Martin Luther King decía: “O vivimos todos juntos como hermanos, o perecemos todos juntos como idiotas”. Muchas veces salvar una democracia y evitar el ascenso de candidatos autoritarios significa renunciar al éxito del propio partido político, hecho al que no todo dirigente político está dispuesto. Tal vez ellos actúan influidos por el pensamiento del filósofo francés Blaise Pascal quien escribió: “El corazón tiene razones que la razón ignora”.
Cualquier persona puede formularse las siguientes preguntas ¿Qué sucedería con un presidente sin autocontrol? ¿Con un presidente que cuestiona la función de los medios de comunicación? ¿Uno que minimiza a la oposición llamándola “enemigos políticos”, con alguien que utilice la justicia y las instituciones públicas para acorralar y castigar actores políticos o proteger a sus colaboradores, o que utilice el poder del Estado para castigar empresas? Estas interrogantes pueden ser aclaradas mientras se recorren las páginas del libro: Cómo mueren las democracias, de los catedráticos norteamericanos Steven Levitsky y Daniel Ziblatt. La obra atribuye una gran responsabilidad a los partidos políticos: “tienen el rol de frenar el crecimiento de figuras autoritarias”.
Este mensaje de los escritores estadounidenses, derriba la idea generalizada de que el destino de las democracias está en las manos de los ciudadanos, sin menospreciar su peso en la protección de la democracia. Por otro lado, reafirma el valioso rol de los políticos en su calidad de guardianes de la democracia. La vida de las personas que viven bajo un régimen dictatorial, sea éste de naturaleza militar, monárquico tradicional, de partido único de izquierda o de derecha, nunca será fácil.
En los últimos años, investigadores de todas partes del mundo indagaron sobre una preocupación latente: la crisis de las instituciones libres y el futuro de la democracia; la falta de interés en la política; decrecimiento del apoyo a la democracia como el mejor sistema de gobierno; caída de la confianza en instituciones y en políticos son algunos de los varios signos que reflejan la insatisfacción política de los ciudadanos. El libro Cómo mueren las democracias, expone como idea central que, la democracia funciona siempre que se apoye en dos normas: la tolerancia mutua y la contención institucional.
Hasta hace algunas décadas estábamos acostumbrados a que un golpe de Estado violento fuera el comienzo de la muerte, en algunos casos agónica y en otros más rápida, de la democracia. Sin embargo, no existe una única forma de destruirla. Levitsky y Ziblatt identifican otras formas de desmantelar la democracia, las cuales, siendo igualmente destructivas, son más utilizadas en la actualidad. Las teorías expresadas en el libro de los profesores de Harvard, son reafirmadas por el filósofo, Daniel Innerarity, en su libro, La política en tiempos de indignación, en el cual expresa: “la mejor forma de destruir una democracia es democráticamente. Mientras antes se trataba mayoritariamente de dictaduras militares, hoy las democracias mueren en las manos de quienes fueron electos”.
El modo más sencillo para arruinar una democracia, según Levitsky y Ziblatt, es ofrecer puestos gubernamentales, políticos, empresariales o mediáticos; proveer, favores, ventajas o, directamente, sobornos a cambio de apoyos o, al menos, de silencio y neutralidad. Con políticos, empresarios o medios de comunicación que no puedan comprarse, utilizarán otros medios: marginación económica y legal, demandas de difamación o desprestigio.
Cuando la democracia se subvierte por medios democráticos, es difícil identificar el momento concreto en que el sistema se debilitó, a diferencia de lo que sucede en los golpes militares donde el momento en el que una sociedad pierde su libertad democrática es claro. Por esta razón, es muy posible que la población de un país cuya democracia está siendo socavada, no advierta el peligro, hasta que ya sea demasiado tarde.
A medida que profundizan sobre los peligros que acechan a la democracia, los docentes de Harvard advierten que en política vienen tiempos cambiantes, en los que proliferarán las formaciones políticas ambiguas, las emergencias súbitas y los movimientos efímeros. A su vez, Daniel Innerarity, nos recuerda que: “la política es palabra”. Por tanto, hablar a los ciudadanos es la primera señal de respeto. No hay nada más antipolítico que la consigna «hechos, no palabras». Esa es la claudicación de la política. La palabra es fundamental para comunicarse con la ciudadanía y para reconocerle a ésta su voz, también la palabra permite abrir expectativas de futuro y transformar las situaciones en oportunidades.
Daniel Innerarity hace un recorrido muy completo sobre
el universo político y sus desafíos, desde un realismo encomiable, que elude
melancolías irredentas y fabulaciones desesperadas. Yo comparto la defensa que
hace de la democracia y la importancia que le asigna a la política para su
preservación. También me solidarizo con su crítica a muchos de los usos que se
hacen de la política, los cuales no aportan mucho, mas bien, a menudo, aumentan
el escepticismo de los ciudadanos.
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