No lo vi venir. Siempre cumplí al pie de la letra con los parámetros. Fui tan esquemático, riguroso, consciente de sus estragos. Quiero pensar que se coló por algún descuido. Un acto involuntario. Alguna tontería de la que siempre nos arrepentimos.
Pensé
en un principio que era una gripe natural, con malestares comunes y propios de
los virus pasajeros. Pero con las horas los indicios se fueron agravando,
haciéndose más agudos. Ya no valía fabricarme excusas. No era un resfriado
ordinario.
Me
asaltó la tos y una fiebre desafortunada. Fueron apareciendo los síntomas
inconfundibles. Señas inequívocas del virus de moda. Me torturaba la duda. Por
eso fue disminuyendo la negación y se filtró el miedo angustiante a la
realidad. Debía actuar de inmediato. Cumplir con el paso de la confirmación.
Mi
organismo evidenciaba efectos particulares. Sí, quería dejarlo pasar. Hacerme
el desentendido. Era la vía más cómoda. Pero el riesgo era demasiado grande.
Debía aplacar las sospechas y confirmar el cuadro. Mi esposa evidenciaba
efectos similares. Así que no perdimos más tiempo. Logramos que nos realizaran
el PCR. Dimos el primer paso y solo restaba esperar.
Antes
de que nos avisarán que teníamos el coronavirus, ya había perdido el gusto y el
olfato. Éramos otros más de tantos. Nos tocaba un nuevo combate de
supervivencia. Luchar contra un rival indescifrable. Capaz de cortarnos la
vida, si no manteníamos la calma.
El
dolor en los huesos era irresistible. Las articulaciones se volvían rígidas.
Los malestares en la cadera y las rodillas no tenían fin. Una debilidad
cortante que no me permitía pensar. Y apenas era el principio. Debía desmigajar
el calendario, contado cada día como un logro.
Las
noches eran soporíferas, como en un letargo de revivir algo que no me hacía
conciliar el sueño en totalidad. Noche tras noche se repitió el mismo esquema
inaudito. Dormía a ratos. Nunca un sueño reparador, que me devolviera las
fuerzas. No llegué al delirio o a perder el norte. Sabía que este padecimiento
hace mella en el ánimo. Debía fortalecer la tenacidad y confiar que la meta
estaba más cerca.
Mi
esposa se convirtió en mi enfermera inigualable. A ella la golpeó menos y supo
mantenerse firme en su programación. Los medicamentos no nos faltaron. Mi
hermano nos llevaba todo lo que necesitábamos, dejando todo en el tapete frente
a la puerta.
Al
sexto día volvió la tos. Esta vez no quería apagarse. Un hilo frío atragantado
en mi diafragma, compulsivo, sin definición, como un fantasma que rasguñaba mi
garganta. Pero no me iba a dominar. Estaba claro que no podía dejarme llevar
por su insolencia. Que debía combatirlo con la serenidad de un estratega. Por
eso permanecí sosegado. No podía haber vínculos con la duda.
Pasaba
del frío al calor con una rapidez de demente. Tantos remedios en mi organismo
me tenían confundido el clima. Aunque no hubo descuidos. Lograban apaciguaban
mis tormentos. Eran tantas las medicaciones, los pormenores para evitar el
desplome, que nunca dio pie a alguna vacilación eventual.
La
tensión se desplomó. Casi me desmayo en una ocasión que fui al baño. Mi esposa
estaba igual. Nos colocamos sal debajo de la lengua y con ese método casero nos
mejoramos un poco.
La
memoria también falló en algunos momentos. Un letargo rancio. Los recuerdos se
esfumaban en un laberinto de niebla. Tal vez producto de los escalofríos o el
temor de no tener mañana. Me costaba escribir. Lo intenté varias veces y no
corrían las palabras.
El
antídoto no viene en una caja mágica. Es de voluntad férrea y convicción. De
cumplir con los tratamientos acordes. Este virus nos llenó con sus excesos. Con
su sedición, su burla y su olor a muerte. Su crueldad no nos ubicaría en el
lado negro de las estadísticas. Dios tiene el salvoconducto y vamos a
sobrevivir. Es una declaración de vida.
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