La Humanidad celebró
de un extremo a otro el fin de la pesadilla revolucionaria, una vez que en 1989
cayó el Muro de Berlín y todos los demás muros que Churchill con su lengua
telescópica llamó “la cortina de hierro”.
Antes se había desmembrado el modelo
socialistoide impulsado por Cepal, que casi acabó con América Latina y la llevó
a la gran Crisis de la Deuda, también en los 80. Después de cincuenta años del
socialismo rooseveltiano, Reagan sacaba a EEUU de la decadencia y la
humillación internacional (ya los “analistas” hablaban de la Unión Soviética
como la nueva superpotencia). Era el colapso universal de la tragicomedia
socialista en todas sus presentaciones. Solo quedaban con cabeza Felipe
González y otros líderes europeos, socialdemócratas como los de principios del
siglo XX. Parecía que la mala yerba se extinguiría, con toda su carga de
injusticia, dolor y miseria para la Humanidad.
Era el fin de la
historia en el sentido marxista, el fin de la lucha de clases, como dijo
brillantemente Francis Fukuyama, uno de esos autores que todo el mundo
criticaba pero nadie leía. La reacción contra él era comprensible, porque su
libro llamado así, El fin de la Historia, les daba en la mera madre. Su tesis
central era que el fracaso del socialismo dejaba al totalitarismo sin proyecto
alternativo para enfrentar a la sociedad abierta. Nunca dijo que se acaban los
conflictos sino que ahora lo harían gángsters musulmanes o delincuentes
étnicos, mas no una promesa de nueva sociedad. Pero la izquierda, dueña de
intelectuales y gacetilleros baratos en todas partes, inventó el fantasma del
neoliberalismo y el “FMI” que recorrían el mundo, para desviar la atención de
su fracaso ecuménico. En alguna medida lo lograron e hicieron que mucha gente
se pusiera a discutir sobre esas necedades y manipulaciones.
¿Por qué terminan
así?
Cientos o miles de
loritos de cráneo cerrados al vacío repetían las consignas anti “neoliberales”.
Fidel Castro, que no ha cesado un instante de su larga vida en tramar daños
para sus semejantes, convocó amigotes de América Latina, con Lula a la cabeza,
a Sao Paulo para que “inventaran” una nueva forma de hacer la revolución. El
lenguaje democrático, electoral y pacífico, o hiperdemocrático se impone en la
nueva estrategia del populismo revolucionario que triunfa en Venezuela en 1998.
El nuevo canto de sirena eran “la
constituyente” y la “lucha contra la corrupción” para que los redentores
disfrazados pudieran destruir los partidos políticos, sus únicos adversarios de
cuidado, ante la ingenuidad de los grupos más ilustrados que tomaron la
política. Así se extendió la infección a Brasil, Argentina, Ecuador, Bolivia,
Nicaragua, y varios otros que por ventura se salvaron, como México, Panamá y
Honduras.
Hoy estamos frente a
un misterio vergonzoso. El neocomunismo triunfó con el apoyo de las clases
medias e incluso de grupos económicos importantes. ¿Por qué fatalmente
regresaron los revolucionarios al delito en el poder, esta vez por vía
democrática? Los resultados de esta resurrección socialista de los noventa son
trágicos. Lula da Silva, modelo de estadista al que Obama denominaba the boss,
terminó artífice de ruindades, un forrado cobrador de peaje de Odebrecht, que
arrastra a Rousseff a la misma alcantarilla por trampitas grotescas para no ir
preso. La revolución bonita es un cuadro
séptico en política y moral que desconcierta a los médicos y del que todos
esperan el desenlace. El galán de Ecuador, el escolta del Galáctico que
gobierna Bolivia y el padre ejemplar Ortega, han logrado perpetuarse por medio
de violar leyes, comprar jueces, y cometer toda suerte de bellaquerías.
Acabar el Estado de
Derecho
Mucho que escribir
sobre esta triste agonía pero hay que destacar que una razón esencial de su
fracaso es el hombre nuevo. Los revolucionarios portan una doctrina para
fracasados y resentidos. Aprenden en sus primeras lecciones que la propiedad
–de los demás– es un robo y los dirigentes democráticos son agentes del pasado,
defensores de una causa inhumana, hostiles al pueblo, simplemente enemigos sin
valor como personas. Por eso el lenguaje sucio a la hora de referirse a ellos.
La propiedad y la libertad son valores burgueses y la importancia de la vida se
mide si sirve a los fines revolucionarios. Por lo tanto, la revolución es la
licencia para suspender los derechos a
la vida, la propiedad y la libertad, que pasan al dominio de hombres nuevos
para que los administren. Eso implica que la revolución está fuera de la
moralidad burguesa, es amoral y más allá del Estado de Derecho.
Los asesinatos de
opositores son ajusticiamientos y los robos, expropiaciones. En el Programa de
Gotha, Marx afirma que hay que sustituir el derecho igual por el derecho
desigual, no son iguales ante los tribunales un burgués y un proletario.
¿Entonces que se puede esperar de su ejercicio del poder? Como se sabe, más
allá de la retórica, el hombre nuevo termina forrado de dólares en paraísos
fiscales, viviendo en mansiones capitalistas y el pueblo sin comida. Y basta de
acusar “a los ignorantes, al pueblo pasivo que no despierta”, cuando los
responsables son precisamente los que dicen eso. Los que abrazaron la pesadilla
y la convirtieron en realidad fueron los más cultos, las clases medias. Cuidado
con su acción política, más peligrosa que una serpiente en una cesta.
Carlos
Raul Hernandez
carlosraulhernandez@gmail.com
@CarlosRaulHer
El
Universal
Caracas - Venezuela
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