L
a política democrática ama el centro
y le horrorizan los extremos. Por eso le he planteado mi inquietud ante la
radicalización de sus partidos, a queridos amigos como Lincoln Díaz Balart y
Fabio Andrade (republicanos); y Pedro Ladislao Guerra Bueno, Héctor Caraballo y
Raúl Martínez (demócratas).
Para la Democracia (con mayúsculas)
el progreso está asociado a las nociones de libre comercio y solidaridad
social; la estabilidad a la división de los poderes (checks and balances); y la
gobernabilidad a la inteligente cooperación de los partidos ante las exigencias
trascendentes.
En países de convivencia democrática
sólida como Alemania, Francia, Inglaterra, España, Suecia, Japón y desde luego
Estados Unidos, el bipartidismo ha sido un factor clave para el equilibrio
social, la protección de las instituciones, el progreso, la estabilidad y la
gobernabilidad.
De modo que cuando uno se encontraba
antes a demócratas afirmando que George Bush era un fascista, o ahora a republicanos
asegurando que Obama es un extranjero, musulmán y comunista (etiquetas
contradictorias, las dos últimas), le entra un escalofrío porque de ese
radicalismo está empedrado el camino del infierno.
El caso es que Estados Unidos es la
locomotora y el escudo de la democracia planetaria. Le correspondió superar el
severo desafío del comunismo soviético, y ahora, es la vanguardia de la lucha
para que el fundamentalismo musulmán no nos regrese a la edad media.
Por eso es vital que extremistas y
demagogos no se apoderen del control de los grandes partidos norteamericanos y,
eventualmente, terminen alojados en la Casa Blanca para desgracia de la
humanidad entera.
El diálogo que no las componendas
entre demócratas y republicanos; el acuerdo entre ambos frente a los retos
estratégicos; el uso de un lenguaje que sin dejar de ser contundente sea
respetuoso; en fin, la moderación y la tolerancia que son distintivas de la
democracia, es lo que impone en estos días perturbados.
Alexis Ortiz
jalexisortiz@gmail.com
@alexisortizb
Estados Unidos
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