Desde hace ya largo
tiempo, la política venezolana ha caído en el vicio de utilizar palabras al
voleo, sin preocuparse de analizar si el término con el que se pretende nombrar
a una persona tiene algo que ver con su conducta y aptitudes. Quizás esta
manera alegre de nombrar y calificar tuvo su origen en el medio artístico que
vio en José Luis a un puma y tigresas o
fieras en damas de apacible carácter.
Nuestros políticos
parecen haber olvidado, o acaso nunca lo supieron, que existe una rama de la
semántica denominada semántica lógica, que estudia la relación entre el signo
lingüístico y la realidad, así como las condiciones necesarias para que una
palabra pueda aplicarse a un objeto o persona.
Esta perversión del
lenguaje y de la política, produce indeseables efectos en la vida nacional y
genera una suerte de desorientación ideológica y un descreimiento social que
encuentran su expresión concreta en la antipolítica y, especialmente, en el
rechazo a los partidos políticos como instrumentos necesarios de la vida
democrática.
Podemos afirmar, con
poco temor a equivocarnos, que los dos últimos gobiernos que tuvieron
oposiciones reales fueron los de los tachirenses Marcos Pérez Jiménez y Carlos
Andrés Pérez (II). Desde 1958 hasta CAP II, adecos y copeyanos montaron
oposiciones falsas, contubernales; ¿Quién no recuerda las famosas reuniones de
Gonzalo Barrios y Rafael Caldera, donde se tomaban toda suerte de
decisiones y se limaban las asperezas
surgidas en los estratos inferiores de sus respectivos partidos? En virtud de
esa perversión, nuestro País no adquirió una cultura opositora y las nuevas
camadas de políticos se fueron formando en la escuela de la protección al
interés parcial y del desdén a los intereses colectivos.
La tragedia chavista
nos sorprende sin un liderazgo fuerte y acostumbrado a contrariar al gobierno
con todos los medios permitidos por la Constitución y las leyes, pero sobre
todo, sin un liderazgo que crea «en los poderes creadores del pueblo» como dijo
en su Credo el inmortal Aquiles Nazoa. Tan desafortunada circunstancia permitió
que se perdiera el gigantesco esfuerzo del 11 de abril, que hizo poner pies en polvorosa
al acobardado «comandante eterno» y que Maduro le birlara las elecciones
presidenciales a un Capriles sumiso, que prefirió recurrir al TSJ y no a la
gente que esperaba su llamado.
La vuelta de Manuel
Rosales, anunciada y participada a los cuerpos de seguridad del Estado con la
debida antelación, hedió a componenda y a trato desde el primer momento. ¿Qué
hubiese sucedido si en 1957 Fabricio Ojeda, Guillermo García Ponce, Silvestre
Ortiz Bucarán y Enrique Aristiguieta Gramcko hubiesen ido a Miraflores a
participarle a Pérez Jiménez la constitución de la Junta Patriótica que
convocaría la insurrección popular? Los nombrados y decenas de miles más eran
opositores de verdad (con negrillas), eran hombres recios que arriesgaban sus
vidas como costo ineludible del verdadero liderazgo.
En Venezuela se
empiezan a decantar las realidades; cada día se hace más notorio que existen,
al menos, dos oposiciones: la verdadera, que exige la inmediata salida de
Maduro, como una necesidad que no admite retardos y la otra, la oficial o
ficticia, apaciguadora de oficio que habla de diálogos, postergaciones y
reconciliación sin justicia, e insufla vida a un régimen que no tiene ninguna
razón lógica o política para continuar en el ejercicio del poder.
Obviamente, la batalla
es contra el chavismo y contra todos los males que impulsa y representa; pero
también lo es contra los malos políticos y la mala política, contra quienes se
sienten predestinados a liderar a la Nación, pero son incapaces de entrar en
sintonía con los deseos y sentimientos populares; contra los que se hacen
llamar opositores para concitar simpatías, pero no son capaces de oponerse con
la seriedad y testarudez que exigen las angustias actuales. «“Por sus obras los
conoceréis” (Mt 7,15-20)».
Dulce María Tosta
turmero_2009@hotmail.com
@DulceMTostaR
Aragua - Venezuela
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