La idea de subsidiar
el consumo de ciertos servicios esenciales dista de ser original. Es una larga
historia, que el paso del tiempo solo ha ido perfeccionando perversamente como
parte del nutrido andamiaje que ha montado desde hace mucho la demagogia
populista contemporánea.
Parafraseando a
Alvaro Alsogaray, vale aclarar que decir que una tarifa es social, es una
absoluta redundancia. Es que no existe tal cosa como una tarifa animal, vegetal
o mineral porque solo los seres humanos pueden hacer transacciones de estas
características.
La visión que propone
que un sector de la sociedad pague, por un bien cualquiera, menos que los demás
a expensas de ellos esconde innumerables falacias y una indisimulable
hipocresía.
La gratuidad es un
gran embuste, porque invariablemente alguien siempre paga la cuenta. La
discusión real pasa por establecer con claridad quién financiará finalmente ese
monto. Es que si alguien paga menos es porque otro paga más. Hasta es posible
que el mismo beneficiario termine sosteniendo ese cargo a través de los
infaltables vericuetos estatales.
A nadie sensato se le
ocurriría que el precio de un bien dependa de la situación de quien lo compra.
Cuando los que más tienen pagan un valor superior al resto, se
institucionalizan incentivos para preferir la miseria al progreso, denostando a
quienes se esmeran por superarse.
Sin embargo, son
demasiados los que validan con determinación este pérfido argumento. Ocurre muy
especialmente cuando se trata de servicios públicos, como el caso de la energía
eléctrica, probablemente el más emblemático y habitual de esta era.
Muchos están
convencidos que hacerlo constituye un verdadero acto de justicia. Ellos
sostienen que quienes disponen de escasos recursos deberían pagar un valor
inferior por idéntica prestación. Suponen, ingenuamente, que se puede hacer esa
excepción, sin consecuencia alguna, como si esa ayuda surgiera mágicamente de
la nada o esa bendición cayera del cielo.
Si alguien sigue
pagando lo mismo y a otros les incrementan sus costos, es porque los últimos
abonarán un valor mayor al que corresponde, solo para solventar la subvención
de aquellos que discrecionalmente resultaron agraciados.
Preocupa la
inmoralidad de este retorcido principio que intenta camuflarse detrás de la
sensibilidad y el altruismo. Quienes enarbolan estas banderas creen que la
persona auxiliada no puede valerse por sí misma, al punto de considerar
imprescindible que el "subsidiado" transite el humillante proceso de
exhibir su paupérrima condición, a través del cumplimiento de determinados
requisitos formales para acceder a ese privilegio.
La creatividad para
denigrar a la gente parece infinita. Es que el supuesto beneficiario debe, bajo
esa tesis, demostrar fehacientemente su circunstancia con certificados de pobreza,
revelando que recibe programas sociales, que sus ingresos no superan cierta
caprichosa cifra fijada por el burócrata de turno, que es jubilado, pensionado,
desocupado o discapacitado, inclusive explicitando su actividad cotidiana como
ocurre con el servicio doméstico, con la consiguiente estigmatización que eso
implica.
Se trata de una
canallada con mayúsculas, perpetrada por los mismos que declaman su
preocupación por los que menos tienen pero que a la hora de asignar recursos
menoscaban sin piedad alguna a los presuntos favorecidos.
No solo los
funcionarios que diseñan la ingeniería de esta despiadada herramienta, sino
también los ciudadanos que tratan de legitimar esta modalidad, no aportan su
dinero para este filantrópico fin con el que ellos comulgan. Lo que hacen es lo
de siempre, imponer a través de la fuerza de la ley, Estado mediante, un saqueo
generalizado a todos los contribuyentes forzándolos a cumplir con sus
cuestionables deseos personales.
El sistema de precios
es un orientador vital para la asignación eficiente de recursos. Los subsidios
e impuestos, o cualquier otro componente exógeno, solo distorsionan la matriz
básica y alejan las posibilidades de alcanzar un genuino equilibrio que derive
en las esperables soluciones reales.
Si el loable
propósito es que todos abonen menos por cualquier servicio, primero habrá que
comprender la dinámica económica. El camino es abrir el juego, garantizar el
máximo de transparencia posible en los mercados y reducir las barreras de
acceso para que cualquier prestador pueda hacerlo.
Cada uno, como sucede
en otros ámbitos, debe consumir lo que puede y quiere en función de lo que sus
ingresos le permiten, sin pretender que otros se hagan cargo de sus
coyunturales necesidades. El trabajo es el medio adecuado para obtener lo
necesario y disfrutar no solo de una vida digna, sino del progreso como anhelo
natural de la especie humana.
Una sociedad que por
un lado hace una eterna apología de la pobreza y por el otro la ofende
enrostrándoselo públicamente tiene mucho que reflexionar. Premiar a los más
débiles con dádivas y esquilmar a los que prosperan gracias a su esforzado
trabajo obligándolos a pagar más, es una actitud ciudadana que denota una
escala de valores que merece ser revisada.
En tiempos de innegable
cinismo, de ambigüedades ideológicas evidentes, de discursos que se recitan en
público afirmando lo que parece políticamente correcto para reservar las
profundas convicciones al ámbito de la conciencia individual, demuestran que
esta comunidad ha hecho méritos suficientes para padecer el fraude de la tarifa
social.
Alberto Medina Méndez
albertomedinamendez@gmail.com
amedinamendez@arnet.com.ar
@amedinamendez
Argentina
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