Para
Mario Kreutzberger, Don Francisco, que se preguntaba de dónde surgía el
racismo.
Steve King,
congresista republicano de Ohio, tuiteó: “No podemos reconstruir
nuestra civilización con los hijos de otros países”. A lo que le respondieron,
contrariados, dos congresistas cubanoamericanos, también republicanos, Carlos
Curbelo e Ileana Ros-Lehtinen. Ileana precisó: “la diversidad es
nuestra fuerza”. La polémica fue reflejada en El Nuevo Herald.
Ahí está el núcleo
de un debate permanente: la naturaleza humana, es decir, animal, reivindicada
por King, frente a la racionalidad artificial surgida en el curso de nuestra
civilización. Es la uniformidad contra la diversidad. Son los nexos genéticos
frente a las relaciones fundadas en el derecho. Es la lógica de la raza, de la
sangre, de Hitler, versus la de los derechos naturales
y, si se quiere, la de la tradición judeo-estoica-cristiana.
El racismo, es
cierto, aumenta notablemente en el mundo. Se demuestra en los crecientes
episodios de antisemitismo. Ocurre en Francia, en Holanda, en España, en
Italia. La consigna de hacer “otra vez grande a Estados Unidos” no es sólo una
cuestión económica o industrial. Es también que el país sea de nuevo,
esencialmente, blanco, norte-europeo y uniformemente angloparlante, como le
gustaría al congresista Steve King.
Así era la clase
dirigente norteamericana cuando se fundó la República a fines del siglo XVIII,
mítica época dorada en la que se dieron cita los Padres Fundadores. Así fue
hasta que llegó a la Casa Blanca un señor afro-anglo-americano llamado Barack
Hussein Obama, el presidente número 44 de la nación.
Hoy tal vez caben en
esa definición estrecha de Estados Unidos, pero menos, los judeoamericanos, los
italoamericanos, los grecoamericanos, y el resto de las adherencias que han
inmigrado en masa a Estados Unidos en los últimos 150 años, pero el núcleo duro
de la identidad estadounidense, el que genera el estereotipo más enérgico, es
el mítico anglosajón ilusionado con la victoria de Donald Trump, como le ocurre
al congresista Steve King, descendiente de irlandeses, alemanes y galeses.
El racismo es un
rasgo inherente a la naturaleza humana. Los niños nacen sin experimentarlo, y
así evolucionan durante los primeros años de vida, hasta que, paulatinamente,
van adquiriendo una identidad. Ésa es la madre del cordero. Tan pronto se
perfila y afianza el yo comienza el impulso ciego por segregar o liquidar al
otro, al diferente, al que realmente no forma parte del grupo ni comparte esa
identidad primaria.
La identidad nos
hace racistas porque vamos dejando de ser individuos en abstracto para formar
parte de una tribu que se identifica por el color de la piel, el tipo de
cabello, la forma de los ojos, el idioma que utilizamos, la entonación
con que lo hablamos, la gesticulación que empleamos, las creencias religiosas,
la mitología o relatos compartidos, y otros mil detalles que van formando y
conformando a los miembros del grupo.
El antropólogo José
Antonio Jáuregui, un catedrático especialmente inteligente, intuía que ese
comportamiento de acercamiento “identitario” formaba parte de una estrategia
natural de la especie para poder prevalecer en el complejo y agresivo curso de
la evolución.
Las personas
integradas en una tribu tienen más posibilidades de reproducirse y entregar sus
genes a sus descendientes. Para lograrlo, el cerebro nos guía en la dirección
debida por medio de los neurotransmisores con estímulos placenteros o dolorosos.
Somos, decía Jáuregui, “esclavos de nuestros cerebros’.
El nacionalismo y el
fanatismo deportivo – casi siempre hermanados – serían una expresión de este
fenómeno. (Hace pocas fechas, cuando los catalanes ganaron un improbable
partido de fútbol con cinco goles, los sismógrafos de Barcelona registraron el
triunfo con un punto en la escala de Richter por los saltos de alegría que
dieron al unísono decenas de miles de barceloneses felices, súbitamente
unificados por el paroxismo provocado por la victoria del equipo local).
¿ Cómo pudo ganar la
presidencia un mestizo con nombre árabe y orígenes parcialmente africanos si
las sociedades permanecen atadas por esos lazos antiguos e invisibles? Porque,
al menos provisionalmente, había triunfado la concepción republicana (en el
buen sentido de la palabra) de la especie: todos somos iguales ante la ley. Fue
el triunfo del republicanismo, un bendito artificio basado en la hermosa
superstición de que es el acatamiento de la Constitución lo que hace estadounidenses
a los “americanos”.
En eso estamos.
Luchando contra un extendido pasado que se pierde en el tiempo para que las
personas no sean prejuzgadas por el color de la piel, los dioses en los que
creen, los deseos sexuales que los dominan y el resto de los elementos que
constituyen la identidad.
Eventualmente se
logrará y habremos desterrado el racismo para siempre. Pero necesitamos mucho
tiempo para que la razón gane ese combate. Al fin y al cabo fuimos animales
millones de años y sólo hace 25 siglos que Zenón el Estoico, un extranjero
pelirrojo, pequeño y patizambo, se atrevió a decir en Atenas que las personas
tenían derechos más allá del parentesco y del sitio de nacimiento. Apenas un
rato.
Carlos Alberto Montaner
montaner.ca@gmail.com
@CarlosAMontaner
Vicepresidente de la Internacional Liberal
Estados Unidos
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