‘Libertador’, de Alberto Arvelo, fue una de
las películas que complacieron la necesidad narcisista del Comandante Eterno,
para afianzar su imagen de predestinado en los orígenes fundacionales de su
proyecto político.
A mi amigo, el cineasta y
analista político Thaelman Urgelles
Es inevitable que todo cine
realizado a la sombra de un Estado totalitario sea alcanzado por su naturaleza.
El artista de la imagen pretende ignorarlo, concentrándose en la creación de su
obra. Pero en ese impoluto universo de
su intimidad que cela, como en la sala oscura donde habrá de proyectarse su
futura película, por algún resquicio de su conciencia, se cuela la imagen de la
bestia del Estado totalitario para seducirlo o quebrarlo en sus principios. Si
tiene vendida el alma o es vulnerable existencialmente, al artista de la imagen
no le importa ser devorado por las apetencias del Estado y puede acceder a
convertirse en el realizador oficial del gobierno que en el fondo lo desprecia;
así los demás lo tilden de rata. Mas si las circunstancias económicas o
vanidosas lo acorralan y se le hace imposible la creación y la sobrevivencia misma, opta por la ambigüedad y comienza a
transitar hacia la concesión, la autocensura y, sobre todo, como parte de un
gremio, actúa, aun sin saberlo, como una
facción secreta del gobierno que pone en peligro los propios intereses del
gremio artístico al que pertenece.
Firmará anteproyectos de ley para
que estos jamás se conviertan en ley. Porque sabe que las leyes en el
totalitarismo preservan su mala intención al arrogarse todo el derecho de
legislar sólo a favor de sus intereses ideológicos y políticos. Además, en el
fondo del ego del cineasta cautivo hay una necesidad superior: hacer una
película que lo consagre y lo ayude a escapar de la diatriba política que lo
atormenta y acosa en su particular momento histórico. Es una manera de exilarse
de sí mismo. Está persuadido por aquellos que se han degradado hasta la médula,
aconsejándole que el arte se juzga sólo por sus valores artísticos, así el
artista previamente haya firmado un pacto con Mefistófeles. Lo que no sabe, o
ignora saber, este hijo de las musas de la modernidad y la posmodernidad, es
que hay valores artísticos que el totalitarismo no tolera porque le harían competencia. El cine, en un
Estado totalitario, aspira a que el espectador se convierta en un simple mirón,
anulándole su posibilidad crítica y reflexiva. En cambio, en el cine de autor
el espectador alcanza esa condición expurgativa que pretendían los griegos con
sus espectáculos teatrales. El espectador auténtico, al contemplar la obra o la
película, entra en un estado de remoción física, psíquica y espiritual que
vence la inducción política e ideológica del arte amaestrado por el Estado.
Sergéi Eisenstein, el celebrado
cineasta ruso, colocó su talento a disposición de las exigencias del dictador
Joseph Stalin, cuando este le encargó la realización de la película Iván, El
Terrible, a fin de exaltarse ante su pueblo como el salvador y protector de la
Rusia comunista que enfrentaba la embestida nazi, a través de la operación
Barbaroja, en la Segunda Guerra Mundial. En cambio, Andréi Tarkovski, el poeta
de la imagen esculpida en el tiempo, fue perseguido y buena parte de sus películas fueron
censuradas o destruidas por el estado soviético. En 1969, su película Andrei
Rubliov alcanzó a llegar al Festival de Cannes, pero las autoridades soviéticas
convencieron a los organizadores del festival de que la película se proyectara
el último día de la muestra, a las cuatro de la mañana. De esa manera, la obra
cinematográfica no ganó ningún premio y el público no pudo protestar ni
reclamar justicia para un film que no había visto. Sin embargo, entre el estupor
y la vergüenza, la crítica se vio obligada a redimir el film. En el exilio,
Tarkovsky tuvo la oportunidad y el coraje, confiado en su memoria y profundidad
poética, de reconstruir de nuevo una de sus películas más emblemáticas,
destruida por el fuego del totalitarismo.
En la misma Alemania nazi, la
documentalista Leni Reifenstahl se prestó al régimen de Adolfo Hitler para
crear una estética del mal, donde, paradójicamente, el horror no figuraba como
tema explícito de sus documentales. La belleza apolínea aria era perfecta, pero
helada en sus documentales propagandisticos. Con ella se desterraron los
hallazgos del expresionismo alemán en el cine, encarnado en figuras cimeras
como Robert Wiene y Fritz Lang. Las imágenes de Reifenstahl eran demasiadas apolíneas
y sublimes, porque el horror se habría de cocinar en los hornos crematorios de
los campos de concentración. Es común que en los Estados totalitarios se le
prohíba al artista introducir el horror
en su obra, como tema a explorar, porque el Estado, quien lo propulsa a su
manera, se lo reserva para sí, instrumentándolo e imponiéndolo en la realidad
como una de sus virtudes políticas que todos están obligados aceptar, tolerar,
inclusive, a celebrar. Y en este umbral, la ficción del artista no puede competir
con el poder absoluto que se arroga el Estado totalitario, con sus mecanismos
bestiales. Alfredo Guevara, el ícono fundador del ICAIC de Cuba, llegó a destruir toda una película
de un cineasta porque en esta aparecían otras épocas del pasado cubano, más
felices, las cuales contrastaban y le hacían sombra a la Cuba socialista que se
estaba instalando, con los fusilamientos y la escasez. Nunca olvidaré el
privilegió que tuve, cuando el famoso y celebrado director de cine Humberto
Solás una noche proyectó en mi casa su película —en ese momento inédita y por
primera vez— Un hombre de éxito, con el temor angustioso de que esta no pudiese
ser distribuida en Cuba. Luego, si bien la película fue nominada al Oscar,
alguien impidió desde la Habana que ese film llegara a la Alfombra Roja del
Imperialismo.
