‘Preferiría mil muertes antes que por mí se introdujese en la América el ominoso derecho del más fuerte’ (Sucre)
Si el Mariscal
hablara nos diría, otra vez, que conservásemos “el honor y la reputación de que
el hombre es justamente celoso”; y nos precisaría defender “el bien de la
patria que tanto nos cuesta”, y que le diésemos a ella “Anegada la América en
lágrimas y sangre (…) un término a sus males”.
Nos recordaría que
“nunca son esclavos pueblos que resuelven ser libres”, pero que para lograrlo
era necesaria “una misma la causa de los americanos” y “una misma nuestra
patria” para todos sus ciudadanos.
Nos ordenaría para
muchos propósitos “tomar medidas fuertes y severas para restablecer la moral
(...)” y salvaguardar a la República contra sus males y contra sus causantes,
“porque amigo de la patria más que de mí mismo”, como lo demostró, prefirió
“ser conducido a la vía de la justicia, y observar que hay (...) ciudadanos
vigilantes que sean el escollo de la arbitrariedad (...)”.
El Mariscal nos
reclamaría contra todos los males de nuestras “disensiones”, y nos advertiría
cuán alto es el deber del verdadero patriotismo para que no nos destruyamos en
luchas fratricidas, y a los pueblos y a sus conductores, y a sus militares y a
sus ciudadanos: “evitarles la deshonra de empañar sus armas en guerras
civiles”.
Su voz admonitoria y
su ejemplo de magistrado de naciones nos señalaría con firmeza que “los
destinos sin el honor son más bien el vilipendio que la dignidad del hombre”; y
amonestaría a los que gobiernen que “desprendiéndose de respetos particulares,
y unidos solos a sus obligaciones en beneficio del pueblo, representen (...)”,
dirijan y actúen con lealtad y honor.
Nos enseñaría que “la
educación es un caudal mucho mayor que los bienes de fortuna”, y que “un pueblo
no puede ser libre si la sociedad que la compone no conoce sus deberes y
derechos (...)”; y que por ello, como formador y previsivo gobernante consagró
“un cuidado especial a la educación pública (...)”, de la que se erigen las
naciones que cultas y perdurables avanzan y progresan.
Nos señalaría además,
otra vez, que “preferiría mil muertes antes que por mí se introdujese en la
América el ominoso derecho del más fuerte”, y nos ofrece como estadista
superior la lección eminente de sus virtudes públicas como hombre, como
demócrata y como ciudadano, al expresar que “siguiendo los principios de un
hombre recto, he observado el de que en política no hay amistad ni odio, ni
otros deberes que llenar, sino la dicha del pueblo que se gobierna, la
conservación de sus leyes, su independencia y su libertad”.
Sensible su alma
americana a nuestros dolores y esperanzas proclamó con firmeza y con fe: “Deseo
la paz porque la necesitan los pueblos”.
Jose Felix Diaz
Bermudez
jfd599@gmail.com
@jfdiazbermudez
Anzoategui -
Venezuela
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