que luce tan enflaquecida sin duda tiene chance -debe hacerlo- de recomponerse.
El asunto es saber exactamente de dónde partir, a cuenta de qué insumos
emprender ese camino, cómo reencauzar ese impulso sin que haya cargas que, por
innecesarias, lo atajen a priori.
Entre
la dirigencia política se habla de rectificación, por ejemplo, de retomar la
vía electoral desatendida, de restablecer la conexión con la sociedad civil y
sus agendas. Y la pregunta que cabe es si implícito en ese propósito hay una
genuina comprensión del empobrecimiento, la adulta aceptación de un fin y la
gestión de su inevitable malestar, el compromiso con la evolución. Esto, porque
nos consta que el pasado de toda índole, desde el más remoto al más cercano,
desde el más épico al más profano, siempre insiste en ser reanimado, no siempre
para bien. Y no es que no tengamos derecho a la añoranza de tiempos que
juzgamos gloriosos, a condenar el infame retroceso o a abrazar, como a la tabla
que auxilia en medio de un mar picado, hitos que surcan el gentil abecedario de
nuestra idiosincrasia. Pero hay peligro en no advertir cuán desnudos o no
estamos para emprender aquí y ahora un recomienzo, para “corregir una cosa para
que sea más exacta o perfecta”. No es lo mismo rectificar un rumbo ligeramente
desviado que asumir una obra prácticamente desde la base y sin recursos.
Este
es quizás nuestro caso. Durante los últimos años ha habido demasiada distorsión
y menoscabo identitario, demasiado descenso y catacumba como para no notarlo.
Un plan realista consideraría entonces ajustar nuestros paradigmas a los nuevos
contextos y sus nuevas estrecheces, fluir con la circunstancia sin dejar de
apelar a una honesta, madura consciencia del fracaso. Sin eso, que supone
distinguir cuánto de nuestra amarga resistencia remite a una rebelión contra el
duelo, costará más aprehender la esquiva democracia. El atasco en el Taedium
Vitae, la “revuelta contra esa facticidad aseverada” frena la capacidad para
sustituir lo malogrado por otros objetos que, plenos de verdad, también
pudiesen resultarnos entrañables y valiosos.
Dolor
y reestructuración. Separación, discernimiento de la ausencia y
auto-recomposición. Todo eso nos está pidiendo este vidrioso pero no menos
interesante momento. Pensar otro país -no uno que calce en las hormas siempre pulcras
e irrepetibles de la memoria, sí uno que se vaya rearmando a partir de estos
deshilachados fondos- parece ser lo saludable. Lejos de cualquier bellaca
acusación de conformismo, se trata de restañar la vieja llaga, de reconciliarse
con lo disponible y enfocar esa energía hacia el cambio posible. En ese
sentido, y habiendo sido testigo de las feas pulsiones que la historia de la
humanidad hizo patentes, incluso el incisivo Freud se permitió un gesto de
optimismo: tras superar el duelo, tras renunciar a todo lo perdido, “lo
construiremos todo de nuevo, todo lo que la guerra ha destruido, y quizá sobre
un fundamento más sólido y más duraderamente que antes”.
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