Aquí en Venezuela, desde hace
diecisiete años, el cine ha adquirido dos modalidades de realizarse, presionado
por un Estado que invariablemente se ha ido convirtiendo burdamente en
totalitario. Por un lado, gran parte de la generación más curtida de los
cineastas se ha dedicado estos años a realizar un cine que exalta a los
próceres independentistas o a cualquier icono nacional que sustente la idea de
patria y nacionalismo; inclusive, a tergiversar los destinos de los próceres,
de manera impúdica. Estos cineastas han regresado al pasado por no encontrar el
horror en el presente y no saber qué hacer con él, si lo encuentran, a la hora
de los riesgos y las demandas. Libertador, basada en la vida de Simón Bolívar,
de Alberto Arvelo, y El Caracazo, de Román Chalbaud, son parte de esta
impudicia que fue financiada con exagerados presupuestos en dólares, nunca
antes imaginados o invertidos, pero a despecho de negárselo a otros proyectos
cinematográficos menos delirantes. Pero ambas películas formaban parte de la
necesidad narcisista del Comandante Eterno, para afianzar su imagen de
predestinado en los orígenes fundacionales de su proyecto político. Estos dos
cineastas glorificados por el poder corrupto que gobierna a Venezuela, se
atrevieron a falsear la realidad pasada, la del pasado remoto y la del pasado
cercano, y la de sus protagonistas, porque también carecen de una estatura
ética que se los demande o los juzgue.
Los más jóvenes cineastas en
Venezuela, han optado por un cine bucólico, con una visión turística de lo
rural, o por un cine social que se resuelve en moralejas edificantes, ocultando
la responsabilidad del poder, con personajes que están de espaldas a su propia
realidad o a sus pesadillas. La tragedia horrorosa que han vivido los
estudiantes venezolanos no están en sus películas. Menos La Tumba, donde muchos
están confinados. El horror de las cárceles tampoco. Las largas colas para
sobrevivir o morir en un hospital, jamás han aparecido en una película venezolana
contemporánea. Mucho menos, el tema del narcotráfico en las Fuerzas Armadas y
la corrupción de la cúpula del poder. La invasión de Cuba con la mascarada de
la ayuda humanitaria, ardid con la que se apoderó de todos los entes del
Estado, no ha sido plasmada en la imagen cinematográfica. Ni en el cine de
ficción, ni en los documentales, aparece esta tragedia profunda en la que se
convirtió Venezuela. ¿Cómo celebrar, entonces, un cine que traicionó el corazón
de su propia patria?
En estas circunstancias, el
cineasta sucumbe al imaginario colectivo secuestrado por pautas ideológicas,
dislocadas y populistas. La trasgresión es prohibitiva desde el punto de vista
de la composición estructural, pero también conceptual. Las propuestas formales
de exposición narrativa transitan la linealidad de las telenovelas, o en el
refugio de una intimidad ciega o barata. Porque en el fondolo que se pretende
es encontrar al venezolano en la ideología y no en la ontología. En los
festivales de cine, financiados por el propio Estado, se premian y valorizan
mucho más, a veces con trampas y argucias de sus organizadores, estas dos
vertientes de la cinematografía nacional que se han ido imponiendo como un
discurso político y estético del Estado actual. Se ha llegado al extremo de sobornar
a jurados de prestigiosos festivales internacionales de cine para crear la
falsa percepción de que en Venezuela hay libertad de expresión y creación. Una
oleada de películas premiadas en las últimas décadas, internacionalmente,
tienen esta sombra negra. Aunque, ciertamente, no todas las películas, ni todos
los cineastas se han prestado para esta desvergüenza.
Mientras la realidad,
progresivamente, se va llenando de horror a través de la imposición del llamado
Estado socialista o esta peor aberración que se instaló en Venezuela, que como
un cáncer devora todos los espacios de libertad colectiva y personal, pocos
cineastas apuestan a confrontar, desde sus imágenes, la desgarradura que
acontece hoy en día, con metáforas reveladoras y sustantivas. Por vez primera,
el Estado ha financiado al máximo el cine nacional y hasta le creó una Villa
del Cine, como hizo Benito Mussolini al fundar Cinecitta, pero como nunca
antes, el cineasta venezolano se ha autocensurado, tanto en nombre de la
sobrevivencia como del temor consciente o inconsciente a ser execrado de las
dádivas del Estado totalitario.
Edilio Peña
edilio2@yahoo,com
@edilio_p
Caracas - Venezuela
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