La función principal de quienes ejercen la
responsabilidad de gobernar consiste, según Platón, en la purificación del alma
de los ciudadanos, lo cual redunda tanto en su enriquecimiento espiritual como
material. En efecto, para el filósofo griego, purificar el alma de la
ciudadanía quiere decir hacer que la población se forme cada vez más, que sea
instruida y educada convenientemente. O en otros términos, que sea una auténtica
ciudadanía, a fin de superar sus naturales inclinaciones bestiales, decadentes
y patéticas y, con ello, su consecuente pobreza espiritual. Una efectiva
política de Estado debe sostenerse sobre la convicción de que solo las metas a
largo plazo, sostenidas en el tiempo y ajenas a los concursos de popularidad
–tan afines a la demagogia y al populismo–, son propicias para el desarrollo
integral de la sociedad en su conjunto. No es con consignas vaciadas de
contenido, gratas a los oídos de la mediocridad, que se construyen los grandes
proyectos políticos. Las democracias afectadas por la corrupción y en estado de
descomposición son caldos de cultivo propicios para el advenimiento de las
tiranías. Estas, a su vez, ofrecen dar rápida y eficaz realización a las
promesas incumplidas por gobernantes que decidieron convertir su pomposa
palabrería –siempre aderezada de lugares comunes– en la única realidad
existente. Pero una vez en el poder, los tiranos comienzan a demostrar su
incapacidad absoluta para gobernar. Y cuando tienen inicio las primeras
protestas por exigencia de justicia, no dudan en utilizar las armas que ya
habían usado contra los demagogos, pero esta vez para apuntar a la población
defraudada y, ahora, aterrorizada. Con el tiempo, la tiranía deviene
oligarquía. Se trata de un reducido grupo de gánsteres, auténticos criminales
que se enriquecen con los dineros provenientes de la corrupción, el
narcotráfico y el más desalmado saqueo de los recursos de la extinta nación.
Son los que mantienen secuestrado al Estado, y los que, día tras día, abren con
mayor profundidad la ya intolerable brecha de las desigualdades sociales.
Para Platón, la demagogia, la tiranía y la oligarquía
son sistemas de gobierno que, en la medida en la cual desprecian el saber, se
hacen cada vez más susceptibles a la corrupción y terminan empobreciendo y
desintegrando a la sociedad. Todo régimen corrupto, por su propia condición,
disocia, disgrega y promueve la injusticia. Por eso mismo, y a medida que va
socavando el Ethos, termina siendo débil e incapaz de satisfacer las mínimas
necesidades materiales y espirituales de los ciudadanos. Cada individuo, según
el filósofo ateniense, está compuesto de cuerpo y alma. El alma, elemento
inmaterial, es el aliento, el respiro, el principio de la existencia de los
seres humanos. Sin el alma el cuerpo es, apenas, un amasijo de instintos, “la
cárcel del alma”. Y mientras que el cuerpo vincula con el mundo sensible, el
alma vincula con el mundo inteligible. Por eso mismo, el alma es enérgeia, la
energía vital de la corporeidad, la acción productiva propiamente dicha, la
fuerza de trabajo que definiera Marx.
Dice Platón que el alma está formada por tres partes:
una parte sensual, que conduce a los vicios de la avaricia, la lujuria y la gula;
una pasional, que conduce al vicio de la ira; una racional, que conduce al
vicio de la pereza y la soberbia. Pero estos vicios del alma pueden ser
reorientados mediante la educación. Es posible formarse para la buena
ciudadanía. Así, la parte sensual del alma puede ser elevada a templanza, esa
benigna cualidad que impone hacer las cosas con moderación. De igual modo, la
parte pasional puede ser educada y convertida en valor, es decir, en arrojo o
esfuerzo. Lo mismo que la parte racional puede llegar a conquistar la
sabiduría. Un alma que ha sido adecuadamente educada y logra conquistar la
templanza, el valor y la sabiduría es llamada por Platón un alma justa. El
imperio de las almas justas forma el espíritu de un pueblo sano, próspero,
culto y libre.
Hubo un tiempo en Venezuela en el que las almas justas
florecieron por doquier, y como nunca antes en su historia. La formidable
migración de profesores universitarios, científicos, artístas y técnicos,
llegados de una Europa depauperada y en crisis orgánica, fue uno de los mayores
aciertos de la dirigencia política de un país pujante y hambriento de saber
que, finalmente, pudo romper la larga y pesada cadena de las dictaduras
militares decimonónicas, y poder entrar así –a pesar del retraso histórico– al
siglo XX pleno de democracia viva, exenta de la muerta baratija demagógica. Fue
a partir de entonces que la educación, comprendida como formación social y
cultural, comenzó a dejar de ser un mero requisito formal para obtener un
título y transformarse en materia, oficio, compromiso con el pujante país que,
en breve lapso, llegó a ser. Se comprende, entonces, la saña del gansterato
contra la educación. Sabe bien que ella contiene el alma justa que posa, ante
su puerta, los pies de los que la van a enterrar.
jrherreraucv2000@gmail.com
@jrherreraucv
Venezuela
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