23 de enero de 1958. Un nuevo aniversario de una fecha medular en nuestra historia obliga a interpelarnos, a detenernos en ese “espíritu de nación” que en muchos sentidos aparece hoy configurado, a pesar de los retrocesos, por el hacer democrático del siglo XX. Desentrañar las claves que acompañaron a este momentum, el premio de una resolución que va mucho más allá de las lecturas épicas –valiosas en términos simbólicos, sí, pero no pocas veces sesgadas e incompletas- seguramente ayudará a comprender mejor los desvíos del presente. Historia, magistra vitae, decía Cicerón; ejercicio de memoria que ilumina integralmente lo que nunca debería asimilarse a una simple, aislada sucesión de hechos.
A
la luz de la crisis del siglo XXI -el ricorso que normalizó lo que se percibía
como anomalía, esta trágica recaída en la cuneta autocrática- lo primero
entonces es apreciar la inserción de aquel suceso fundacional en un proceso
largo, espinoso, conectado con las luchas políticas que tuvieron lugar en el
país desde los oscuros tiempos del gomecismo. Una generación de políticos, la
del 28, comienza a forjarse tempranamente en el fuego de la confrontación con
el despotismo. Imbuida de razones, malquerencia por el militarismo y deseos de
hacer ingresar al país rural en los cauces de la modernidad, la pujante camada
trajina con las fuerzas regresivas que se afanan en bloquear la evolución que
ella encarna.
Así,
y en sintonía con la idea del aggiornamento de la consciencia colectiva, una
mudanza ocurre gracias a ese forcejeo: la pérdida del miedo a expresar la
voluntad popular en la calle, la irrupción de un nuevo modo de pensar, hablar,
actuar. “Democracia es sobre todo ausencia del miedo”. Es lo que Manuel
Caballero (“Las crisis de la Venezuela contemporánea”, 1998) asocia al ímpetu
que, anticipando el nacimiento de los partidos de masas, se perfila con
robustez a partir de 1936.
De
modo que si pensamos en términos de ese continuum, podríamos afirmar entonces
que el “espíritu del 23 de enero” no es obra suelta, sino que responde a una
progresión que abreva en eventos claves para la construcción del imaginario
democrático venezolano; hitos plenos de significado como los de la “Revolución
de octubre” en 1945, o la gesta electoral de 1952. Un espíritu que no es fruto
puntual, exclusivo de la (relativamente breve) dictadura perezjimenista, sino
el corolario de una apretada trama que con bríos, sudores, ingratos reveses, yerros
y no pocos dolores de crecimiento, se fue urdiendo a lo largo de todo ese
tránsito.
Esa
mirada no restrictiva y apartada del mito invita a la reflexión, sobre todo si
atendemos al arresto inmediatista que ha marcado las movidas recientes de
sectores de la oposición venezolana. Movidas que, irónicamente, en más de una
ocasión han invocado el ánimo rebelde de “héroes” que al asumir las riendas de
los destinos de la nación, lograron en 1958 dar carne al antiguo anhelo de
instaurar un régimen democrático y demostrar que los venezolanos estaban listos
para tal desafío. Si bien no cabe trasplantar dinámicas, valores, acciones y
perfiles sin distinguir las diferencias de cada contexto histórico, allí queda
una lección: incluso a expensas del vértigo de nuestra “modernidad líquida”, el
voluntarismo sin previa, prolija, realista construcción de capacidades termina
siendo más un estorbo que una virtud. Un aliño para el harakiri.
La
sospecha de que un cambio duradero y estable difícilmente se conciliará con la
precipitación y la sobreestimación de la propia fuerza, en fin, cobra sentido
en estos tiempos de merma. Conscientes de que tras el derrumbe costará más
sobreponerse, hay sin embargo certezas que, vinculadas al complejo legado del
23 de enero, podrían servirnos de acicate. Una de ellas, la necesidad de contar
con partidos políticos fuertes y eficientes (no clubes regentados por caudillos
de nuevo cuño), capaces de articular aspiraciones plurales y organizar la
participación democrática, de visibilizar liderazgos, habilitar acuerdos,
captar y dar respetuoso curso a las demandas de la sociedad civil. Otra, poder
apelar todavía a algunos de los rasgos de ese carácter impreso en el alma
colectiva y que, según Caballero, retrataba al país de finales del siglo XX: un
pueblo pacífico, democrático, “definitivamente venezolano”.
El
calificativo “democrático” convida hoy a cierta angustia, hay que admitirlo:
sabemos que el contexto en el que estamos inmersos, huérfano de instituciones y
reglas de juego confiables, está en las antípodas de la “democracia real”
(Sartori dixit)… ¿cómo garantizar entonces que ese modo de ser y estar no
caduque, que no sea engullido por la nueva “normalidad”? La afirmación del
historiador ofrece una pista: “la democracia es menos un conjunto de
instituciones gubernativas que un hábito mental y un género de vida; es por lo
tanto menos un asunto del gobierno que de la sociedad. La democracia existe
desde el momento en que el pueblo desarrolla y conserva la capacidad y sobre
todo la voluntad de cuestionarla”. De la capacidad para hacer que ese curtido
ethos se mantenga a flote, avistando grietas por donde colarse, vivo y coleando
a pesar de los embates de la pulsión autoritaria, dependería seguir sumando
espléndidos folios a una vieja-nueva historia tentada igualmente por el brinco,
por la evolución.
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Venezuela
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